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A. Ruggerio presenta sus cumplidos y tendrá el placer de visitar al signor Brett mañana a las diez de la mañana.

Palieski soltó un gruñido:

– ¿Ruggerio? ¿Quién es ese hombre?

El lacayo extendió las manos.

– El signor Ruggerio es un amigo de los visitantes de Venecia, signor. Estoy seguro de que le gustará mucho.

– ¿De veras? -dijo Palieski, y le deseó buenas noches al hombre.

– Buenas noches, signor. Espero que disfrute usted de su estancia en Venecia.

Palieski ya había oído esa frase antes.

– Yo también -murmuró, mientras subía por las escaleras-. Yo también.

Capítulo 10

Venecia dormía, acurrucada en su laguna como un gato en una cesta. Antaño había sido el león de los mares, pero ahora le habían arrancado sus garras. Para sus amos austríacos era meramente una fruslería, un lugar apartado en descomposición, con un ilustre pasado y una población resentida.

Hacía mucho rato que se había alzado el alba en la laguna cuando Antonio Ruggerio bajó de un salto de su góndola alquilada y entró en la compuerta de la Pensione Inghilterra. Era bajito, moreno e iba muy bien vestido, con una flor en su ojal y un par de guantes blancos en su mano izquierda. En la otra llevaba un fajo de papeles en una carpeta de piel.

Subió por las escaleras sin perder el ritmo de su zancada. Ya en la puerta del apartamento de Palieski, se alisó la chaqueta y deslizó una mano por su lustroso y negro cabello; luego llamó.

– ¡Signor Brett! Bienvenido a Venecia. -Tomó la mano de Palieski con las dos suyas, y la sacudió entusiásticamente-. Me presentaré: Antonio Ruggerio. Espero que se encuentre usted confortablemente en la Inghilterra.

Los ojos de Ruggerio barrieron la habitación. La conocía demasiado bien para entretenerse en los muebles rococó o la alfombra de Axminster decorada con un motivo oriental. Lo que le interesaba -lo que él analizaba, casi como si fuese una ciencia- era el pequeño número de posesiones personales que el viajero americano había aportado a la familiar escena. Una buena maleta; el pulido baúl de viaje con floridas cantoneras de latón; el cepillo de marfil para el cabello sobre el tocador y un sombrero de copa y un bastón magníficos.

– Bastante confortable -dijo cautelosamente Palieski.

– Está usted aquí, signor Brett, en la mejor época del año en Venecia -dijo Ruggerio con una teatral aspiración: era un perfume delicioso, el olor del dinero. No mentía si podía evitarlo: para un visitante acaudalado cualquier época era la mejor de Venecia.

– ¿Cuáles son sus planes? ¿Adonde quiere ir? ¿A la Salute? ¿A San Marco? ¡Ah, estar por primera vez en Venecia! Signor Brett, ¿sabe qué? ¡Yo, Antonio Ruggerio, lo envidio! Es verdad, los Ruggerio (habrá usted oído nuestro nombre, una antigua familia aristocrática de Venecia; entre caballeros no necesito decir más) han disfrutado de todos los placeres de esta ciudad… Excepto ése. ¿Conoce usted a nuestro pequeño Tiepolino? Se lo presentaré. Y a Tiziano, también… Lo llaman ustedes Titian. ¡Qué perspectiva, signor! ¡Para un hombre como usted, en pleno vigor, venir a Venecia por primera vez! Me siento tan orgulloso… y tan feliz, por usted. -Se inclinó con una rapidez casi cómica-. ¿Ha desayunado usted?

– ¿Desayunado? Yo…

El hombrecillo agitó el dedo.

– Lo sé, lo sé. Un desayuno de pensione… un panecillo, un café aguado, e basta? Vamos. Le mostraré cómo debería comer un hombre en esta ciudad. -Hizo una reverencia-. Su sombrero. Su bastón. Mi góndola está abajo. Iremos al Rialto. Como Shakespeare. Vamos.

Palieski había adoptado la personalidad de un norteamericano, pero no era una persona matutina. Ligeramente deslumbrado por el torrente de palabras y entusiasmo, cogió su sombrero y su bastón, y siguió al hombre escaleras abajo, hasta la embarcación de Ruggerio.

Todo el camino hasta el Puente de Rialto, sentado frente a él en la góndola, Ruggerio irradiaba buena disposición y camaradería, rebosando estadísticas, viejos cotilleos y un poco de información turística. El gondolero, cumpliendo sus órdenes, cantaba diversas versiones de una vieja canción mientras remontaba a remo el Gran Canal.

