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—Quizá no estés tan loco como parecía. Veamos qué pasa ahora.

A otro ratón, le hizo comer el dulce rojo que Morosini no había ingerido, y al cabo de unos instantes el animal también pasó a mejor vida.

—¿Son las golosinas que la princesa Isabelle tenía en su habitación?

—Sí. Eran su debilidad. Comimos unas cuantas cuando éramos pequeños. No me explico cómo podía seguir consiguiéndolas durante la guerra.

—Las hacía traer de Francia, del Midi, y al parecer nunca tuvo dificultades. Deberías traerme el resto. Mientras vas a buscarlas, yo intentaré averiguar de qué han muerto los ratones.

—De acuerdo, pero volveré después de comer, si no Celina va a montarme un escándalo. Como puedes imaginar, me ha preparado un festín. Por cierto, ¿quieres venir a comer conmigo?

—No, gracias. Este asunto me intriga y me ha quitado el apetito.

—Yo tampoco tengo mucha hambre. Ah, se me olvidaba. ¿Me das calomelanos para Celina?

—¿Otra vez? ¡Ni que lo utilizara para hacer pasteles!

No obstante, llenó un frasquito de cloruro mercurioso en polvo.

—Dile a esa glotona redomada que si comiera menos chocolate no necesitaría esto tan a menudo.

Un cuarto de hora más tarde, Morosini, sin hambre y con la cabeza en otra parte, se sentaba a la mesa delante de la fastuosa comida preparada por Celina.

Nada más acabar de comer, dijo, mientras se levantaba de la mesa, que necesitaba caminar un poco y que después iría a visitar a su prima Adriana. Zian debía tener la góndola preparada para las cuatro.

Poco después se encontraba de nuevo, con el resto de los dulces de fruta, en el laboratorio de Guardini. El rostro de este, siempre sereno, había sufrido una curiosa transformación. Tras los brillantes cristales de las gafas, su mirada reflejaba preocupación, y profundos surcos fruncían su frente. Morosini ni siquiera tuvo tiempo de formular una pregunta.

—¿Tienes el resto?

—Aquí está. He hecho dos paquetes, uno con los que había en el armario y otro con los que quedaban en la bombonera.

Dos ratones fueron invitados a lo que podía ser su última comida, pero sólo uno murió: el que había comido un dulce procedente de la pequeña bombonera.

—Yo creo que la prueba es concluyente —dijo el farmacéutico, quitándose las gafas para limpiarlas—. El dulce contiene hioscina, un alcaloide que los farmacéuticos apenas utilizan, y como no puede haber venido solo, es preciso que alguien lo haya puesto. ¿No te encuentras bien?

Aldo, que se había quedado de pronto muy pálido, buscaba el apoyo de una silla. Sin responder, se cogió la cabeza con las manos para tratar de ocultar las lágrimas. Pese a los temores todavía vagos que sentía, en el fondo de sí mismo había algo que se negaba a creer que hubieran querido hacer daño a su madre. Todo su ser se rebelaba ante la evidencia. ¿Cómo admitir que alguien hubiera planeado fríamente la muerte de una mujer inocente y buena? En el alma herida del hijo, la pena se mezclaba con el horror y con una cólera que amenazaba con destruirlo todo si no la dominaba.

Franco guardaba silencio por respeto al dolor de su amigo. Al cabo de un momento, Morosini apartó las manos y dejó ver sin vergüenza sus ojos enrojecidos.

—Eso significa que la mataron, ¿verdad?

—Sin ninguna duda. La verdad es que la brutalidad de la parada cardiaca diagnosticada por el médico me desconcertó, ahora puedo decírtelo. Para mí, que conocía bien su estado de salud, resultaba bastante inexplicable, pero a veces la naturaleza reserva sorpresas todavía mayores. Lo que no comprendo es la razón de un acto tan odioso.

—Me temo que yo sí conozco la razón: asesinaron a mi madre para robarle. Se trata de un secreto de familia, pero ahora está bastante devaluado.

Sin más rodeos, contó la historia del zafiro histórico, continuó hablando de su esperanza de rehacer un poco su fortuna gracias a él y finalmente de cómo había descubierto la desaparición de la joya.

—Es una explicación, pero plantea otro interrogante: ¿quién?

