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Aquel grito… ¿era realmente el sonido de una mujer afligida?

¿O el sonido del peligro ?

Después del grito, silencio.

El corredor estaba oscuro como boca de lobo. Yashim se abrió camino palpando la pared. Llegó a una puerta y la cruzó. La siguiente, la abrió. Una luz a franjas se filtraba a través de los postigos sobre la cama doselada, de la que colgaba un oscuro drapeado; la habitación tenía un aspecto enorme y vacío.

Se disponía a cerrar la puerta, cuando un largo gruñido hizo que el cabello se le erizara en la nuca.

Dio un paso para entrar en la habitación, deseando tener una vela. Y una forma blanca se lanzó a través del aire, proyectándolo hacia atrás, contra la pared.

Sintió que un suave cabello le azotaba la cara, y que unas uñas duras rasgaban su pecho.

Ella lo mordió como un animal salvaje, en el cuello, en la mejilla, arañándole el pecho y los hombros.

Yashim aplicó una mano bajo su barbilla y empujó a la mujer hacia atrás. Notó el sabor de la sangre en su propio labio.

Carla se tambaleó hacia atrás, y luego volvió a lanzarse hacia delante, sollozando y mordiendo.

Yashim la agarró por los brazos y trató de obligarla a bajarlos. Ella forcejeó, intentando deshacer su presa, arrastrándolo hacia la cama.

Entonces él se subió encima de ella, cogiéndole los brazos por encima de la cabeza. Las caderas de la mujer se retorcieron bajo él.

Ella le escupió en la cara.

Yashim sacudió la cabeza. Furioso, arrancó una cuerda de la columna más cercana y la enrolló en torno de las muñecas de la dama. Ésta se retorcía bajo su presa, y consiguió casi quitárselo de encima, de manera que Yashim cambió su peso más arriba de su cuerpo. Las piernas de Carla golpearon furiosamente la cama.

Con gran esfuerzo, movió los brazos de la mujer a través de la cama, acercando sus muñecas al pilar. Cuando se inclinaba sobre ella para atárselas, Carla sacudió bruscamente la cabeza, intentando morderlo.

La mujer tiró luego furiosamente de la cuerda con sus brazos, tratando de soltarse.

De un salto, Yashim estuvo fuera de la cama, y se quedó allí de pie, jadeando.

La cuerda resistió.

Carla jadeó, buscando aire. Y, entre jadeos, empezó a reír.

Yashim cerró los ojos; su pecho palpitaba.

Ella pensaba que había ganado.

Yashim sintió un arrebato de ira. Si ella había ganado, él había perdido.

«Déjalo estar -se dijo a sí mismo-. Déjalo estar.»

Su jadeo cesó.

Y algo frío, y muy fino, se deslizó debajo de la oreja de Yashim, y una voz susurró en ésta suavemente:

– Tesekur ederim.

Capítulo 97

Pasaron unos segundos.

Yashim supuso que Carla se había vuelto a reír.

Estaba muy quieto, ahora. Sentía la hoja bajo su oreja.

Pero sólo una idea corría por su mente como un toque de tambor.

Tesekur ederim significaba «gracias» en turco.

Yashim sintió que se tensaba su estómago, al igual que sus hombros.

E hizo la tijera. Dio un paso adelante, sus hombros se bajaron y se dobló por la cintura.

Intuyó, más que sintió, la hoja introduciéndose en la blanda piel detrás de su oreja.

Bruscamente, dio una patada hacia atrás.

Tenía la esperanza de que el tártaro hubiera perdido forma. Matar venecianos era como cazar pájaros con liga.

Su pie impactó, pero no con dureza: al siguiente momento, el tártaro había hecho presa en su tobillo. Con la mano izquierda… Yashim dio un tirón, se impulsó hacia delante y se dio de bruces contra la cama.

Apoyándose con ambas manos sobre el colchón, se lanzó hacia atrás.

El tártaro lo esquivó fácilmente, pero ahora Yashim se encontraba a su espalda. Cuando el tártaro giró en redondo, Yashim lanzó un puño y luego el otro. El protuberante nudillo de su dedo medio se hundió en la mejilla del tártaro.

