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Los austríacos habían ocupado lo que Napoleón no pudo retener por mucho tiempo. Y durante treinta años el viejo puerto se había ido deteriorando bajo la indiferencia de los Habsburgo, que preferían Trieste.

Palieski encontró la visión consoladora, sin embargo. Venecia en carne y hueso se parecía notablemente a los Canalettos que colgaban en la residencia del embajador británico, sólo que mucho más grande… Un panorama completo de grises y pardos, salpicado aquí y allá de manchas de iridiscente pastel; muy cerca, un ejército borracho de mástiles y palos; a lo lejos, los campanarios de las treinta y dos iglesias de la ciudad; reluciente agua azul bajo sus pies y, encima de su cabeza, el claro cielo veraniego. Se metió las manos en los bolsillos y sintió allí el tintineo de monedas de plata por primera vez en años.

Palieski le había gruñido al sastre que le tomó las medidas en Estambul, y a Yashim, también. Pero en su corazón, donde todo hombre lleva al menos una onza de vanidad, estaba más bien encantado. Siempre había ido elegantemente vestido, aunque un poco raído; pero ahora llevaba una ceñida chaqueta sobre un chaleco abierto, pantalones de tubo de corte moderno, y un par de relucientes zapatos de charol puntiagudos. Su bigote estaba limpiamente, incluso exageradamente, recortado, en tanto que su sombrero -más negro y más lustroso que el que solía llevar en Estambul- era también ocho centímetros más alto. Sentía que su aire era el de un hombre de mundo, un hombre al que era improbable que el mundo engañara pero que miraba a ese mundo con amable interés.

¿Parecía un ciudadano de Estados Unidos? Tal como Yashim había señalado, la belleza de ser un norteamericano era que nadie sabía realmente cuál tenía que ser el aspecto de un norteamericano.

– Haga enviar mi equipaje a la Pensione Inghilterra -le dijo al sobrecargo, mientras una embarcación se detenía a su costado.

Era una góndola. A Palieski, acostumbrado a los gráciles esquifes de Estambul, le sugería algo más siniestro, con su picuda proa y su pequeña, estrecha y negra cabina en el medio. Mientras el fornido gondolero lo ayudaba desde la escalera, Palieski se dobló y entró en el camarote, quitándose el sombrero. Estaba organizado como un coche de caballos. Encontró un asiento y lo ocupó; el banco opuesto estaba forrado con una andrajosa piel, y el aire olía a moho y humedad. Cuando corrió las cortinas y apareció una ventana, se sorprendió al comprobar que estaba ya moviéndose a cierta velocidad a lo largo de la Riva dei Schiavoni.

Con un sobresalto, descubrió que el colorido, así como las pequeñas ventanas de piedra con puntiagudas arcadas, incluso la inconexa línea de los tejados, le recordaban a Cracovia.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Ésta no es una ciudad mediterránea!

Identificó el Palacio del Dux, y las dos columnas que se levantaban a su lado en el borde del agua: los había visto en los Canalettos. El palacio parecía estar boca abajo: toda la ligereza expresada en una arcada de esbeltas columnas estaba en la parte baja, con la mole del edificio presionando desde arriba. Estiró el cuello para captar una vislumbre de su reflejo en el agua, pero no pudo ver nada más allá de las piernas del gondolero, y en aquel momento la gran iglesia blanca de Santa Maria della Salute se levantaba a mano izquierda, saludando su entrada en el Gran Canal.

El tráfico se volvió más denso. Negras góndolas pasaban raudas por su lado en dirección contraria, con las cortinas corridas, aunque de vez en cuando, en sus oscuros interiores, Palieski podía divisar una mano enguantada de blanco o una serie de bigotes. Lentas barcazas, de gran calado, que transportaban verduras o piedra labrada o sacos, estaban siendo empujadas por hombres inclinados sobre unos largos remos; los remeros intercambiaban gritos entre sí, especialmente cuando sus embarcaciones avanzaban vacías. Un traghetto, que transportaba a un grupo de monjas salió disparado de un embarcadero; el gondolero de Palieski frenó con un brusco movimiento y soltó una rica andanada de impenetrable dialecto, que, al parecer, recibió la correcta contestación. Se agitaron los puños, las monjas miraron hacia otra parte. Palieski sonrió. Las monjas con sus hábitos le recordaban las damas de Estambul.

