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El extraño acercó la silla y se sentó. Apoyó sus antebrazos sobre la mesa.

– Parla italiano? Bien. Mi inglés es malo, signor Brett.

Sus ojos azules miraban francamente a Palieski a la cara. Era un hombre voluminoso, de cincuenta y tantos años, juzgó Palieski, con una hermosa cabeza de negro cabello. ¿Cómo diablos sabía su nombre?

– ¿Y usted es, signor…?

– Brunelli. -Alargó la mano-. Commissario Brunelli. Bienvenido a Venecia.

Palieski parpadeó y le estrechó la mano.

– El chico de la Pensione Inghilterra dijo que usted había llegado -explicó Brunelli-. Y yo necesitaba un poco de aire. Y quizás una grapa, también.

Chasqueó los dedos y el camarero se acercó.

– Grapa… due. La polenta es buena aquí, signor Brett.

– Gracias, ya la he comido -replicó Palieski. Miró al commissario con aire dubitativo. Le había dicho al criado que se iba; nada más-. ¿Cómo sabía usted que estaría aquí?

Brunelli se encogió ligeramente de hombros.

– En su primera noche en Venecia, todo el mundo viene al Florian's. O al Quadri's -añadió. El camarero dejó los vasos sobre la mesa. Brunelli tomó un sorbo-. ¿O tal vez ya había estado usted en Venecia antes?

– Es la primera vez que vengo a Venecia, commissario. -Era algún funcionario de policía, evidentemente. Por unos momentos, Palieski se había permitido olvidar que se hallaba en territorio de los Habsburgo.

Vació de un trago su grapa y pidió la cuenta.

– Me excusará usted. Me gustaría caminar un rato.

Brunelli se puso de pie con una ligereza sorprendente en un hombre de su tamaño.

– Deje que pasee un poquito con usted, signor -dijo-. Le mostraré las columnas de San Marco.

Palieski se inclinó rígidamente. La noche era cálida, pero sus manos estaban frías, y podía sentir los latidos de su corazón.

– ¿Estuvo usted en Estambul? -preguntó el commissario de forma casual, mientras paseaban bajo la arcada en dirección a San Marco.

El manifiesto del barco, naturalmente, le habría facilitado su nombre y su puerto de embarque.

– Fui a comprar una estatua -dijo Palieski. Él y Yashim habían preparado esa historia-. Para un coleccionista de Nueva York.

– ¿Y tuvo usted suerte?

– Todavía no. La burocracia otomana es muy lenta.

El policía asintió.

– Aquí ocurre lo mismo. Viena está muy lejos.

Palieski no replicó. Había reconocido, con un sobresalto, a los centinelas, con el característico uniforme gris de los Habsburgo, paseando por delante de los edificios gubernamentales en el otro extremo de la piazza. Habían transcurrido muchos años desde que viera aquel uniforme por primera vez: columnas de soldados en chaquetones grises, marchando por la nieve. Viena parecía incómodamente próxima.

– ¿Trata usted en obras de arte, signor Brett? -El commissario suspiró-. ¿Y en Venecia?

– Y en Venecia, sí. Hay mucho que ver.

Se apartaron de delante de la basílica y empezaron a andar hacia el agua.

– Es una extraña idea, signor Brett, que nuestros Tiepolos y Tizianos puedan terminar en la tierra de los castores y los indios salvajes.

– ¿Acaso los ha visto usted en Viena, commissario? -dijo Palieski, tratando de mantener la acidez en su voz, sin lograrlo.

La voz de Brunelli le llegó desde atrás.

– ¡Deténgase donde está!

Palieski se dio la vuelta lentamente.

Brunelli estaba meneando la cabeza.

– Las columnas -dijo-. Trae muy mala suerte pasar entre ellas.

– ¿Entre ellas? -repitió Palieski-. ¿Por qué?

Brunelli sonrió.

– Venecia es una vieja ciudad, signor Brett. No es como Nueva York.