El tártaro lo cogió por el cogote. Yashim sintió que se ahogaba, y se agitó a ciegas. Entonces el tártaro lo agarró por el cinturón y con un gruñido lo proyectó por el aire… Yashim levantó las manos y los postigos estallaron como ramitas podridas.

Pero Yashim estaba ya retorciéndose mientras volaba. Sus rodillas se doblaron contra el alféizar de la ventana y por un segundo vio que la oscura mole de los edificios se balanceaban. Su cabeza se estrelló contra la pared… En un instante el tártaro lo cogería por los pies y lo echaría por la ventana. Y sería el final de la lucha.

Instintivamente, Yashim tensó las piernas. Con un último esfuerzo, se puso de pie. El tártaro ya estaba en la ventana.

Yashim lo agarró con ambas manos… Pero la inercia fue demasiado débil para hacerlo retroceder. Mientras caía hacia atrás dio nuevamente una patada, y ambos salieron por la ventana y dieron vueltas, el tártaro girando una y otra vez por el aire.

Sólo en Venecia podía alguien sobrevivir a una caída de dos pisos.

El tártaro fue el primero en estrellarse contra el agua. Yashim pareció golpearlo al caer sobre él… Movió frenéticamente las piernas y tosió, mientras subía en busca de aire.

Daba patadas, presa del pánico. El tártaro seguía bajo el agua.

Yashim nadó con rapidez hacia la seguridad de la pared del palazzo-, y allí, al débil resplandor de la farola sobre el agua, vio que el tártaro salía a la superficie, a diez metros de distancia.

Estaba alejándose a nado, canal arriba.

El deseo de Yashim era más bien dejarlo escapar.

Se secó la boca con los dedos, y notó el sabor de la sangre.

Con su otra mano buscó el cuchillo. El cuchillo que Malakian le había regalado por una monedita. El cuchillo de cocina.

Un cuchillo que un cazador podía llevar; un cuchillo para despellejar una presa.

El cuchillo que estaba hecho de acero de Damasco.

Yashim se apartó con una patada de la pared, e inició la caza.

Capítulo 98

– ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! -murmuró Palieski. Tenía las botas delante del fuego, y un puñado de dibujos en su regazo.

– ¡Muy bueno! -dijo con entusiasmo, sosteniendo ante sus ojos un dibujo de la choza. Asintió vigorosamente, y su nuevo amigo soltó una risita y se balanceó.

Era más bien como tener un hijo, pensó Palieski.

– Maravilloso volvió a decir, cogiendo un nuevo dibujo del montón-. Maria, ¿has visto lo que nuestro amigo ha hecho?

Maria se acercó y se inclinó sobre su silla. Palieski sintió la redondez de su pecho contra su mejilla.

– Éste -dijo-. Y éste.

Maria dejó escapar un suspiro.

– ¡Increíble! ¡Como un ángel!

– Quizás te gustaría sentarte aquí a contemplarlos todos, Maria…

– Sí, signor… Pero mi madre quiere que barra y limpie la habitación.

– Yo podría barrer.

Maria se rió. Una risa cálida y feliz. Era la primera vez que se reía desde que había vuelto a casa.

– Creo que realmente lo que le gusta es que mires sus dibujos.

Palieski le lanzó una mirada de enfado.

– No creo que él sea tan exigente.

Pero Maria había cogido su escoba y ya estaba barriendo el suelo bajo la mesa.

Palieski suspiró.

– Pero ¡qué hermoso es esto! -dijo, para hacer reír otra vez a Maria. El extraño joven asintió, farfulló algo y sonrió.

Palieski sintió una punzada de remordimiento. Los dibujos de aquel joven eran sublimes; ¡el problema era que hiciera tantos! La lengua siempre en la comisura de la boca, los ojos centelleando, su mano moviéndose con facilidad por la página. Una vez tras otra, el joven había esbozado escenas enteras en unas pocas líneas; la inclinación de la cabeza de una mujer, la atmósfera de una atestada habitación, la curva de la mejilla de un niño. Varias veces, Palieski se había reconocido a sí mismo, con las piernas estiradas y las anchas y elegantes solapas de su chaqueta.