Fue consciente ahora de algo que ya había percibido, pero no comprendido: la casi total ausencia de todo sonido, aparte de los gritos de los barqueros y las líquidas gotas de agua cayendo de los remos o silbando en las espumosas proas de las embarcaciones Pero, cuando el gondolero hizo presión sobre su remo, giraron bruscamente para entrar en un canal lateral, y tanto el sonido como la luz solar quedaron borrados.

Palieski se echó hacia atrás, como si los ladrillos fueran a golpearle el rostro. Retorciéndose en su asiento, dirigió la mirada hacia arriba: se estaban deslizando por un fangoso pasaje entre altos edificios. Las ventanas situadas sobre su cabeza estaban enmarcadas en piedra, con oxidados barrotes de hierro; los huecos donde había caído el yeso dejaban el ladrillo al descubierto. Aquí y allá, la colada colgaba fláccidamente de cuerdas tendidas a través del canal. Palieski se preguntó cómo podría secarse. Se puso la chaqueta a través del pecho y se volvió hacia la pequeña ventana situada a sus espaldas.

– Brrr. ¿Pensione Inghilterra?

– Sí, sí. Pensione -dijo el gondolero sacudiendo la barbilla.

– ¿Inghilterra? -Una duda se había instalado en la mente de Palieski-. ¿Pensione Inghilterra?

Pero la pregunta de Palieski estaba destinada a no ser respondida, porque en aquel momento el gondolero, vaciló, mirando fijamente al agua.

– Sacramento! -gruñó-. ¡Un hombre!

Capítulo 9

Había sido un hombre, sin duda: la imagen aún persistía en la mente de Palieski cuando se sentó en su apartamento de la Pensione Inghilterra, observando la luz reflejada por las ondas del agua en la fachada del edificio opuesto. Giró la cabeza. Involuntariamente vio de nuevo la greña de oscuro cabello y la masa, bulbosa, de la cara del hombre muerto deslizándose bajo la superficie. El barquero, empujando con su remo, había llevado el cadáver en medio de una agitación de burbujas, guiándolo hacia el muelle más cercano. Palieski no se había quedado para ver más.

Tomó un sorbo de té. Casi no estaba caliente y con un estremecimiento de disgusto se puso de pie, cruzó la habitación y vació su taza por la ventana. Lo oyó caer chapoteando en el agua.

Dejó la taza otra vez en su platillo y tiró de la campanilla.

– Tomaseo -le dijo al criado-. Voy a salir.

En el Florian's, pidió vino y un plato de polenta que llegó cubierta en exceso de cebollas y anchoas, y mejoró un tanto su humor. Pidió una grapa. Estaba hambriento, sediento y trastornado por aquel horrible e inesperado cadáver flotando en el agua. ¿Quién sabe cómo había llegado allí el pobre desgraciado? Resbalando en un escalón en la oscuridad, tal vez. Una cosa se podía decir sobre Venecia: nunca des un paseo por la calle.

Se inclinó hacia atrás y empezó a examinar la plaza por primera vez. En un extremo, más allá de la enorme torre que le recordaba, una vez más, a Cracovia, se levantaba una achaparrada iglesia, como un cerdo en celo. Las arcadas que delimitaban la piazza por tres de sus partes eran bastante bellas. Las palomas retornaban a sus nidos por el crepúsculo; pequeñas brasas iban brotando al otro lado, y el aire había empezado a llenarse del perfume de castañas asadas. Eran las nueve pasadas.

– Permesso?

El hombre tenía su mano sobre el respaldo de una silla. Palieski enarcó una ceja y se encogió de hombros.