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Doña Felicia, princesa Orsini por nacimiento, pertenecía a una de las dos familias romanas más importantes y había fallecido en ese palacio en 1896. Tenía entonces ochenta y cuatro años. Aldo tenía trece, los suficientes para haber aprendido a querer a esa gran dama implacable en sus críticas y de mal carácter, cuya indomable vitalidad la edad jamás logró apagar. En la familia se la consideraba una heroína a causa de sus hazañas.

Tras casarse a los diecisiete años con el conde Angelo Morosini, al que no conocía pero del que enseguida se enamoró, se quedó viuda seis meses más tarde. Los austríacos, entonces señores de Venecia, habían fusilado a su esposo contra un muro del Arsenal por incitación a la revuelta, transformando en ese instante a la joven en furia vengadora. Convertida en ferviente bonapartista e instalada en Francia, Felicia, adherida al carbonarismo, intentó sacar de la fortaleza bretona de Taureau a su hermano, preso por defender las mismas opiniones, y disparó en las barricadas parisienses durante las Tres Gloriosas, lo que despertó una admiración sin límites en el pintor Eugène Delacroix, uno de cuyos amores inconfesados fue ella. Después, su odio hacia el rey Luis Felipe, que la había encarcelado, la llevó a tratar de sacar de su jaula dorada de Schönbrunn al duque de Reichstadt, el hijo del Aguilucho, a quien pretendía restablecer en el trono imperial. Como la muerte del príncipe se lo impidió, la condesa Morosini, muy unida a la condesa Camerata y amiga de la princesa Mathilde, dedicó su vida a la restauración del imperio francés, del que durante largos años fue a la vez agente activo y, cuando accedía a dejarse ver en la corte de las Tullerías, uno de sus más orgullosos ornamentos.

Fiel a sí misma tanto como a su amor por Francia, encerrada en París durante el terrible asedio que acabó tan dramáticamente con el reinado de Napoleón III, Felicia recibió una grave herida por cuya causa estuvo a dos pasos de la muerte. Tenía entonces cincuenta y ocho años, pero el amor de uno de sus amigos, médico, la salvó. Fue él quien, pasada la tormenta, la obligó a regresar a Venecia, donde los abuelos de Aldo la recibieron como a una reina. Desde ese día, con excepción de algunos viajes a París y a Auvernia, a casa de su amiga Hortense de Lauzargues, doña Felicia no se movió del palacio Morosini, donde ante Aldo ocupaba el lugar de la abuela fallecida.

Pese al cansancio debido a las vicisitudes del día y a la noche de viaje que lo había precedido, Aldo encontró tanta serenidad en aquella comida de sombras que la prolongó sin siquiera pensar en encender un cigarrillo, escuchando los ruidos de la casa. Los de fuera también: el tintineo de las góndolas amarradas contra los pilares adornados con cintas de los palli, una música que surgía del fondo de la noche, la sirena de un barco que entraba o salía de la dársena de San Marcos. Y luego la voz de Celina, el ruido discreto de los pasos de Zaccaria llevándole una última taza de café. Todas esas insignificancias recuperadas le hacían insoportable la idea de separarse de su palacio.

Por supuesto, estaba la solución suiza, pero, cuanto más pensaba en ella, más le desagradaba. Tanto al menos como a las dos nobles damas cuyo consejo solicitaba: una y otra sólo concebían el matrimonio basado en el amor, o como mínimo en un afecto mutuo. Que se dejara comprar las horrorizaría.

Pero ¿qué podía hacer?

En ese momento, la mirada de Aldo, siguiendo las volutas azuladas del cigarrillo que finalmente había encendido, se topó con una estatua china de la época Tang, la de un genio guerrero gesticulante que siempre había detestado. Su valor era indiscutible y se desharía de ella sin ningún pesar. Recordando entonces los sombríos recortes efectuados por Adriana en sus posesiones y el hecho de que doña Isabelle los había aprobado, intuyó que ahí tenía una buena respuesta a sus preguntas mudas. Su vivienda contenía una cantidad increíble de objetos antiguos, algunos de los cuales le eran queridos y otros mucho menos. Estos últimos no eran la mayoría y habría que demostrar cierta decisión, pero los circuitos de antigüedades podían ser un buen medio de encontrar el rastro del zafiro. Además, no le faltarían consejos: contaba entre sus amigos parisienses con un hombre de gusto y de experiencia, Gilles Vauxbrun, cuya tienda de la plaza Vendôme era una de las más hermosas de la capital. Él no se negaría a guiar sus primeros pasos.