Palieski levantó la mirada hacia las columnas. No hacían juego. Una era de un gris-verdoso, y la otra de granito rojo. En la cima de la columna verde, se alzaba un pequeño león alado, el símbolo de San Mateo, el santo patrón de Venecia, con una garra reposando sobre un libro abierto.

– En el pasado -explicó Brunelli-, aquí es donde ejecutaban a nuestros criminales y traidores. Sus cabezas se colgaban en esa columna de ahí, junto a la entrada de la iglesia, hasta que empezaban a heder.

Rodearon las columnas y se dirigieron al muelle.

– La República fue liquidada cuando yo tenía tres años -añadió Brunelli-. Muchas personas -mi familia entre ellas- tenían grandes esperanzas en Napoleón. Al final, él destruyó algunas iglesias y robó varios de nuestros tesoros.

– Tesoros, quizás, que los venecianos habían robado a otros.

– Sí -dijo Brunelli suavemente-. Quizás eso es exactamente lo que quiero decir. Nosotros robamos, y nos roban. Ése es el gran juego de la historia, signor Brett. Se representa sobre nuestras cabezas… Como una reunión de los dioses, pintado en un techo por Tiepolo.

– Dejó escapar un suspiro, como un silbido-. Puede ser diferente en América, desde luego.

Sopló sobre sus manos para refrescarlas.

– Mientras tanto, el pueblo sigue necesitando justicia… y protección.

Brunelli giró la cabeza y miró hacia la isla de La Giudecca, al otro lado de las oscuras aguas.

– Esta mañana -dijo Palieski- he visto un cuerpo en el canal.

– Sí. De eso venía a hablar con usted.

Palieski había creído que se encontraba en una ciudad del norte; pero este Brunelli practicaba la esgrima verbal como un turco.

– Pensaba que había venido a comprobar mi bona fides.

Brunelli asintió.

– Por eso fui enviado. No es lo mismo.

– Ya veo. ¿Cree usted que yo conocía a aquel hombre?

– ¿Es así?

– No conozco a un alma en Venecia. Excepto ahora, a usted, commissario. Pero el cuerpo… estaba bastante descompuesto.

– Por desgracia, así es. Pero usted no estaba allí cuando yo llegué.

Palieski frunció el ceño.

– No era asunto mío. Y otro gondolero se ofreció a llevarme a la pensione.

– No hay problema -aseguró Brunelli-. Yo sólo deseaba preguntar. Ya ve, el muerto era un tratante de arte, como usted. Lo habían estrangulado.

Sus lúgubres rasgos se suavizaron.

– Bueno, bueno, signor Brett. -Le dio un golpecito en el brazo-. Espero que disfrute usted de su estancia en Venecia.

Palieski se entretuvo junto al agua, contemplando las luces de La Giudecca y al último de los pescadores regresando de la laguna. Luego se dio la vuelta y desanduvo lo andado hasta la pensione.

El regreso le llevó más tiempo del que había pensado. Varias veces tuvo que retroceder cuando el callejón que seguía terminaba en un tramo de gastados escalones que descendían a un pequeño canal. Empezó a desear haber alquilado una góndola en la piazza. Deambuló por un callejón tras otro, casi a ciegas. La luz, cuando la había, procedía de velas votivas que flameaban en sus pequeños nichos encima de oscuros portales, así como la ocasional lámpara de aceite fijada a una pared allí donde se juntaban dos callejones. Nada -y todo- parecía familiar. No tenía ni idea de cuánto se había alejado de su camino cuando una débil luz allí delante le reveló la entrada de la pensione. Se lanzó hacia la casa sintiendo una oleada de alivio.

Estaba ya en las escaleras cuando un lacayo se presentó de pronto ante él y le tendió un pequeño sobre, dirigido al signor Brett. Sorprendido, Palieski lo abrió y sacó una tarjeta con el nombre de Antonio Ruggerio impreso en la cabecera. En la parte de atrás había una breve nota.