Incapaz de contener por más tiempo su emoción, Adriana rompió a llorar.
—No tienes nada que reprocharte, y como bien dices, nadie podía imaginar que mi madre fuera a dejarnos tan pronto… y sobre todo en semejantes condiciones.
—Para ella, esas condiciones no han sido tan crueles como para nosotros. Murió mientras dormía, y mira, eso me consuela. Pero tú tenías algo grave que decirme, ¿no?
—Sí, y te suplico que me perdones. Al menos tú debes saberlo: mamá no murió de muerte natural. La asesinaron.
Aldo esperaba un grito, pero sólo oyó un hipido. Y de pronto vio frente a él una máscara petrificada que parecía totalmente carente de vida. Temió que Adriana fuera a perder el conocimiento, pero cuando iba a asirla de los hombros para zarandearla oyó susurrar:
—Estás… loco… Eso es imposible…
—No sólo es posible, sino que estoy seguro. Espera.
Buscando alrededor, su mirada encontró la copa de Marsala que Adriana no había tocado. La cogió para hacerle beber un sorbo, pero ella se la quitó y la vació de un trago. Al cabo de un instante ya se había rehecho. Sus ojos recobraron la vida y su voz la firmeza.
—¿Has avisado a la policía?
—No. Lo que he encontrado podría parecer un poco endeble y tengo la intención de buscar yo mismo al criminal. Así que te pido que no comentes con nadie lo que acabo de decirte. Quiero evitar a la memoria de mi madre toda publicidad morbosa y a su cuerpo el ultraje de una autopsia. Además, no confío mucho en los agentes venecianos. Nunca han estado a la altura de los del Consejo de los Diez. No me costará mucho hacerlo mejor que ellos.
—Pero ¿por qué iban a matarla? Una mujer tan buena, tan…
—Para robarle.
—¿No había vendido ya las joyas?
—Quedaba una —dijo Aldo, que no quería entrar en más detalles—. Lo suficiente para tentar al miserable al que antes o después echaré el guante, te lo juro.
—Y si lo haces, tendrás que entregarlo a la justicia.
—La justicia la haré yo, y puedes estar segura de que será implacable, aunque se trate de un miembro de mi familia, de un allegado…
—¿Cómo puedes bromear sobre un asunto como este? —repuso, indignada, la condesa—. Decididamente, esta guerra ha hecho perder a los hombres todo sentido moral. Ahora cuéntamelo todo. ¿Cómo has descubierto ese… esa abominación?
—No, ya he hablado demasiado. No sabrás nada más. En cambio, si recuerdas alguna cosa, o si algo o alguien te resulta sospechoso, confío en que me lo digas.
Aldo se había levantado y ella trató de retenerlo:
—¿Ya te vas? Quédate conmigo por lo menos esta noche.
—No, te lo agradezco, pero tengo que volver a casa. ¿Quieres venir a comer mañana? Tendremos tiempo para hablar… y más tranquilidad —añadió, mirando la cristalera tras la cual se veía la silueta de Spiridion, que caminaba arriba y abajo por la galería.
—No seas demasiado duro con ese pobre muchacho; su rudeza es una consecuencia de su desvelo. Además, no tardará en conocerte.
—No estoy seguro de tener ganas de hacer más profundas nuestras relaciones. Por cierto, ¿dónde está la vieja Ginevra? Me gustaría darle un abrazo.
—La verás otro día, a no ser que quieras ir a la iglesia. A esta hora está allí. Ya sabes que siempre ha sido muy piadosa, y yo creo que con la vejez cada día se vuelve un poco más. Después de todo, mientras sus pobres piernas puedan llevarla hasta los altares, será feliz.
—Seguro que sus pobres piernas la llevarían mejor si no maltratara las rodillas día tras día sobre las baldosas de Santa María Formosa, rezando a Jesucristo, a la Virgen y a todos los santos que conoce para que su querida doña Adriana recupere el sentido común y eche al amalecita de su virtuosa casa —dijo Celina, dejando caer en el agua hirviendo las pastas destinadas a la cena de su señor.
—¿Es al apuesto Spiridion al que llamas amalecita? Nació en Corfú, no en Palestina.
—Es Ginevra quien lo dice, no yo. También dice que, desde que él llegó, la casa anda revuelta y doña Adriana también. Y yo no creo que esté muy equivocada: no es decoroso que una dama todavía joven tenga en su casa a ese refugiado…, que además tú mismo has visto que no es nada feo.
—¿Cómo que no es decoroso? Es su sirviente. Desde hace siglos ha habido en Venecia criados e incluso esclavos procedentes de todas partes, y con frecuencia escogidos por su físico —repuso Aldo con una pizca, de severidad—. Tu amiga y tú, como buenas chismosas que sois, habéis olvidado demasiado deprisa que en casa de los Orseolo siempre ha habido mucho servicio, menos los últimos años, por supuesto, y que doña Adriana es una gran dama.
—¡Yo no chismorreo! —replicó Celina, indignada—. Y sé muy bien quién es doña Adriana. Su vieja gobernanta y yo simplemente tememos que sea ella quien esté olvidando un poco su grandeza. ¿Sabes que le da clases de canto a su… criado, con la excusa de que tiene una voz espléndida?
Pensando que su prima llevaba un poco lejos su amor por la música, pero negándose a darle la razón a Celina, Aldo se conformó con pronunciar un «¿Y por qué no?» ligeramente refunfuñón, al tiempo que se interrogaba interiormente. Esa nueva manera de vestirse, de maquillarse… ¿Hasta qué punto el apuesto griego, porque lo era, gozaba de los favores de su benefactora? Claro que, después de todo, era asunto de Adriana, no suyo.Esa primera noche, pidió que le sirvieran la cena en el salón de las Lacas y decidió ponerse un esmoquin.
—Esta noche cenaré con mi madre y madonna Felicia —le dijo a un Zaccaria muy emocionado—. Pon la mesa a la misma distancia de los dos retratos. Quiero poder contemplar los dos a la vez.
En realidad, antes de tomar una decisión que tendría importantes consecuencias en su futuro, Aldo quería pedir consejo a sus recuerdos. Esa noche, el silencio del salón estaría sorprendentemente vivo. El alma de esas dos mujeres que habían forjado su juventud —mucho más que su padre, demasiado mundano y casi siempre ausente—, se hallaría presente. Como siempre; se mostrarían atentas y serviciales, unidas en el amor que le profesaban.
Nada pretencioso, nada convencional se apreciaba en las dos telas de tamaño natural que estaban una frente a otra en medio de las lacas. Sargent había representado a Isabelle Morosini con el cabello de un rubio casi veneciano y el brillo de las perlas, surgiendo como una azucena del cáliz de un ajustado vestido de terciopelo negro, sin otro ornamento que el esplendor de los hombros descubiertos, pero prolongado por una cola casi real. Ninguna joya salvo una admirable esmeralda en el anular de una mano perfecta.
La desnudez de ese retrato le confería un aire moderno que, sorprendentemente, armonizaba a la perfección con la obra de Winterhalter. El pintor de las bellezas plenas y de los volantes había tenido que plegarse a las exigencias de su modelo. Ni satenes deslumbrantes, ni muselinas evanescentes, ni encajes fruncidos para Felicia Morosini. Un largo y severo traje de amazona negro hacía justicia a una belleza de emperatriz, tocada con un pequeño sombrero de copa envuelto en un velo blanco sobre espesos tirabuzones de cabello negro y lustroso. Una belleza que había conservado hasta una edad avanzada.