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—No se lo he dicho a nadie —mintió Morosini—. Quería llegar solo. Cuando estás preso, coges muchas manías raras.

Mientras hablaba, recorría con la mirada el salón, complacido de encontrarse de nuevo en él. Era una estancia de grandes dimensiones, cuya decoración, muy femenina, lograba darle una atmósfera cálida e íntima. Ello se debía al damasco de color hoja seca que cubría las paredes, las faldas de terciopelo turquesa clara de las mesas, las pantallas de seda de las lámparas, las flores repartidaspor la habitación y el desorden de libros y de partituras musicales permanentemente amontonados sobre un sorprendente clavecín barroco, decorado con hojas de acanto y pequeños genios mofletudos que delataban su factura romana. La sala seguía siendo la misma, pero, cuanto más la miraba Aldo, más diferencias veía. Al sentarse en uno de los dos sillones Regencia francesa, por ejemplo, se dio cuenta de que, frente a él, el pequeño Botticelli azul que siempre había visto allí había sido reemplazado por una tela en tonos similares, pero moderna. Asimismo, la colección de jarrones chinos que antes cubría las consolas había desaparecido. Por último, un espacio más claro en una pared delataba la ausencia de un San Lucas atribuido a Rubens.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, levantándose para mirar más de cerca—. ¿Dónde están tus jarrones? ¿Y tu Botticelli?

—He tenido que venderlos —respondió ella.

—¿Venderlos?

—Claro. ¿De qué crees que hubiera podido vivir durante todo este tiempo una viuda a la que su esposo ha dejado deudas y un voluminoso paquete de títulos de esa mirífica deuda pública rusa que ha arruinado a la mitad de Europa? Además, tu madre lo aprobaba. Era el único medio que tenía de conservar esta casa, que para mí es lo más importante del mundo. Merece el sacrificio de unas cuantas porcelanas y dos cuadros.

—Espero que hayas conseguido un buen precio.

—Excelente. El anticuario milanés que se encargó de mis ventas se ha ganado con creces mi agradecimiento y nos hemos hecho grandes amigos. ¿Te escandalizo mucho?

—Sería ridículo. No puedo sino aprobar tu decisión. Mi madre hizo lo mismo, con la diferencia de que lo que vendió ella son las joyas.

—Porque eran de su propiedad exclusiva. Yo me ofrecí a presentarle a Silvio Brusconi, pero ella siempre se negó a disponer de objetos que decía que te pertenecían a ti por derecho de herencia. Pero olvidemos todo eso y mírame. ¿Me encuentras cambiada?

—En absoluto —dijo Aldo con sinceridad—. Estás tan guapa como siempre.

Era indiscutible, aunque algunas ligeras marcas mostraban la cuarentena. Veinte años antes, Adriana había sido el sueño de Venecia. La habían comparado con todas las madonas italianas. Su belleza grave y dulce representaba la perfección absoluta. Todos sus gestos poseían nobleza y dignidad. Había sido una esposa perfecta para Tommaso Orseolo, que no la merecía pero a quien ella había tenido la elegancia de llorar cuando dejó el mundo. Su duelo, marcado por visitas a las iglesias y obras de caridad, había sido modélico durante dos largos años. Después decidió frecuentar el mundo musical, que le interesaba mucho, puesto que era una notable clavecinista. Aparte de asistir a los conciertos no salía mucho y recibía a pocas personas, todos íntimos como la princesa Isabelle, quien no podía evitar lamentar una vida que consideraba un poco austera para una mujer de apenas treinta años.

—Es demasiado joven para llevar una existencia tan severa —decía—. Deseo que se vuelva a casar y tenga hijos; sería una madre ejemplar.

Pero Adriana no quería volver a casarse, cosa de la que Aldo, egoístamente, se alegraba. Recién superados los amores infantiles, sentía por su prima los deseos impetuosos de su joven virilidad, fascinado como estaba por su fino perfil, sus líneas armoniosas, su cintura flexible, su forma de andar involuntariamente ondulante y la manera inimitable que tenía de cubrir de vez en cuando su hermosa mirada aterciopelada bajo unos graciosos impertinentes de oro cincelado, pues era ligeramente miope.

