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Algo crujió como un cerrojo de fusil, y la barcaza dio un bandazo.

Las aguas penetraron impetuosamente por la popa. Lo barrieron todo hasta llegar bajo el timón, cogieron la embarcación y la levantaron, y cuando ésta empezaba a alzarse se produjo un estremecimiento a lo largo del casco.

La plancha central de la barrera se partió en dos. La carga de la barcaza cayó repentinamente unos cuantos centímetros. La viga transversal, debajo, se curvó, luego estalló por sus rebajes, y mientras la proa de la barcaza atravesaba la barrera Yashim levantó la cabeza.

Vio al tártaro, de pie en el canal, con el agua hasta las rodillas.

Lo vio mirando fijamente hacia arriba, con la mirada vacía, mientras el agua empezaba a entrar a raudales a través de la destrozada compuerta.

El agua llegaba a chorros por cada lado de la quilla de la barcaza, como dos alas verdes, lamiendo las paredes, arrastrando con ella montones de leña destrozada que golpeaban contra las paredes como unos objetos de mimbre, sin peso, y luego se arremolinaban hacia dentro, yendo a estrellarse en el lecho del canal, formando un enorme penacho de espuma y barro.

La furiosa avalancha avanzó hasta el otro extremo del canal, se aplastó contra el cajón y ascendió en el aire.

Yashim se sujetaba al borde de su plancha, agarrándose desesperadamente.

Con mucha lentitud, como una mujer gorda que se introdujera cuidadosamente en una bañera, la barcaza siguió avanzando con un crujido. Cuando la resaca retrocedió, se enfrentó a una nueva ola y entonces, como si alguien la hubiera golpeado ligeramente en la grupa, la barcaza se deslizó de repente e inofensivamente en el canal.

El hombre de la proa se levantó, con manos temblorosas.

Yashim quitó los dedos de la plancha. Cuando miró a su alrededor, vio al otro remero en el agua del Gran Canal, aferrándose a su remo.

El timonel miró hacia atrás, y luego a Yashim. Estaba blanco como el papel.

– Paolo… -dijo meneando la cabeza-. Nunca se entera de nada.

Capítulo 105

Yashim encontró a la contessa durmiendo, todavía atada a la cama.

Soltó las cuerdas con facilidad, y ella se dio la vuelta, sin dejar de dormir, llevándose las manos al pecho. Yashim levantó las sábanas y las extendió sobre ella.

De vuelta a su habitación, Yashim se miró al espejo. El timonel tenía razón: no parecía el pachá. Su aspecto casi no era humano. Había perdido el turbante, y el cabello estaba rígido por el barro que le empapaba el rostro, cuello y ropas. Su camisa estaba rota hasta la cintura. La sangre se había secado en una de sus mejillas, y los ojos tenían un aspecto anormalmente blanco.

Se quitó las ropas mojadas y se lavó la cara y las manos en la palangana, coloreando el agua de un gris fangoso. Se limpió con una toalla húmeda, temblando, deseando que los venecianos, entre todos sus robos y adopciones de las costumbres de Estambul, hubieran elegido el hammam. Sentía como si el putrefacto cieno de los canales se hubiera filtrado por todos los poros de su piel, y el frío, también. Lo que necesitaba ahora era agua caliente ilimitada y un hombre que lo masajeara. Se puso una muda limpia, y ropas secas, y de algún modo se sintió recuperado.

De vuelta al salón se quedó largo rato ante la ventana, contemplando el denso tráfico del Gran Canal. Escuchando el sonido de las campanas y pensando sobre el hombre al que había matado.

Capítulo 106

Las campanas de San Sebastiano estaban sonando cuando la signora Contarini salía de casa con su mejor toca. Su marido había cedido gustosamente el brazo de la mujer a Stanislaw Palieski, que caminaba solemnemente a su lado. Tras ellos venía Maria, sosteniendo al muchacho mudo de una mano y a una hermanita de la otra. Su hermano la seguía con dos niños.

