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La vieja cerró la puerta de golpe y dio la vuelta a la llave. Scorlotti oyó cómo los cerrojos se corrían.

Llevó el cadáver al depósito en una góndola.

Capítulo 90

– Naxos perteneció a los venecianos hasta el reinado de Solimán -dijo Yashim lentamente-. Sólo los venecianos nombraban un duque de Naxos, hasta que ésta cayó en manos otomanas. Tras eso hubo solamente uno, Joseph Nasi. Pero cuando Nasi murió, creo que el título desapareció.

– Supongo que así fue. -Ella parecía divertida-. O si no… fue añadido a los múltiples títulos que ya poseía el hombre que se lo otorgó a Nasi.

– ¿El sultán Selim?

– Selim -salmodió ella, cerrando los ojos- padi-shah, Señor de los Dos Mares y los Dos Continentes, gobernador de Mingrelia y Hungría, en la Crimea, Kan y Vovoida en los Principados danubianos. Era el duque de Naxos.

– Así que ahora… -Yashim se estaba esforzando por comprender-. El duque de Naxos…

La mujer hizo un equívoco encogimiento de hombros.

– Sería el sultán. O su hijo, quizás.

– No lo creo -dijo Yashim.

– ¿Está usted jugando conmigo, Yashim Pachá?

Pero Yashim se limitó a mirarla fijamente.

– En catorce ocasiones desde la conquista de Estambul, la familia d'Aspi ha proporcionado a Venecia un bailio -continuó Carla-. Estambul ha sido nuestro segundo hogar. Uno de mis antepasados, Alvise d'Aspi, fue el príncipe comerciante más rico de Pera… Solimán el Magnífico iba a visitarlo, Yashim Pachá. Eran amigos. Mi padre, que se llamaba también Alvise, fue el último bailio de la República. Conocía bien a Selim III, tocaban música juntos. ¿Puede usted creerlo? ¿O los tiempos han cambiado tanto que los hombres no pueden recordar?

– Lo creo -dijo Yashim. Su boca estaba seca.

Ella hizo un gesto señalando las armas que se encontraban en la pared detrás de Yashim.

– Los d'Aspi tampoco tenían miedo de luchar. No todos fuimos comerciantes y embajadores, Yashim Pachá. Proporcionamos a la República almirantes y generales, y cuando Venecia era presionada con demasiada dureza, ayudábamos a hacer las guerras para conseguir la paz.

Se dio la vuelta para mirarlo de frente.

– Yo soy la última de los d'Aspi. Ése es… mi orgullo, si usted quiere. Pero debe creerme cuando le digo que conocía al duque de Naxos. Lo conocía por instinto, como si fuera mi propio hijo.

Los ojos de Yashim se desviaron hacia las guirnaldas de armas, las cornisas doradas, el fantástico trompe l'oeil… y no vio nada.

¡Abdülmecid! ¿El duque de Naxos, el príncipe heredero del trono de Osman?

El tímido y retraído muchacho -aquel pálido joven que había tenido miedo de ver morir a su padre- había venido a Venecia, ¡disfrazado!

Era imposible. Ni un solo miembro de la estirpe otomana había cruzado nunca la frontera del Imperio… Excepto para conquistar. ¡La idea era absurda!

Y sin embargo… y sin embargo.

Los sultanes se disfrazaban. Había ocurrido en el pasado. De incógnito, habían recorrido mercados y mezquitas, valorando lo que el pueblo decía.

¡Incógnito! En Venecia, en el Carnaval, todo el mundo iba de incógnito… ¡Vaya, «incógnito» era una palabra veneciana!

Y Abdülmecid disfrutaba de una libertad que su padre no había conocido nunca. Una libertad que desaparecería con motivo de su elevación al trono. Como sultán, sería vigilado a cada momento del día.

Abdülmecid hablaba francés.

– El duque. ¿Ganó… o perdió?

– ¿A las cartas? -Ella pareció sorprendida-. Jugaba bien.

– ¿Ganó dinero? -Yashim nunca había jugado.

– He dicho que jugaba bien, Yashim Pachá. Pero Barbieri era muy bueno… Y las apuestas eran altas.

– ¿La partida, contessa, fue arreglada por usted?

