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Capítulo 114

El Bósforo parpadeaba bajo el intenso calor del verano. En la orilla de Pera del Cuerno de Oro, donde antaño el plátano había extendido su agradable sombra, la luz solar rebotaba en los cascotes del roto pavimento. Al otro lado del Cuerno, los patios y las mezquitas estaban llenos; la gente se acurrucaba junto a las paredes y se movía perezosamente arriba y abajo entre las arcadas y las fuentes.

Delante del Palacio de Topkapi, Yashim se detuvo al lado de una fuente cuyos sobresalientes aleros decorados con volutas creaban una agradable franja de sombra. Dejó un libro y un pequeño paquete sobre el banco de piedra, y se lavó la cara y las manos bajo el grifo. Luego cruzó la puerta principal del Palacio de Topkapi entrando en el Primer Patio.

Había más gente allí que de costumbre, ahora que la corte otomana se había mudado a un nuevo palacio de estilo europeo en el Bósforo. Venían en busca de las moteadas sombras de los árboles, bajo los que se sentaban con las piernas cruzadas: hombres mayores con fez y pantalones, dando caladas a largas pipas, hombres más jóvenes con sus esposas envueltas en el chal, observando cómo sus hijos correteaban entre el polvo.

Yashim cruzó el patio y llegó a la Gran Puerta, a la que llamó.

Un soñoliento alabardero abrió un portillo.

– Yashim lala, para ver a la Valide del sultán.

Ya dentro, la casa del guarda estaba fría y oscura. Yashim se dejó caer en un banco de piedra y esperó a que el alabardero regresara.

Pasaron al resplandor del Segundo Patio. En vez de cruzar hasta el rincón del fondo, y la entrada del harén, el alabardero lo acompañó hasta la puerta central y luego a la derecha, hacia el Tesoro.

Yashim encontró a la Valide en el Quiosco Bagdad, repantingada en un diván instalado bajo los arcos.

La mujer sonrió y levantó una mano al verlo; sus brazaletes tintinearon como agua en un arroyo.

– No te escandalices tanto, Yashim -dijo cuando éste se acercaba-. Hay límites en nuestra resistencia.

Yashim sonrió e hizo una reverencia. Los apartamentos de la Valide eran como hornos bajo el calor.

– No se trata del calor, Yashim. Yo nací en él, a fin de cuentas. Es la quietud. Doy gracias al sultán. Él sugirió que viniera aquí.

Dio un golpecito al diván.

– No tengo ni idea de cómo tiene intención de gobernar, y, francamente, soy demasiado vieja para preocuparme. Pero apruebo su consideración.

El Quiosco Bagdad era una de las partes más antiguas del palacio, una caverna medieval abierta a la brisa, con una vista que llegaba hasta el Bósforo.

– No estoy escandalizado, Valide. Sólo encantado de que el sultán…

– ¿Se acuerde de mí? -La mujer arqueó una ceja, mientras Yashim negaba con la cabeza-. Incluso duermo aquí en algunas ocasiones -dijo ella-. Y también disfruto de la vista. Me hace sentirme como un sultán.

Llegó una muchacha que traía una bandeja de refrescantes sorbetes.

– Háblame de Venecia -dijo la Valide.

Yashim casi dejó caer la copa.

– ¿Venecia, Valide?

– ¿Siguen sentándose las mujeres en su alteria en los tejados, para amarillearse el cabello?

Yashim bajó los ojos, perplejo. La visión de la Valide de Venecia era muy diferente de la que había tenido él.

– Le he traído algo.

La mujer abrió el paquete. Dentro, cuidadosamente envuelto en papel de seda, había un par de candelabros. Estaban hechos de una espiral de cristal de Murano rosa, y cada uno tenía una borla de colgantes de colores.

La Valide los examinó cuidadosamente.

– Muy bonitos, Yashim.

Éste se sintió satisfecho. La Valide nunca se mostraba generosa en el elogio.

– Me habría gustado haber visto Venecia -continuó-. Pero quizás está muy fea ahora…

– Es hermosa, Valide. Pero es pobre.