—No tengo ni idea. Desde que me incorporé al ejército, mi madre apenas salía y sólo recibía a unos pocos íntimos: mi prima Adriana, a quien quería como a una hija…

—¿Se lo has dicho ya?

—Aún no la he visto, Cuando envié un telegrama a Celina anunciando mi llegada, le pedí que no avisara a nadie. No tenía ganas de recibir un montón de pésames en la estación. Si Massaria ha venido esta mañana es porque me vio llegar. Y volviendo a lo que decíamos, no se me ocurre quién pudo cometer el crimen y el robo, porque supongo que los dos hechos están relacionados. Mi madre estaba rodeada de personas de confianza, y salvo las dos chiquillas contratadas por Celina, ya no tenemos servicio.

—En tu ausencia, doña Isabel pudo relacionarse con personas que tú no conocías. Hace tiempo que te fuiste.

—Le preguntaré a Zaccaria después de hacerle prometer que guardará el secreto. Si le dijera a Celina lo que acabamos de descubrir, toda Venecia la oiría clamar venganza, y no tengo ganas de que este drama se difunda.

—¿No vas a informar a la policía?

Morosini sacó un cigarrillo, lo encendió y expulsó algunas largas bocanadas de humo antes de contestar:

—No. Temo que nuestros descubrimientos les parezcan insuficientes.

—¿Y la joya robada? ¿Te parece eso insuficiente?

—No tengo ninguna prueba del robo. Siempre podrían alegar que mi madre la vendió sin decírselo al notario. Era de su propiedad, podía disponer de ella. Sólo una cosa sería convincente para la policía, la autopsia, y me resisto a aceptar que se la practiquen. No quiero que turben su sueño para despedazarla, para… ¡No, no soporto la idea! —bramó.

—Te comprendo. Sin embargo, supongo que querrás encontrar al asesino.

—De eso puedes estar seguro, pero prefiero buscarlo yo mismo. Si cree haber cometido el crimen perfecto, el asesino desconfiará menos.

—¿Por qué no una asesina? El veneno es un arma de mujer.

—Tal vez. De todas formas, él o ella terminarán por bajar la guardia. Y además, antes o después el zafiro aparecerá. Es una joya suntuosa, y si cae en manos de una mujer, no resistirá la tentación de ponérsela. Sí, estoy seguro: la encontraré y me conducirá al criminal, y ese día…

—¿Piensas tomarte la justicia por tu mano?

—¡Sin dudarlo ni un instante! Gracias por tu ayuda, Franco. Te mantendré al corriente.

Una vez en casa, Aldo llevó a Zaccaria a su habitación con el pretexto de que lo ayudara a cambiarse de traje. La revelación de lo que su señor acababa de descubrir supuso un duro golpe para el fiel servidor. Se le cayó la máscara olímpica y dejó correr unas lágrimas que Morosini se apresuró a detener:

—¡Por el amor de Dios, contrólate! Si Celina se da cuenta de que has llorado, no parará de hacerte preguntas, y no quiero que ella se entere.

—Es mejor, tiene razón, pero ¿tiene alguna idea de quién pudo hacerlo?

—Ni la más mínima, y por eso necesito tu ayuda. ¿A quién vio mamá en los últimos tiempos?

Zaccaria hizo memoria y acabó por llegar a la conclusión de que no había ocurrido nada extraordinario. Enumeró a los escasos viejos amigos venecianos con los que la princesa Isabelle jugaba a las cartas o al ajedrez cuando no hablaban de música y de pintura. Había recibido la visita habitual, a finales de verano, de la marquesa de Sommières, madrina de Isabelle y su tía abuela, una septuagenaria de lengua afilada que, con excepción de los tres meses de invierno que pasaba en su mansión parisiense, se dedicaba a viajar de un castillo familiar a una residencia amiga en compañía de una prima lejana, soltera entrada en años y prácticamente reducida a la esclavitud, pero que por nada del mundo hubiera renunciado a una vida confortable. La marquesa, por su parte, quizá no habría soportado mucho tiempo a esa solterona bañada en agua bendita y perfumada con incienso si esta no hubiera demostrado tener un olfato de perro de caza para «detectar» los cotilleos, chismes y pequeños escándalos con que la anciana dama disfrutaba entre copa y copa de champán, su debilidad. En ningún caso se podía sospechar de esa pareja bastante divertida: la marquesa de Sommières adoraba a su ahijada, a quien seguía mimando como en los tiempos en que era una niña.