Fuera consciente o no de ello, la belleza de la joven viuda era voluptuosa y el joven soñaba, noche tras noche, con soltar los magníficos cabellos negros que Adriana llevaba enroscados sobre la nuca en un pesado moño brillante. Adriana lo trataba como a un hermano pequeño, pero el día que, al besarla, él tuvo la osadía de deslizar la boca desde la mejilla hasta la comisura de los labios de su prima, ella lo rechazó con tanta energía que se guardó mucho de volver a hacerlo. Y después el tiempo pasó.

La compostura con la que Adriana siempre lo había tratado no hacía sino más sorprendente lo caluroso de su acogida, sobre todo delante de un sirviente. Además, mirándola mejor, notó diferencias: el leve maquillaje que realzaba —apenas, eso sí— la tez marfileña, el vestido de terciopelo que ceñía más las tiernas curvas de un cuerpo llegado a ese momento de su desarrollo en que se intuye que a la rosa ampliamente abierta no van a tardar en caérsele los pétalos. Y el perfume: más cálido, más penetrante… Aspirándolo, Aldo, que durante su cautividad no había visto a ninguna mujer bonita, sintió renacer el antiguo deseo. Tal vez la condesa adivinó lo que experimentaba, pues, después de ofrecerle una copa de Marsala, se sentó bastante cerca de él.

—De modo que sigues encontrándome guapa —dijo con una sonrisa en la que la ironía servía de máscara a una coquetería nueva—. ¿Tanto como en los tiempos, por desgracia ya lejanos, en los que estabas enamorado de mí?

—Siempre lo he estado un poco —dijo él.

—Hubo una época en que lo estabas mucho —dijo Adriana riendo.

Pero Aldo no le permitió continuar por ese resbaladizo camino. Pensó que, si hacía un gesto tierno, podría seguir otro, y que ese vestido, cuyo profundo escote de pico se cubría bastante hipócritamente con un volante de muselina blanca, quizá no pedía otra cosa que ser quitado. Y, pese al deseo, no quería dejarse arrastrar. Había que cortar en seco ese galanteo.

—Es verdad, te amaba —dijo con una sonrisa que corrigió la súbita gravedad del tono—. Adriana, no he venido a hablar de ese pasado sino de otro, más cercano y muy doloroso, aunque lamento dedicarle esta primera visita. Habría que dedicarla por completo al afecto y a la alegría de vernos de nuevo.

La tristeza invadió el bello rostro de óvalo perfecto, mientras Adriana retrocedía y se apoyaba en los cojines del canapé.

—La muerte de tía Isabelle —murmuró—. Sí, es muy natural, pero ¿qué puedo decirte que Zaccaria o Celina no te hayan contado ya?

—No lo sé. Quisiera que me contaras tú misma, con todo detalle, lo que ocurrió aquella última noche que la viste viva.

Los ojos negros de Adriana se llenaron de lágrimas.

—¿Es indispensable? No te oculto que ese recuerdo me resulta muy doloroso, entre otras cosas porque todavía me reprocho no haberme quedado con ella toda la noche. Si hubiera estado allí, habría podido llamar a su médico, ayudarla, pero no creí que estuviera tan enferma.

Emocionado por el pesar de su prima, Aldo se inclinó para cogerle las dos manos.

—Sé que habrías hecho lo imposible por ella. Pero, si te suplico que hagas memoria aun a riesgo de hacerte daño, es porque tengo un motivo grave.

—¿Cuál?

—Te lo diré después. Cuéntame primero.

—¿Qué puedo decir? Tu madre acababa de pasar un resfriado que la había dejado cansada, pero cuando yo fui me pareció que estaba recuperada. Tomamos el té juntas en el salón de las Lacas, y todo iba perfectamente hasta que ella se levantó para acompañarme cuando me iba a marchar. Entonces le dio una especie de mareo. Llamé a su doncella, pero había ido a hacer un recado y fue Celina quien vino. De todas formas, parecía que se le había pasado. Tía Isabelle empezaba a recuperar el color, pero aun así las dos insistimos en que fuera a acostarse, y como Celina tenía en el fuego unas confituras que amenazaban con quemarse, me ofrecí para ayudarla. Ella no quería, pero yo estaba preocupada. Insistí y la ayudé a meterse en la cama. No quiso que llamara al médico porque decía que tenía mucho sueño. Así que la dejé y le pedí a Celina que no la molestara, que ni siquiera quería cenar. Y a la mañana siguiente, Zaccaria me telefoneó para anunciarme… Nada hacía pensar…, nada.