Cuando salió del salón de las Lacas para ir a su habitación, Aldo sonreía. Subió lentamente, puliendo su idea, acariciándola incluso mientras su mirada comenzaba a efectuar una selección. Con un poco de suerte, tal vez conseguiría salvar su casa y —¿Por qué no?— hacer de nuevo fortuna.

Así fue como el príncipe Morosini se hizo anticuario.

Primera parte

El hombre del gueto

Primavera de 1922

1

Un telegrama de Varsovia

—Tiene razón, es una maravilla.

Morosini cogió entre los dedos el pesado brazalete mongol en el que una profusión de esmeraldas y de perlas, engastadas en oro cincelado, envolvía en una exuberante vegetación un ramillete de zafiros, esmeraldas y diamantes. Lo acarició un momento y luego, depositándolo ante sí, acercó con una mano una potente lámpara situada en una esquina del escritorio y la encendió mientras, con la otra, encajaba en una de sus órbitas oculares una lupa de joyero.

Violentamente iluminado, el brazalete comenzó a despedir destellos azules y verdes hacia las cuatro esquinas de la habitación. Se hubiera dicho que un volcán en miniatura acababa de abrirse en el corazón de una diminuta pradera. Durante largos minutos, el príncipe contempló la joya, y su mirada era la de un enamorado. La movió bajo la luz y después, sustrayéndose a su contemplación, la dejó de nuevo sobre su lecho de terciopelo, apagó la lámpara y suspiró.

—Realmente espléndida, sir Andrew, pero debería haber sabido que mi madre no la aceptaría.

Lord Killrenan se encogió de hombros y procedió a alojar el monóculo bajo la maraña de su arco ciliar como si fuera la cosa más importante del mundo.

—Claro que lo sabía, y efectivamente lo hizo. Pero esa vez insistí: esta joya es quizá la única de todas las que Shah Jahan le regaló a su amada esposa Mumtaz Mahal que no duerme con ella bajo los mármoles del Taj. Es un símbolo de amor, por supuesto. Al ofrecérsela, precisé que no la obligaba a convertirse en condesa de Killrenan. Había oído decir que iba a separarse de sus propias piedras y quería verla sonreír. Fue mejor: rió, pero había lágrimas en sus ojos. Noté que la había emocionado y me sentí casi tan feliz como si hubiera aceptado mi presente. Y cuando me marché, me llevaba una pizca de esperanza. Luego… Estaba en Malta cuando me enteré de su muerte. Me dejó consternado. Me reprochaba no haberme quedado más tiempo a su lado. Inmediatamente escapé al otro extremo del mundo. Creo…, creo que la amaba mucho.

El monóculo no resistió la emoción y cayó sobre el chaleco. Con mano un tanto trémula, el viejo lord sacó del bolsillo un pañuelo para secarse la punta de la nariz, tiró de su largo bigote antes de volver a colocar el redondel de cristal en su sitio y, una vez dadas todas estas muestras de emoción extrema, se puso a examinar el artesonado del techo. Morosini sonrió.

—Nunca lo he puesto en duda, y ella tampoco. Pero, puesto que vio a mi madre poco antes de que se fuera, dígame cómo la encontró. ¿Le pareció que estaba enferma?

—En absoluto. Un poco nerviosa quizá.

—¿Puedo preguntarle, sir Andrew, por qué me trae este brazalete ahora?

—Para que lo venda. Doña Isabel no lo quiso y eso le ha hecho perder la mayor parte de su valor sentimental. Queda el valor intrínseco. Esta maldita guerra ha causado estragos en las fortunas más afianzadas, al tiempo que ha favorecido otras demasiado ostentosas. Si quiero continuar navegando a mi capricho sin mermar excesivamente el patrimonio de mis herederos, debo hacer algunos sacrificios. Este ni siquiera lo es, puesto que nunca he considerado esta joya una de mis pertenencias. Véndala lo mejor posible y envíeme el dinero a mi banco. Le daré la dirección.