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Ella debió de haberse sorprendido cuando la punta se desplazó: Yashim vio que sus ojos se dirigían hacia ella. Pero en un instante la contessa se lanzó de nuevo contra él, moviendo con un golpe de muñeca el arma hacia arriba, en dirección a su abdomen. Él volvió a desviar el ataque y, cuando la hoja golpeaba su antebrazo, dio un paso hacia delante, sintiendo que el cabello de la mujer se deslizaba a través de los dedos de su mano izquierda.

Casi la tenía.

La mujer giró en redondo otra vez, deslizando su cabeza a un lado, echándose hacia atrás.

Una mano de Yashim estaba vacía. La otra sangraba.

No había filo en la hoja del florete, naturalmente: Sólo la punta podía matar. Pero el florete de la contessa se movía lo bastante deprisa para hacer sangrar a su adversario.

– Está usted confundido sobre las reglas, pachá -dijo Carla. Había adoptado nuevamente su guardia.

Yashim estaba atento a sus pies.

– Sigo el esquema -dijo el turco. Mientras hablaba dio un paso hacia ella, la mano extendida, y luego, mientras ella giraba hacia arriba la mano que sostenía el florete, él volvió a dar un paso atrás, con ligereza y hacia un lado.

Ella se dio la vuelta con suavidad para hacerle frente otra vez, medio girando su mano; ahora apuntando otra vez hacia abajo.

Yashim se preguntó si ella le permitiría hacer la misma maniobra dos veces.

Confiaba en ello, porque detrás de la mujer, a su derecha, estaba la colección de armas que él había hecho describir a Palieski con todo detalle, mientras estaban los dos sentados en medio del humo de la cocina de la signora.

Y debajo de él se hallaba en mármol de colores, en el suelo, el esquema que ya conocía.

Lo habían estado siguiendo desde el principio. Abriendo camino y cediendo terreno, adelante y atrás… y siempre hacia el lado. Un nudo sin fin, rotando inexorablemente.

Necesitaba dos giros más. Dos más le harían dar la vuelta completa, pero el siguiente era el más difícil. El esquema no era completamente regular. El siguiente punto del dibujo te acercaba más a él, desprotegido por ambos lados.

Levantó la mano hasta su turbante, perplejo.

Carla no esperó a que él terminara su movimiento.

Hay un ataque en esgrima llamado la fleche; adecuadamente ejecutado, es el golpe asesino, si es que un golpe puede calificarse así. Los pies van juntos; el cuerpo sale lanzado; hoja y cuerpo se concentran detrás de la punta con una enorme velocidad e, independiente de la complexión del atacante, también con enorme fuerza.

La flèche de Carla fue ejecutada adecuadamente. De repente la punta del florete se desplazaba por el aire exactamente como mandaban los cánones. Era una flecha.

Y Yashim, que jamás había sido un fatalista, tuvo tiempo solamente de bajar la cabeza.

Capítulo 86

Veinte años habían transcurrido desde que Yashim entrara por primera vez en la escuela de palacio. Era un joven ya, cuatro o cinco años mayor que sus compañeros, aquellos inexpertos e imberbes muchachos cuyas plegarias y charla lo habían atormentado durante aquellos primeros meses de indiferencia y desesperación. Fue admitido como un favor. A su padre no se le ocurrió ninguna otra manera de curar el terrible daño que sus enemigos habían causado a su hijo. Quizás, también, fue enviado allí porque el muchacho le recordaba demasiado a la vieja gobernadora de su vida, la madre de Yashim, la hermosa Elena.

Elena había estado en la cueva. Fue deshonrada, y luego la mataron. Los enemigos de su padre habían reservado para Yashim, sin embargo, una tortura más exquisita. El acto en sí duraba solamente unos segundos; y sólo implicaba dolor. Pero la amargura de aquel momento lo atormentaría toda la vida.