– Canta acerca de una mujer -explicó Ruggerio, de forma completamente superflua le pareció a Palieski, quien suponía que la mayor parte de las canciones trataban de mujeres-. Es la Reina de Chipre, Caterina… Más tarde veremos su cuadro. De Bellini. No era una mujer hermosa, pero sí grande. Y la pintura es una joya del Renacimiento.

Palieski se había puesto tenso ante la mención de Bellini. Quería hablar, pero su nuevo amigo estaba ya en la ventana señalando a la calle.

– El Palazzo Mocenigo. Byron vivió aquí. Y ése sí era un hombre. Yo lo conocí.

Palieski enarcó una ceja. Ruggerio levantó la mano.

– Soy más viejo de lo que usted piensa… pero Bayron y yo éramos jóvenes en aquellos días. Nadamos juntos muchas, muchas veces. Aquí en el Gran Canal. Mis amigos me decían… estás loco, ¡como Byron! Quizás. Qué hombre más guapo.

Sacó de repente un pañuelo de seda y se sonó. Luego se lo metió otra vez en la manga.

– Cada palazzo tiene una leyenda, signor Brett. Pero debe usted saber por dónde empezar. Me reservo ese placer. Será un día estupendo. Y su alojamiento, también. Nos ocuparemos de eso. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros?

Palieski se estaba acostumbrando cada vez más a los cambios de táctica repentinos de Ruggerio.

– Unas semanas. Un mes.

Ruggerio cerró los ojos y sus manos se balancearon delante de él en éxtasis.

– ¡Un mes! -repitió enfáticamente-. En La Serenísima, un mes es como un día. Pero podemos verlo todo -añadió apresuradamente-. En un mes, usted mismo será casi veneciano. -Se rió-. ¡Y aquí tenemos… el desayuno!

La góndola se deslizó entre unas estacas hundidas en el agua. Ruggerio tendió la mano a Palieski para ayudarlo a bajar al pontón, y luego saltó tras él. Se inclinó un poco más.

– Signor Brett, una propinita al gondolero, si piensa que sería apropiado; el hombre ha cantado, y lo agradecería. No, no, cinco es demasiado… yo le daría tres. Ya verá usted que soy capaz de ofrecerle algún servicio para proteger al viajero inocente, ¡ja, ja!

Se abrió camino impacientemente entre la multitud del mercado, con Palieski a su estela. De vez en cuando Ruggerio se daba la vuelta para comprobar que aquel nuevo amigo americano lo estaba siguiendo mientras circulaban entre los tenderetes, esquivando a mozos que empujaban sus carretillas con estrépito por los adoquines, escabulléndose bajo las arcadas, hasta que Ruggerio se detuvo frente a un pequeño café y se inclinó.

– Mis visitantes siempre se sienten felices aquí -le aseguró a Palieski-. ¡Incluso el duque de Naxos! Es pequeño, pero muy limpio. Vamos.

El café no era nada más que un mostrador de madera sobre el que había alineados platos con pescado frito, pulpos, salamis y aceitunas. No había lugar alguno donde sentarse, pero Ruggerio cogió unos platos y los llevó a una mesita alta, chasqueando los dedos para pedir café.

– ¿Puedo sugerirle un prosecco? Alora, due vini, maestro! -Cogió un poco de pan de una cesta que había sobre el mostrador y sonrió a su huésped.

– Vale… Vino, buena comida, un poco de café ¡y el Rialto en Venecia! ¿No es eso la buena vida, amigo mío?

Palieski tuvo que mostrarse de acuerdo con él. Habían transcurrido muchos años desde que bebiera vino con extraños, a la vista de todo el mundo. La sensación era agradable, aunque peculiar al principio, como la visión de mujeres sin velo escogiendo las verduras o bajando por el canal en una góndola. Muchos europeos venían a Venecia porque ésta les ofrecía -en su imaginación al menos- una visión del Oriente sin ninguno de sus inconvenientes: cúpulas y mosaicos bizantinos, colores intensos, pobreza pintoresca y un aire de licenciosa libertad, confortablemente compensado por una batería familiar de hoteleros que hablaban francés, iglesias católicas y arte del Renacimiento. Estos visitantes, a diferencia del embajador polaco, se veían con frecuencia impactados al ver mujeres que iban, de hecho, veladas, según una costumbre que se remontaba a los tiempos de la influencia bizantina. Pero en el mundo de Palieski todas las mujeres, incluso las cristianas, llevaban velo en la calle; y para él, en Venecia, le parecía que cualquier hombre podía admirar los rasgos de una mujer. Algunas de ellas eran muy hermosas, observó.