—Discúlpeme, señor, pero realmente hay fortunas cuyo origen me resisto a aceptar. En mi opinión, las cosas bonitas, el lujo, los objetos raros y las joyas caras deberían ser patrimonio de las mujeres decentes. Seguramente es una concepción un poco… holandesa, pero me cuesta entender por qué en Francia, en Italia y en varios países más las mujeres mejor ataviadas son también las más desvergonzadas.
La mirada azul de Aldo chispeó maliciosamente.
—¿Cómo? ¿No hay ni una sola mujer galante de altos vuelos en el país de los tulipanes? ¿Ni una sola casquivana con clase, envuelta en perlas y pieles de marta cibelina, cuando en su país hay más diamantistas que amapolas en primavera? Señorita Van Zelden, me sorprende.
—Si las hay, no quiero saberlo —repuso la chica con dignidad—. ¿Qué tengo que contestar respecto a los tapices?
—Que no. Ya tenemos muchos y ocupan sitio. ¡Por no hablar de la polilla!
—Bien. Contestaré en ese sentido.
—Por cierto, ¿quién ha escrito?
La secretaria se ajustó las gafas para descifrar mejor la firma.
—Una tal madame de… Guebriac, creo. También pregunta si tiene intención de ir pronto a París.
En la memoria del príncipe anticuario surgió un bonito rostro de dientes un poco irregulares pero encantadores hoyuelos. Desde que se había metido en el mundo de los negocios, el número de mujeres que mostraban interés en darse a conocer ante él estaba alcanzando unas proporciones halagadoras.
—Deme la carta —dijo, tendiendo la mano—. Contestaré yo mismo.
—Como quiera.
La secretaría se disponía a salir, pero él la retuvo.
—Mina.
—¿Sí, señor?
—Quisiera hacerle una pregunta: ¿qué edad tiene?
Tras los cristales rodeados de concha, las cejas de la muchacha se arquearon ligeramente.
—Veintidós años. Creí que ya lo sabía, señor.
—Y hace alrededor de un año que trabaja para mí, si no me equivoco.
—En efecto. ¿Tiene algo que reprocharme?
—Nada. Es usted perfecta… o más bien podría serlo si accediera a vestirse de una forma menos severa. Confieso que no la entiendo: es usted joven, vive en Venecia, donde las mujeres son coquetas, y lleva trajes de institutriz inglesa. ¿No le gustaría realzar un poco sus encantos?
—No creo que a nuestros clientes les gustara una secretaria de conducta alocada.
—Sin llegar a ese extremo, yo creo que un poco menos de rigor…
Su mirada recorría la delgada y alta silueta de Mina, desde los zapatos planos con cordones, de piel marrón, pasando por el traje sastre cuya falda llegaba a los tobillos, bajo una chaqueta terminada en punta por la espalda, un poco en forma de cucurucho de patatas fritas, apenas iluminado el conjunto por una blusa de piqué blanca de cuello cerrado. En cuanto al rostro, de facciones finas y piel clara salpicada de algunas pecas en la delicada nariz, desaparecía a medias detrás de unas grandes y brillantes gafas de estilo americano, bajo las cuales era imposible distinguir el color exacto de los ojos. Morosini sólo había podido observar de pasada que eran oscuros, más bien grandes y bastante vivos. Ni sombra de maquillaje, por supuesto. Y en lo que se refiere a la cabellera, de suntuosos reflejos rojizos, la llevaba estirada, trenzada, disciplinada en un gran moño recogido en la nuca del que no escapaba ni un cabello. Resumiendo, Mina van Zelden quizás habría sido un encanto arreglada de otro modo, pero tal como iba presentaba más el aspecto de una austera gobernanta que el de la secretaria de un príncipe comerciante tan elegante como seductor. Había que reconocer, no obstante, que parecía tener un gran éxito entre los clientes anglosajones, pues les daba, en aquel palacio un tanto voluptuoso, la nota de gravedad que inspiraba confianza.
Mina no se inmutó ante la observación patronal, limitándose a comentar que una secretaria no tenía necesidad de estar guapa y que Morosini no la había contratado para eso. Punto final.