Castrado por los enemigos de su padre por mera diversión, Yashim había llevado su dolor y su desesperación a la escuela de palacio, en Estambul. Y allí le habían impartido una incesante disciplina, un constante entrenamiento del cuerpo y la mente. Yashim entró en un mundo regido por la vara; un mundo de duros bancos de madera, azotainas, baños fríos y expulsiones semanales. El viejo eunuco que los gobernaba era un ordenancista, caprichoso, exigente, manipulador; ligeramente cruel. Para los menos talentosos, era infaliblemente amable, antes de echarlos a patadas. Para los que se mostraban como auténticas promesas, era un azote. Yashim lo hacía todo bien, pero eso fue tres años antes de que descubrieran lo que lo hacía mejor que nadie. Antes de volverse indispensable.

Al principio él se había resistido a aquel régimen, no creyendo mucho en su redención, y dudando de que quedara nada en él que redimir, como si ya hubiera muerto. Su espíritu estaba muerto. Se mostraba malhumorado y lento. No se burlaba del viejo maestro o de los montones de fría caligrafía que se veía obligado a ingerir, o de los juegos de lucha y gerit. Era un joven cultivado, más fuerte, más rápido, más experimentado que los demás. Simplemente, no le importaba.

El viejo eunuco empezaba despertándolo temprano, una hora antes que a los demás, en las horas muertas de la noche. Lo despertaba con un golpe de su vara, rematada en plata, contra las piernas. «Tienes menos tiempo que los demás. Debemos hacer más.» A veces le hacía correr. Otras, recitar el Corán. Por la noche, cuando los demás muchachos hablaban entre sí en susurros, Yashim se caía dormido, exhausto.

No obstante, poco a poco, sin saber el motivo, se encontraba despabilado. Aprendió a canalizar su agonía mental hacia la disciplina que le imponía el viejo lala, y dejó de tener miedo de hacerlo demasiado bien. «Entrena el cuerpo y cultiva la mente, y el corazón seguirá», según reza el antiguo precepto otomano.

Fuera de la miríada de logros que él había esperado alcanzar, los recitales, la música y las lenguas, la retórica, el álgebra, la etiqueta y la lógica, la equitación, el tiro al arco, el gerit, Yashim conservaba sólo vagos recuerdos de la escuela de lucha.

Sin embargo, eso quizás era lo que.se esperaba de él en la escuela de palacio. Gracias al estudio, a fin de cuentas, cualquiera podía aprenderse el Corán, cualquiera podía aprender a tensar un arco con habilidad y esfuerzo. Pero para los hombres que iban a dirigir las energías del Imperio, el dominio de todas las artes no era un final, sólo un comienzo. Recordar una cosa no era nada. Lo que contaba era poder usarla.

El conocimiento de Yashim del Diagrama del Arenero no es que estuviera disponible para él en su pensamiento: lo tenía inculcado a un nivel instintivo.

Las franjas tejidas de un interminable nudo estaban inscritas en la invisible maquinaria de su mente.

Veinte años más tarde, en un palazzo de Venecia, el instinto cobró vida.

Capítulo 87

Cuando la punta del florete, dirigida al pecho de Yashim -sixte, en la indispensable jerga de la esgrima- tocó el bulboso turbante que cubría su cabeza, liberó a Yashim de una carga que había estado llevando desde primera hora de la mañana, y le permitió, al mismo tiempo, deslizarse hacia delante, sosteniendo la muselina en la mano.

Con su turbante ensartado por el florete, Yashim dio un quiebro y avanzó, dando tres pasos más o menos desequilibrados. Mientras se movía, hizo girar la muselina y, a su espalda, la hoja de la contessa, entremetida en los pliegues, salió volando.

El arma, al caer, hizo un ruido metálico y rebotó sobre el suelo, dando vueltas, hasta estrellarse contra la pared de debajo de la ventana.

Yashim no se fijó en la trayectoria, Carla sí. En vez de ello, él uso la oportunidad para saltar y agarrar la empuñadura forrada de piel del arma más cercana, que resultó ser una cimitarra turca.

Sólo entonces, por instinto, miró a su alrededor.