– Podría decirse que yo la inspiré. El duque tenía un cicerone… Se lo sugerí. Él hizo los arreglos con Eletro.

– Pero ¿por que vino Eletro? No era un aristócrata, como ha dicho usted. Era una especie de criminal.

– Juega a las cartas. Y estábamos en Carnaval. Un período de desorden. Era muy atractivo… y muy largo. Una larga sucesión de fiestas, juegos, bebida. Todo el mundo va enmascarado… Eso forma parte de la diversión, supongo.

– Usted no lo cree así.

Carla se encogió de hombros.

– Es una tradición. En cuanto a Eletro, él simplemente llevaba una máscara. -Hizo una pausa, recordando-. Tomamos una góndola hasta la puerta que se abría al canal. Él ya estaba allí -Eletro, quiero decir- como un invitado, realmente. Era de noche, desde luego, y no se podía ver el estado del lugar, más allá de la luz de las velas. Centenares de pequeñas velas, en recipientes de vidrio. Y las puertas estaban totalmente abiertas, dando a una gran escalera de piedra, donde las velas parpadeaban a cada escalón. Eletro nos acompañó arriba -Barbieri lo reconoció, pienso, o se lo imaginó- con un gran candelabro en su mano. Y resultaba excitante, porque yo he estado en todos los palazzi de Venecia, supongo, en un momento u otro. Pero nunca había estado allí. Así que era Venecia, pero no totalmente como Venecia.

»A medio camino de las escaleras, todos nos detuvimos. El Fondaco, sabe usted, era un palacio bizantino. En una ocasión, hasta el emperador de Bizancio se alojó allí… y trajo a seiscientos cincuenta sacerdotes de su fe ortodoxa. De manera que nos detuvimos para mirar hacia abajo, al patio. Estaba iluminado con flambards. Y en todo caso, las puertas de arriba estaban cerradas… Al menos, había una gran cortina que cruzaba la puerta. Había un montón de incienso en el aire -supongo que el lugar no olía muy bien, después de todos aquellos años de decadencia-, y estaba Eletro, con una máscara grotesca, sosteniendo las velas en una mano sobre su cabeza, y llevándose los dedos a los labios. De manera que nos detuvimos y escuchamos.

»No se podía oír nada al principio, sólo a la gente de la escalera, y yo tenía el duque agarrado a mi brazo y… lo apretaba. Entonces algunos de nosotros oímos un debilísimo y misterioso sonido -el rasgueo de un violín, aunque muy suave- pero, mientras escuchábamos, fue poco a poco aumentando de volumen, y luego otros instrumentos se sumaron, y de repente Eletro descorrió la cortina, ¡y allí estábamos! El piano nobile -era una estancia enorme- iluminado por un gran candelabro en medio, y, por todas las paredes, colgaduras de muselina, y la orquesta tocando en la penumbra en alguna parte… Creo que encima de nuestras cabezas.

– ¿Cuántos eran ustedes?

– Más o menos, una docena, si mal no recuerdo. Nos sentamos a la mesa, y hubo champán y cena. Y luego jugamos a las cartas.

– ¿En otras mesas?

– Mesitas para cartas. Todas montadas. Fue entonces… fue entonces cuando los cuatro hombres se reunieron.

– ¿Usted no jugaba?

– Aquella noche no. Las apuestas eran demasiado altas, Yashim Pachá. Yo ayudaba al duque, un poco. Era muy joven.

– Sí -dijo Yashim pensativamente-. Sí, supongo que efectivamente lo era. -Hizo una pausa-. ¿Y el cicerone?

– Oh, iba y venía, comprobando que todo iba bien.

– ¿Quién era el cicerone, contessa?

– Uno de los barnaboti, un profesional. Se llama Ruggerio.

Capítulo 91

Vosper alcanzó al sirviente del pachá en la entrada del apartamento de Palieski.

– Le pido disculpas, signor, pero el Stadtmeister desea saber cuándo sería conveniente celebrar una audiencia con su amo.

– ¿Una audiencia? -Yashim levantó la cabeza-. No me parece que una audiencia sea algo realmente apropiado, sargento. El pachá está haciendo una visita privada.