Sin embargo, su entrada in casa Morosini se había efectuado de una forma bastante original e incluso excitante. Cuando salía de una boda en la iglesia de San Zanipolo, el príncipe, al retroceder para admirar la salida del cortejo nupcial, había empujado sin querer a alguien y oído un sonoro grito. Al volverse, tuvo el tiempo justo de ver dos piernas femeninas desaparecer al revés en el Rio dei Mendicanti: era Mina, que en ese momento retrocedía también para contemplar mejor la poderosa estatua ecuestre de Colleone, el condottiere, erigida ante la iglesia. Acababa de darse un chapuzón en el agua sucia del canal.
Morosini, consternado, se apresuró a socorrerla con ayuda de su góndola y de Zian, que esperaban muy cerca de allí. Sacaron a la siniestrada del agua, la tendieron en la barca y Aldo hizo que la llevaran al palacio, donde Celina se ocupó de ella con su competencia y energía características. Consiguió hacerla hablar e incluso que se confesara con ella: la joven holandesa lloraba como una Magdalena por la pérdida de su bolso, que había caído al fondo del canal con todo el dinero que tenía. Sólo el pasaporte, que había dejado con la maleta en la pequeña pensión para señoras donde se alojaba, escapaba al desastre.
Como no existía preocupación o pesar capaz de resistirse a la opulenta mujer, la náufraga, alimentada con mandorle y café, casi llegó a considerar a su anfitriona una madre. Esta, por su parte, conmovida por la cara de desolación de la chica y su impecable italiano, decidió encargarse de defender sus intereses y se fue en busca de Aldo para ver qué podían hacer en ese sentido.
Por suerte, Morosini podía mucho. Acababa de prescindir de su secretaria, la señora Rasca, que tenía tendencia a confundir sus funciones con las de un vigilante de museo y llevaba diariamente a sus numerosos parientes, amigos y conocidos a admirar las bellas cosas que vendía su jefe. Su espíritu familiar incluso le hacía cerrar los ojos cuando alguno de los visitantes decidía llevarse un modesto recuerdo. Y, tras una breve conversación con la superviviente, el príncipe se sintió inclinado a compartir la opinión de Celina: Mina, además de holandés, hablaba cuatro lenguas, y poseía una cultura artística excelente.
Dando por finalizada su justa oratoria, Morosini decidió dejarle decir la última palabra. Sacó el reloj y, al ver que faltaba poco para las doce, cogió los guantes y el sombrero de encima de un mueble y abrió la puerta del despacho de Mina para recordarle que iba a comer con un cliente.
Amarrado ante la escalinata, esperaba un motoscaffo recién estrenado —caoba dorada y cobres relucientes—, soberbio y anacrónico. Era una de las primeras lanchas con motor que circulaban por la laguna. A Aldo le producía un placer infantil conducir ese hermoso juguete, dotado casi de tanta clase como una góndola y diseñado por Riva, que lo reafirmaba en la opinión de que había que vivir acorde con los tiempos.
Puso el motor en marcha y arrancó suavemente. El Guidecca trazó una impecable curva sin levantar apenas espuma en el canal y se dirigió en línea recta hacia San Marco.
El tiempo, ese mes de abril, era fresco, apacible, y olía a algas. El príncipe anticuario se llenó los pulmones de brisa marina procedente del Lido y soltó sus caballos. En la ensenada, a la altura de San Giorgio Maggiore, una brigada de marineros vestidos con trajes de loneta blanca bajaba de un buque de guerra provisto de cañones grises y fondeado a unos cables del Robert-Bruce. El barco negro de lord Killrenan estaba efectuando las maniobras de salida.
Morosini lo saludó con la mano antes de dirigirse hacia el palacio ducal; iluminado por un sol caprichoso, el edificio parecía un ancho bordado rosa orlado de encaje blanco. Feliz sin saber muy bien por qué, amarró el barco, saltó al muelle, se ajustó el nudo de la corbata antes de saludar cordialmente al procurador Spinelli, que charlaba con un desconocido al pie de la columna de San Teodoro, sonrió a una bonita mujer vestida de azul cielo y comenzó a cruzar la Piazzetta.