Los Contarini iban a misa.

– El chico loco debería venir -había decidido la signora-. ¿Por qué no? Es un cristiano, ¿verdad?

– ¿Y cómo puede usted afirmarlo, signora? -le replicó Palieski-. Podría ser un moro, como Yashim.

Ella negó con la cabeza vigorosamente.

– Créame, signor, es un cristiano. Como espero que lo sea usted, signor.

El chico permaneció tranquilo hasta llegar a la iglesia, momento en que empezó a emitir grititos, dando golpecitos a la puerta con las manos y asintiendo amistosamente. Algunos feligreses se quedaron mirándolo fijamente, pero la signora Contarini mantuvo levantada la barbilla y acompañó majestuosamente a su séquito al interior, donde tuvieron cierta dificultad para mantener al chico sentado en el banco. Parecía querer ir por ahí tocando todas las paredes y cosas de la iglesia. Sólo cuando entró el padre Andrea se quedó quieto el muchacho, su cabeza, que lucía una barba incipiente, inclinada en actitud maravillada ante los ademanes del cura.

Cuando se acercaba la comunión, la signora se mostró un poco agitada.

– El chico debe quedarse con los niños -siseó.

Se acercaron arrastrando los pies a la barandilla del altar. Palieski se arrodilló entre la signora Contarini y Maria para recibir la hostia.

– In nomine patris et filii et spiritus sancti.

– Amén.

Palieski levantó la oblea hasta su boca.

Maria le dio un codazo. La signora estaba metiéndose la hostia en la boca, y más allá estaba arrodillado el mudito.

Palieski miró de reojo. La cara del muchacho estaba transfigurada por una expresión de… ¿qué exactamente? Era la expresión de un apóstol en una Asunción medieval. ¿Asombro? ¿Miedo?

La signora Contarini meneó la cabeza con impaciencia al ver al muchacho.

– In nomine patris et filii et spiritus sancti -murmuró el padre Andrea, sosteniendo en lo alto la hostia.

El muchacho alargó la mano. Cogió la mano del cura en la suya, y la llevó a su mejilla.

El padre Andrea murmuró una bendición. Hizo un movimiento para irse, pero el chico no parecía decidido a soltarlo.

Cuando él se inclinó para decir algo al oído del muchacho, Palieski vio una expresión de confusión en su rostro. Luego desapareció el color de sus mejillas.

Capítulo 107

Desgreñada por el sueño y con un aspecto más adorable que nunca, Carla entró en el salón, encontrando a Yashim dormido, la frente apoyada en el cristal de la ventana.

Ella lanzó un gritito de sorpresa, y Yashim abrió los ojos. La mujer iba vestida con su camisón, bajo una larga bata bordada cuyas mangas estaban cortadas a la altura del codo.

– Pensaba que habías muerto -susurró ella.

– Eso le pasó al otro -respondió Yashim, frotándose los ojos-. Había venido a matarte.

Ella le cogió las manos.

– Dime lo que pasó.

Él se lo contó, casi de mala gana, y cuando hubo acabado, ella dijo:

– Ayer pensaba que tú habías venido a matarme, Yashim. En vez de eso, me salvaste la vida.

– ¿Me venderás el Bellini?

– ¿A ti?

– Al sultán.

Ella se irguió en toda su estatura.

– El dinero, comprendes… no es para mí.

– No lo pensaba.

– No, claro que no. -Carla se inclinó y lo besó suavemente en los labios. Pero quería que tú estuvieras seguro. En Venecia, Yashim, el honor es todo lo que queda.

Entonces se abrió la puerta, y entraron dos soldados de blanca chaqueta.

Tras ellos venía el sargento Vosper, y finalmente, a duras penas embutido en su uniforme, el propio Stadtmeister.

Se detuvo bruscamente en la puerta.

– Contessa?

Hizo una inclinación y entrechocó los talones.

– Lamento entrometerme en su casa, contessa, de esta manera. Pero se trata de una cuestión de urgencia.