La Valide levantó un brazo lleno de brazaletes hasta la balaustrada y giró la cabeza. Su perfil era extraordinariamente nítido.

– Estambul podría volverse pobre algún día. ¿Quién sabe?

– Yo siento lo mismo, Valide -reconoció Yashim-. Siempre comemos del mismo plato.

– Supongo que tienes razón. Cuando el amo ha cenado, el sirviente limpia su plato. -Miró a Yashim-. Quizás por eso el sultán vino aquí la semana pasada. Para hablar de Venecia.

Yashim sintió que se sonrojaba.

La Valide levantó la barbilla.

– Antiguamente, Yashim, el sultán abandonaba sus dominios sólo en tiempo de guerra… para conquistar. Pero esa época ha pasado. Abdülmecid es joven, Yashim. No ha vivido en el mundo. Y él lo sabe. Creo que lo lamenta.

«Pero ha vivido en el mundo más de lo que la Valide podría suponer», reflexionó Yashim.

– Viene a verme porque piensa que yo conozco Europa. Y yo no lo desanimo.

– Usted… ha viajado, Valide.

– Podrías llamarlo viajar, Yashim. Ciertamente he conocido a algunos hombres interesantes. -Una sonrisa se paseó por sus labios-. Amenacé al bey de Argel con la venganza de la marina francesa. Más tarde, le tiré de la barba. Yo era demasiado joven.

Yashim sonrió. El bey había enviado a su cautiva a Estambul, como un regalo para el sultán. Quizás no le gustaba que le tiraran de la barba.

– Pero Abdülmecid tiene menos experiencia -continuó la Valide-. Le he alentado a leer más francés.

Yashim recordaba el Dumas.

– He traído esto, Valide. Alí Pacha, de Dumas.

Ella lo cogió con una sonrisita.

– No creo que sea totalmente adecuado para el padishah.

– No -reconoció Yashim.

Capítulo 115

Antes de abandonar el palacio, Yashim cruzó el Tercer Patio y entró en los archivos, donde se albergaban los vastos documentos de la burocracia que había gobernado millones de vidas durante siglos.

Se pasó una hora examinando un elaborado índice, rechazando todas las ofertas de ayuda hasta que encontró el volumen que deseaba.

Un bibliotecario desapareció entre los enormes estantes, atestados de volúmenes de correspondencia, e informes, rollos antiguos, edictos imperiales.

– Los registros que usted solicita todavía no han sido encuadernados. -El bibliotecario agitó las manos, excusándose-. Nos los acaban de entregar.

– Me gustaría verlos, de todos modos.

El bibliotecario frunció el ceño.

– Va contra las reglas mostrar archivos no encuadernados.

Yashim esperó.

– No puede usted sacarlos, effendi.

– Los examinaré delante de usted, si quiere.

El bibliotecario aspiró por la nariz.

– Eso no será necesario -dijo tajantemente.

Unos momentos más tarde, Yashim estaba hojeando un montón de actas diplomáticas.

Le llevó veinte minutos encontrar lo que quería.

Capítulo 116

– ¿Dónde ha estado, effendi? Tiene un yali en la costa ahora, pienso, como un gran pachá, ¿verdad?

Yashim sonrió, y movió negativamente la cabeza.

– He estado fuera, Giorgos.

El griego se rascó el pecho.

– Hace demasiado calor aquí, effendi.

Giorgos agarró un cubo y se paseó por las pilas de espinacas y las pirámides de pequeños pepinos, rodándolos con agua fría. Cuando hubo terminado se frotó sus manos húmedas contra el rostro.

– Hoy no está ocupado, effendi.

Cogió una docena más o menos de alcachofas, una por una, y las fue colocando en sus balanzas. No eran mayores que su dedo pulgar.

– Algunos tomates. Algunos ajos. Berenjenas… Aquí. -Cogió cuatro grandes berenjenas y las pesó. Cuidadosamente lo colocó todo en la cesta con sus enormes manos, y metió también un puñado de hierbas: perejil, eneldo y romero, encima.

Hinchó el pecho, agitó los brazos y se apaciguó con un gesto de calma.