—Ah —dijo de pronto Zaccaria—, también pasó por aquí lord Killrenan.
—¡Señor! ¿Y de dónde venía?
—De la India o de más lejos, no me acuerdo.
Viejo lobo de mar más apegado a su barco que a sus tierras ancestrales, ese hombrecillo que a duras penas sobrepasada el metro sesenta vivía en el Robert-Bruce mucho más tiempo que en su castillo escocés. A ese egoísta impenitente sólo se le conocía una debilidad: el amor casi religioso que profesaba por la princesa. En cuanto se había enterado de su viudedad, había corrido a poner a sus pies su ilustre apellido, su barco y sus millones, pero la madre de Aldo era incapaz de renunciar al recuerdo de su esposo, al que amaría hasta exhalar el último suspiro.
«Nadie rehace su vida, como tampoco rehace sus vestidos —decía—. Puede seguir poniéndoselos, pero la huella del genio creador ya ha desaparecido.»
Más enamorado de lo que quería admitir, sir Andrew se dio por enterado pero no aceptó su derrota, y cada dos años volvía fielmente para presentar a los pies de su dama sus respetos y sus súplicas, acompañados de un gigantesco ramo de flores y un cesto de especias raras que hacían las delicias de Celina. Sabía que Isabelle no habría aceptado otra cosa.
Este también estaba fuera de toda sospecha.
—La lista de Zaccaria acababa con una pareja de amigos romanos que había ido para asistir a un bautizo.
—Cuanto más lo pienso, menos lo entiendo —dijo Zaccaria—. Es imposible señalar a nadie, y sin embargo, el que perpetró ese crimen odioso debía de conocer bien a la princesa e incluso tener acceso a su dormitorio.
—¿Y el médico que la trataba desde que el suyo se retiró?
—¿El doctor Licci? Sería como sospechar de Celina o de mí. Ese joven es un santo. Para él, el dinero sólo cuenta en función del que puede obtener para sus enfermos. Es el médico de los pobres, y las veces que deja un billete en la esquina de una mesa superan a las que reclama unos honorarios. La princesa le tenía un gran afecto.
Aldo decidió abandonar provisionalmente. Lo que tenía que hacer era visitar a su prima Adriana, la última que había visto viva a doña Isabelle. No es que sospechara de ella, ni mucho menos: era amiga suya desde siempre, casi una hermana, y ya se reprochaba no haber hecho que la informaran de su regreso. Era tan inteligente como bella, una persona muy cercana a su tía Isabelle, y quizás encontrara entre sus recuerdos un detalle, el detalle capaz de encauzar las pesquisas.
—Llévame a casa de la condesa Orseolo —indicó al gondolero—, pero pasa por el Rio di Palazzo. Todavía no he saludado a San Marco, cuando debía haber empezado por ahí.
Zian sonrió y apoyó el extremo del largo remo en los peldaños cubiertos de verdín para dar el primer impulso a la embarcación. Aldo se acomodó en el asiento arrebujándose en el abrigo. Sobre el agua no hacía precisamente calor. Era invierno y, tras el tímido sol matinal, el cielo había estado gris todo el día. El sonido de un violín tocando un vals para afinarse se deslizó sobre el agua serena y Aldo, interpretándolo como un símbolo, sonrió: ¿no era acaso normal que Venecia, protegida del gran drama por su belleza secular y su alma frívola, diera la primera señal de batuta a la orquesta de una vida brillante que sin duda sólo pedía reanudarse?
Un poco más lejos, el palacio Loredan, que había pertenecido a don Carlos, el pretendiente español, y debía de seguir siendo propiedad de don Jaime, su hijo, estaba oscuro y silencioso. Desierto quizás, o incluso abandonado. Una noche, sin embargo el príncipe Morosini recordaba haber oído cantar allí, desde su góndola, a la fabulosa Nellie Melba interpretando el Claro de luna de Duparc, acompañada por el pianista estadounidense George Copeland. Un instante de suprema belleza, que habría sido delicioso que se repitiera esa tarde.
Hizo que la góndola aminorase la marcha delante de las cúpulas blancas de la Salute, saludó a la Dogana, la aduana marítima, y después de atravesar el canal convertido en estanque pidió hacer una parada a la altura de la Piazzetta para descubrirse ante los dorados opacos de San Marco y la blanca crestería del palacio de los Dux, antes de deslizarse bajo la sombra espectral del puente de los Suspiros, confiscado por todos los enamorados del mundo sin tener en cuenta, o sin saber, que los suspiros en cuestión no tenían nada que ver con el amor.
La condesa Orseolo vivía cerca, en un pequeño palacio rosa vecino de Santa María Formosa. Había allí, al borde de un muelle, un muro coronado de hiedra oscura y el dintel ornado con florones de un estrecho pórtico de piedra blanca enmarcado por farolas. La góndola se detuvo y Morosini fue a accionar la aldaba de bronce. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y apareció un sirviente de facciones purísimas que miró severamente al visitante.
—¿Qué quiere? —preguntó, con una falta de cortesía que chocó a Morosini.
—Se diría que el tono de la casa ha cambiado mucho en cuatro años —repuso este secamente—. Ver a la condesa Orseolo, por supuesto.
—¿Quién es usted?
En vista de que el hombre pretendía impedirle pasar, Aldo apoyó tres dedos en su pecho para apartarlo de su camino.
—Soy el príncipe Morosini, quiero ver a mi prima y usted va a apartarse.
Sin preocuparse más del personaje, atravesó el minúsculo jardín, donde una vegetación anárquica invadía un viejo pozo, y llegó a la empinada escalera que ascendía hacia las delgadas columnillas de una galería gótica tras las cuales brillaban los azules y los rojos de una vidriera iluminada desde el interior.
Pero el grosero que había recibido a Morosini no se daba por vencido. Recuperado ya de la sorpresa, subía los peldaños gritando:
—¡Baje! ¡Le ordeno que baje!
Morosini, que estaba empezando a hartarse, se disponía a contestar con rudeza cuando la puerta de la galería se abrió, dejando paso a una mujer que, tras quedarse unos instantes parada, fue a arrojarse en brazos del visitante riendo y llorando al mismo tiempo.
—¡Aldo! ¿Eres tú de verdad? ¡Pero qué alegría, Dios mío!
Estaba emocionada hasta un extremo que dejó estupefacto a Aldo. Su prima nunca había hecho por él semejantes demostraciones de afecto. Cinco años mayor que el heredero de los Morosini, la hija del único hermano del príncipe Enrico —fallecido mucho antes que él— mostraba, cuando era una muchacha, una clara tendencia a tratar a su primo con una especie de indulgencia desdeñosa. Esta vez, en cambio, había explotado de alegría.
Feliz por el recibimiento pero molesto por la presencia indiscreta del sirviente, plantado a unos pasos de ellos, Aldo besó tiernamente a su prima.
—Podríamos entrar…, si ese individuo no tiene inconveniente —dijo.
Adriana se echó a reír y, antes de entrar en la casa precediendo a su visitante, despidió al sirviente con un ademán enérgico.
—Hay que perdonar a Spiridion si exagera un poco haciendo el papel de perro guardián, pero está consagrado en cuerpo y alma a mí desde que lo recogí muerto de hambre en la playa del Lido. Es un joven de Corfú que escapó de las prisiones turcas, y como yo ya no podía permitirme contratar criados, nos hicimos un favor mutuamente. La vieja Ginevra está cada vez menos ágil, y un muchacho joven y fuerte es una bendición, ¿sabes? Pero ¿cómo es que estás aquí? ¿Por qué no me has avisado?