—Pero ¿por qué yo y ahora? Hace cuatro años que mi madre murió y usted no tenía mucho interés en volver aquí. ¿Por qué no ha llevado el brazalete a Sotheby o a algún gran joyero parisiense, como Cartier o Boucheron?
Tras el círculo de cristal, el ojo azul del anciano chispeó.
—Me gusta la idea de que pase aquí algún tiempo. Además, amigo mío, usted ha adquirido una buena reputación de experto desde que decidió hacerse vendedor.
Morosini captó el matiz sarcástico y replicó de inmediato:
—Me sorprende su comentario. ¿Acaso esto parece una tienda?
Su gesto abarcó la lujosa decoración de su despacho, donde antiguos artesones montados en bibliotecas acristaladas enmarcaban un fresco inacabado de Tiepolo. Pintados en dos tonos de gris, los muebles armonizaban de maravilla con el amarillo claro de las cortinas de terciopelo y la preciosa alfombra china sobre la que se posaban pocos muebles, pero muy bonitos: un escritorio Mazarino obra de Henri-Charles Boulle, tres sillones de la misma época tapizados en terciopelo y, sobre todo, sosteniendo un antifonario iluminado, ampliamente abierto, un gran facistol de madera dorada cuyo pie era un águila con las alas desplegadas.
Lord Killrenan se encogió de hombros con cierta insolencia.
—Sabe muy bien que no, pero lo cierto es que, pese a pertenecer a una de las doce familias llamadas Apostólicas que en 697 eligieron en una isla casi desierta al primer dux, Paolo Anafesto, se ha hecho comerciante, y es una pena.
—Me quito el sombrero ante su erudición, sir Andrew —dijo Morosini, haciendo el gesto con ironía—. Pero, puesto que conoce tan bien nuestra historia, debería saber que la práctica del comercio nunca hizo sonrojar a un veneciano, ni siquiera de rancio abolengo, ya que fue del negocio apoyado por las armas de donde le vino a la Serenísima República su antigua riqueza. Y aunque algunos de mis antepasados capitanearon naves, escuadras, e incluso reinaron temporalmente en su ciudad, la planta baja de este palacio, que he convertido en mi tienda y mis oficinas, era tiempo atrás un almacén. Además, no tenía elección si quería conservar al menos las paredes. Ahora, si me considera venido a menos…
Había cogido el estuche de encima del escritorio y se lo tendía con ademán perentorio.
—Perdóneme —murmuró el escocés, rechazándolo—. Me he comportado con torpeza, quizá porque quería ponerlo a prueba. Quédeselo y véndalo.
—Intentaré satisfacer su deseo lo antes posible.
—No hay prisa. Véndalo lo mejor posible, eso es todo.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Tal vez nunca. Tengo intención de volver a la India después de visitar el Pacífico descendiendo hacia la Patagonia, y a mi edad…
Después de haberle entregado un recibo y de haber anotado la dirección del banco, Morosini acompañó a su visitante a la lancha que lo conduciría a su barco. Pero, en el momento en que se estrechaban la mano, el viejo lord retuvo un instante la de Aldo.
—Se me olvidaba. Véndaselo a quien quiera, salvo a uno de mis compatriotas. ¿Comprende?
—No, pero si ese es su deseo…
—Es más que un deseo, es una firme decisión. Por nada del mundo el brazalete mongol debe entrar en una casa británica.
Desde el comienzo de su actividad, el príncipe anticuario había observado en sus clientes demasiados caprichos como para sorprenderse de este.
—No se preocupe. El alma de Mumtaz Mahal no tendrá motivos para enfurecerse —aseguró con un último gesto de despedida.
De vuelta en su despacho, no se resistió al deseo de contemplar una vez más el precioso objeto. Encendió la lámpara y permaneció largos minutos llenándose los ojos y el alma del centelleo de las gemas. La fascinación que ejercían sobre él unas piedras perfectas —más aún si estaban relacionadas con la Historia— crecía al mismo ritmo que su casa de antigüedades.
El éxito de su empresa había sido inmediato. En cuanto se enteraban de que el palazzo Morosini se había transformado en tienda-exposición, turistas y curiosos acudían en masa. Principalmente, norteamericanos. Llegaban por barcos enteros a Europa, que no los conocía. Compraban a carretadas, a espuertas, y casi sin regatear. Decían: «How much?», con una voz nasal de viejo fonógrafo, y el trato estaba hecho.
Por su parte, Morosini vendió a una increíble velocidad y a precios inesperados los muebles, tapices y objetos diversos que había decidido sacrificar para poner en marcha su negocio. Habría podido vender en tres meses el contenido de la Cà Morosini y retirarse con una fortuna, pues, deslumbrados por esa sorprendente tienda de varios siglos de antigüedad, embaldosada en mármol, pintada al fresco y abundantemente blasonada, sus clientes se sentían dispuestos a cometer cualquier locura. Se negó por lo menos veinte veces a vender el edificio por unas sumas que, habrían bastado para comprar el palacio de los Dux.
Ya bien provisto, pudo lanzarse a la busca de objetos raros, particularmente joyas. Ante todo por gusto personal, pero también con la esperanza de encontrar el rastro del zafiro robado.
Esto último, sin éxito hasta el momento. En cambio, había adquirido su reputación de experto en piedras preciosas antiguas gracias a un fantástico golpe de suerte: el descubrimiento en Roma, en una casa que iban a derribar y a la que había ido a comprar artesonados, de una piedra verde, sucia y con tres cuartas partes incrustadas en una ganga de barro solidificado y de guijarros, que identificó, una vez limpia, no sólo como una gran esmeralda sino además como una de las que utilizaba el emperador Nerón para contemplar los juegos del circo. Aquello fue un auténtico triunfo.
Abrumado de ofertas de compra, tuvo la elegancia de dar preferencia al museo del Capitolio por un precio irrisorio que no llenó su caja, pero asentó su renombre. Sin olvidar el hecho de que la aristocracia veneciana, que no se había privado de ponerle mala cara en sus comienzos, se apresuró a hacerle gozar de nuevo de su favor. Lo consultaron sobre aderezos ancestrales, y aunque en el año 1922 seguía comprando muebles antiguos y objetos raros, estaba a punto de convertirse en uno de los mejores expertos europeos en materia de pedrería.
Mientras contemplaba el brazalete, lamentaba no poder adquirirlo para éclass="underline" la joya habría sido la pieza maestra de la pequeña colección que había empezado hacía poco. Sin embargo, por prometedor que fuera el comienzo de su fortuna, todavía no podía permitirse locuras, y esa compra lo sería.
Rompiendo el encanto, fue a meter la joya, con una especie de premura, en el escondrijo perfeccionado que había mandado instalar detrás de un artesón. Era invisible y mucho más discreto que la enorme caja medieval donde guardaba oficialmente sus papeles y sus piedras. No obstante, esbozó una sonrisa interior pensando que, antes de dejar que el ornamento de la princesa mongol se incorporase a una colección privada, aún podría saciar sus ojos y sus dedos. Era un consuelo.
El panel acababa de volver a su posición cuando Mina, su secretaria, llamó y entró con una carta en la mano. Aldo la interrogó con la mirada:
—¿Sí, Mina?
—Le escriben de París diciendo que la princesa Ghika…, quiero decir la antigua cortesana Liane de Pougy, quiere poner en venta una serie de tapices franceses del siglo XVIII. ¿Está interesado?
Morosini se echó a reír.
—Lo que más me interesa es la cara que pone para decírmelo. Podría haberse quedado en lo de princesa, Mina, sin añadir una precisión que según parece le cuesta digerir.