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Para cuando llegó a la cuerda, el tártaro había desaparecido.

Capítulo 101

Yashim se encontró en la boca de un estrecho callejón, interceptado el paso por unas planchas de madera que impedían que los peatones cayeran en el dragado canal.

Se encaramó a la barrera y atisbo en la oscuridad. La habitual luz débil brillaba en el extremo lejano del callejón. Yashim se puso en cuclillas y le pareció que casi podía distinguir el contorno de las fangosas huellas en el pavimento.

En la esquina se detuvo para examinar el suelo, pero las huellas ya no eran visibles. Había al menos tres direcciones que el tártaro podía haber tomado.

Yashim se apoyó contra la pared y trató de pensar.

En alguna parte de la ciudad el asesino tenía un lugar seguro. En alguna parte podía dormir, comer, y salir a voluntad, seguro de no llamar la atención.

Estaría allí ahora: herido y desarmado, necesitado de un sitio para cambiarse de ropa, lavar sus heridas. Los tártaros no eran muy puntillosos sobre la higiene, a diferencia de los turcos, pero sí se ocupaban de un corte sangrante.

Sin embargo, Venecia era una ciudad pobre. Y los pobres son muchos, y tienen ojos.

Distinguirían a un extranjero, incluso a un extranjero cuidadoso. Yashim había pasado algún tiempo en Crimea, la patria de los tártaros. Sabía cómo vivían sobre la silla de montar, con sólo un puñado de carne seca, pero el tártaro tendría que sacar su agua de un pozo en el campo. Así era como estaba constituida Venecia. Algunas ciudades se agrupaban en torno a una ciudadela, pero Venecia se había formado en torno de sus pozos.

A menos que…

El tártaro podía haber hallado un lugar para sacar agua, invisible. Algún lugar con su propio suministro.

Algún lugar donde la gente había vivido una vida casi aislada… segura, retirada, y magnífica.

Yashim torció a la derecha y empezó a retroceder en dirección al Gran Canal.

Capítulo 102

La gata observó al hombre que se lavaba la cara. Éste cogió un trapo y lo empapó en agua; luego se lavó la pierna.

Cuando hubo hecho esto cogió un pedazo de ropa y lo rasgó en tiras.

La gata se puso tensa, arqueando el lomo. Debajo de ella, una carnada de gatitos ciegos buscaba a tientas la cálida leche.

El hombre se ató el trozo de tela en torno de su pierna. La gata podía oler su sangre.

Cuando el hombre se levantó, hizo una mueca de dolor, pero no emitió ningún sonido.

Permaneció en silencio, inmóvil, observando la ventana.

Observando cómo rompía el alba.

Capítulo 103

Cautelosamente, Yashim empujó la puerta.

Sintió que los goznes protestaban contra su peso, pero no emitieron ningún sonido.

Cuando la puerta retrocedía, Yashim dio un paso adelante y se aplastó contra la pared.

Si se equivocaba…

Había dejado a la contessa atada a su propia cama.

Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio el primer resplandor del alba a través de una grieta en una puerta rota.

Al cabo de unos momentos cruzó el vestíbulo, medio agachado, con el cuchillo en la mano, sin hacer sonido alguno en el polvo que cubría el suelo.

Había estado allí antes. El hammam donde María había sido encerrada estaba en la planta baja, a su izquierda, en la parte trasera del viejo y enorme edificio. Allí el techo estaba hundido, con listones rotos que se desprendían; el piso, arriba, estaba probablemente podrido. Pero la contessa había subido a la partida de Eletro.

A través de un resquicio de la puerta miró hacia arriba, al cielo. Carla había mencionado un patio central, y si bien eso no era típico de un palazzo veneciano, era exactamente lo que Yashim habría esperado de un han otomano. El patio, hasta donde podía ver, estaba atiborrado de montones de plantas… algunos árboles, una enorme higuera, y una maraña de zarzas que habían crecido en el empedrado. Estaría rodeado de almacenes, donde las mercancías de los comerciantes serían guardadas, lugares húmedos y muy oscuros. El Fondaco dei Turchi carecía casi totalmente de ventanas. En la planta baja no había ninguna en absoluto. Por encima, sólo una o dos pequeñas aberturas a cada lado. Los otomanos habían querido un capullo seguro… a salvo de ladrones, a salvo de infieles.

Un lugar perfecto para ocultarse.

Cerró los ojos y trató de imaginarse la parte delantera del Fondaco, tal como lo había visto desde la ventana de la contessa. En el canal, un pequeño muelle, a medio construir; tras él, más o menos unos ocho arcos de columnas formaban una galería. Una fila de columnas más cortas encima formaba una logia que, como la arcada inferior, corría casi a lo largo de toda la fachada, aunque a cada lado, en ambos pisos, tres o cuatro arcos habían sido tapiados.

En la sala o salas de la logia habría luz; pero cualquiera que estuviera en ellas sería invisible desde el canal.

La puerta estaba completamente atascada, de manera que siguió su camino palpando a través de las habitaciones de la planta baja, hasta llegar a una abertura baja que daba al patio. Sacó las piernas por encima del alféizar y se dejó caer en una galería abierta, llena de baúles rotos, fardos de paja en putrefacción, cajas y barriles vacíos; los restos de un comercio abandonado.

Se preguntó dónde estaría el tártaro. Esperaba que se encontrara en algún lugar sobre su cabeza… quizás donde la contessa y sus amigos habían jugado, en unas habitaciones que daban al Gran Canal.

Cautelosamente, empezó a abrirse camino a lo largo de la arcada, manteniéndose en las sombras más espesas, aprovechando cualquier cobertura que la basura a su alrededor pudiera proporcionarle. Al final de la galería tenía que salir al aire libre, para llegar al pórtico que él suponía que lo conduciría a las escaleras.

Se agachó y corrió rápidamente a través de la arcada, deslizándose con la espalda pegada a la pared hasta el pie de las escaleras, donde se detuvo a escuchar.

Cruzó hasta la otra pared y empezó a subir por las escaleras, forzando sus ojos bajo la media luz.

Trató de no pensar en que podía haberse equivocado. En vez de ello, se concentró en su instinto, que le decía que el asesino estaba esperando sobre su cabeza, detrás de la puerta que daba a la gran sala donde el propio sultán había jugado a las cartas.

Nuevamente se detuvo y escuchó.

Algo que la contessa le había dicho se abrió paso en su mente… pero luego se esfumó al llegar al recodo de la escalera y encontrarse junto a una fila de ventanas sin cristales separadas por esbeltas columnas. Se habían detenido allí, el sultán y sus amigos, para contemplar las luces del patio.

No había luces ahora, cuando Yashim se acercó poco a poco a la ventana; pero, a través de los árboles y las malas hierbas, la incipiente aurora revelaba franjas de piedra más clara en el oscuro pavimento del patio, dejando entrever el esquema que él ya conocía tan bien.

Echó la cabeza hacia atrás. La oscura presencia de un portal se alzaba encima, pero resultaba imposible ver si la puerta estaba abierta o cerrada. Yashim permaneció quieto, inseguro de si debía seguir adelante o retroceder. La puerta debía de estar cerrada, pensó. De lo contrario, recibiría luz por detrás, aunque débil, de la que iba brillando cada vez más en el Gran Canal.

Fue un gato, o, como le pareció momentáneamente a Yashim, el fantasma de un gato, lo que le salvó la vida. Porque cuando se materializó vagamente e inexplicablemente en la puerta, Yashim finalmente recordó lo que la contessa le había dicho.

Lo que, a la media luz, parecía una puerta cerrada en lo alto de las escaleras era sólo una cortina que colgaba del dintel.