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En años futuros, rateros y carteristas moverían apreciativamente la cabeza cuando recordaran esa mañana.

La procesión se detuvo cuando llegaron a la Ca' d'Aspi. Sólo los hombres que remaban en la barcaza que iba en cabeza, y que transportaba la banda militar, siguieron adelante, y pronto los estridentes acordes de su fanfarria se fueron apagando.

Nadie se movió. Los vítores cesaron. Más tarde, se dijo que se podía oír el agua golpeando contra los cimientos del palazzo.

En el piano nobile del palazzo una sola ventana estaba abierta, donde la contessa d'Aspi d'Istria permanecía inmóvil, apoyada en el borde, pálida e impasible. De vez en cuando la brisa prendía en un rizo de su rubio cabello y jugaba con él, levantándolo en el aire, lanzándolo contra su rostro; pero ella no hacía movimiento alguno para apartarlo.

Algunos gondoleros, alzando la mirada, parecían emocionados. Cantarían una canción antes de que terminara el mes, sobre el amor de una mujer por un infiel, y sus años de tormento, y de cómo al final él había venido a cortejarla pese a los austríacos y sus armas.

La góndola de color carmesí se apartó del centro de la procesión y, con un golpe de remo, el gondolero llevó la pequeña nave hacia el embarcadero.

El pachá se puso de pie, llevando una pequeña caja envuelta en papel dorado.

El antinatural silencio se quebró inmediatamente. Absurdas conjeturas circulaban entre la multitud, leyendas que eran embellecidas y mejoradas a medida que avanzaba el día. Algunos decían que el pachá le había traído una diadema del sultán; otros, que se trataba de un pañuelo de gasa que el sultán entregaba, cada noche, a la concubina destinada a compartir su lecho. Se decía que los d'Aspi, en sus tiempos de poder, habían prestado al sultán un servicio tan grande que él no había hallado la manera de agradecerlo hasta ahora, cuando los d'Aspi gemían igual que el resto de ciudadanos bajo la bota austríaca. Algunos decían que era dinero. Otros, que joyas. Los había incluso que hablaban de una sagrada reliquia que los venecianos habían echado de menos cuando saquearon Constantinopla en 1204.

Un guasón decía que se trataba de una caja de delicias turcas.

Lo que nadie seguramente podía suponer era la verdad, que Yashim confesó a la contessa cuando Antonio lo hubo acompañado escaleras arriba del palazzo. Ella se dio la vuelta, apartándose con reticencia de la ventana.

Yashim se inclinó.

– Debo excusarme, signora, por la intrusión. La caja está vacía.

Ella apartó un mechón de pelo.

– Qué decepcionante -dijo con calma. Y despidió a Antonio con un gesto de la mano.

Cuando el sirviente hubo salido, la mujer dijo:

– Supongo que ha venido usted a matarme, pachá, tal como ha matado a los demás.

– No, contessa. Espero haber venido para salvarla.

Ella le brindó una breve sonrisa.

– Nadie puede salvarme. Está escrito… Seguramente, como otomano que es usted, ya lo sabe.

Ella se llevó una mano al cabello y lo levantó, dejando al descubierto su esbelto cuello.

Yashim levantó sus manos vacías.

– Ninguna cuerda de arco, contessa. Usted envió un recado a Estambul… Y yo estoy aquí.

Ella le lanzó una mirada, de soslayo, su mano se deslizó lentamente del cuello, de manera que su cabello cayó en dorados haces.

Yashim sabía más que suficiente sobre las mujeres hermosas. El harén del sultán, por donde podía ir y venir a voluntad, estaba lleno de muchachas cuyos encantos eran los de un animal joven. Tenían los ojos claros, y la piel suave, y las formas y figuras de ninfas liberadas, con cuerpos flexibles y relucientes; sus sentimientos se reflejaban en sus adorables rostros, registrando cada momento de felicidad o celos o temor, con franqueza, sin reserva alguna. Bonitas muchachas. Uno sonreía al verlas, como cachorros persiguiéndose la cola.

Pero la contessa era una mujer.

– ¿Que yo mandé un recado a Estambul? -Se apartó del alféizar de la ventana y cruzó la habitación-. Parece estar usted muy seguro, querido pachá… Ignoro su nombre, me parece.

– Me llamo Yashim -repuso él con una breve inclinación-. Sirvo al sultán.

Eso no era la verdad, pero tampoco totalmente una mentira.

– Usted envió al sultán Abdülmecid un mensaje- Hacía usted una oferta. El retrato de Bellini de su antecesor.

Por un momento ella se contuvo.

– ¿Es eso lo que les dijo usted a ellos? A Boschini… A Barbieri… Y ahora ellos están muertos.

Un florete apareció de repente en su mano.

– En lo que a mí se refiere, puedo fijar el momento, y el lugar -dijo la mujer levantando la punta de la espada.

El florete no tenía ningún botón en su punta.

– Com’era, dov'era -murmuró-. En garde.

Yashim vio que ella levantaba la rodilla, y en un instante se lanzaba contra él… los pies ágiles y los hombros alzados… y una hoja chispeó junto a su oreja mientras Yashim se lanzaba al suelo.

Dio una voltereta, por dos veces, y la punta de la hoja rayó un par de veces el mármol.

Yashim dio un brinco, retrocediendo. La contessa había recuperado su posición. Estaba con su mano izquierda libre, los pies separados, respirando a través de sus labios entreabiertos. Por un segundo Yashim pensó que la hoja se había desprendido de la empuñadura, antes de ver que la punta se balanceaba a sólo unos centímetros de sus ojos.

Cuando Carla embistió, Yashim movió con rapidez la cabeza y, en el mismo segundo, dio un paso hacia delante, superando su instinto de retroceder. Estaban casi uno al lado del otro, flanco contra flanco. Yashim bajó su brazo derecho bruscamente y sintió que su manga rozaba la de la mujer cuando ésta lanzó su estocada. La contessa se zafó con un barrido del florete, apartándose de él, usando el peso del arma para darse la vuelta.

Tenía su codo retrasado, apartando la punta de su florete. Yashim lo vio retirándose por el aire, igual que un mosquito, y él se lanzó hacia la izquierda con una voltereta.

La contessa saltó tras él, dando un paso en diagonal que la llevaría hasta su derecha.

Por un momento, cuando levantó la cabeza, Yashim se sintió desorientado.

Dos cosas pasaron por su mente.

Una era una observación sobre la esgrima que había leído una vez, en una novela francesa: «El arte de la esgrima consiste en dos cosas, y sólo dos: dar y no recibir.»

La otra era: «Ignora la punta y vigila los pies.»

¡Los pies! Apoyando con fuerza ambas manos en el suelo, soltó un pie y dibujó con él un arco, enganchando los pies de la contessa y empujándolos.

La mujer rodó hacia atrás, pero se levantó de un brinco. Yashim se había vuelto a poner en pie. Estaban separados por unos dos metros.

Ella se frotó la cadera.

Sus ojos azules resplandecían.

Ojos azules. Yashim levantó un puño y abrió dos dedos, el viejo signo para rechazar el mal de ojo.

La contessa lo comprendió. Y empezó a sonreír.

Su sonrisa terminó en un gruñido, clavó sus pies en el suelo y saltó.

Yashim vio la punta de su florete volando por el aire.

¡La punta!

Yashim se cubrió desviando hacia abajo la hoja cuando ésta volaba hacia su pecho.