Nubes de palomas blancas revoloteaban antes de posarse sobre los mármoles todavía brillantes a causa de una lluvia reciente y Aldo se concedió un instante para mirarlas. Le gustaba esa hora del mediodía que imprimía movimiento al corazón de la ciudad. Era cuando, delante de San Marco, sus cúpulas doradas y sus caballos de bronce, el «gran salón» de Venecia recibía sobre las baldosas decoradas con blanca geometría a sus visitantes extranjeros y sus fieles, en una especie de carnaval permanente que renacía todos los días a mediodía y al ponerse el sol. Entonces, los cafés de la plaza acogían a su contingente de consumidores bulliciosos, cuyas conversaciones apenas se interrumpían cuando, golpeada por los martillos de los dos moros de bronce, la gran campana de la torre del Reloj marcaba las horas luminosas de Venecia.
Morosini sabía de sobra que al pasar por delante del gran café Florian lo llamarían cinco o seis veces, pero estaba decidido a no pararse, ya que había citado para comer en Pilsen a un cliente húngaro y detestaba no llegar el primero cuando invitaba a alguien.
De pronto, maldijo en silencio al constatar que el destino estaba en su contra y que tenía muchas posibilidades de llegar tarde: una extraordinaria aparición avanzaba hacia él ante las miradas de asombro de los curiosos. Se trataba de la última dogaresa, la reina sin corona de Venecia y su última maga: la marquesa Casati, que se dirigía hacia él con el paso lento de los espectros, imperial, dramática a más no poder y pálida como la muerte, envuelta en terciopelo púrpura. Un paje vestido del mismo color la precedía, llevando en el extremo de una correa a juego con el collar de oro tachonado de rubíes a una pantera demasiado lánguida para no estar drogada. Unos pasos por detrás de la marquesa, se acercaba, como resignada, otra mujer.
Cuando te encontrabas con Luisa Casati, tenías que hacerte a la idea de que sus cabellos habrían cambiado de color desde la vez anterior. Parecía tener a su disposición toda la gama del arco iris, y ese día, bajo las plumas fulgurantes del sombrero, eran de un rojo cegador. Altísima, con el semblante lívido y devorado por unos enormes ojos negros que el maquillaje agrandaba todavía más, y la boca semejante a una herida reciente, la marquesa avanzaba con paso majestuoso, estrechando contra el pecho una brazada de lirios negros. La gente se quedaba petrificada a su paso como ante una máscara de Medusa o incluso de la Muerte, cuyos ritos lúgubres a veces ella se complacía en evocar, aunque sin preocuparse del efecto que, pudiera producir. Repentinamente sonriente, fue hacia Morosini, que ya estaba inclinándose, le tendió una mano real adornada con un anillo que habría podido servir para la coronación de un papa y, mirándolo a través de un monóculo con diamantes engastados, exclamó con una voz con sonoridades de violonchelo:
—¡Querido Aldo, qué placer verlo aunque no haya respondido a mi invitación para el baile de esta noche! Aunque me parece que no ha sido culpa suya; las tarjetas se han enviado con una falta absoluta de sentido común. Pero usted no la necesita, y naturalmente cuento con su presencia.
No era una pregunta. Luisa Casati raramente las formulaba y en general hacía caso omiso de la respuesta. Vivía sobre el Gran Canal, en un palacio de mármol pórfido y lapislázuli que amenazaba ruina, pero tapizado de Romántica hiedra y de glicinas. Era la Casa Dario, donde ella había acondicionado unos salones grandiosos. Allí vivía entre objetos preciosos, pieles y vajilla de oro, rodeada de gigantescos sirvientes negros a los que vestía, según su estado de ánimo, de príncipes orientales o de esclavos. Las fiestas que daba eran asombrosas, pero a Morosini no siempre le gustaba su originalidad. Como una famosa noche en que, al bajar de la góndola, hubo que pasar entre dos tigres de buen tamaño y de lo más vivos, para ver a continuación que los antorcheros distribuidos a lo largo de la escalera eran jóvenes gondoleros prácticamente desnudos y pintados de oro, como consecuencia de lo cual uno de ellos murió en el transcurso de la noche. Aquel drama no hizo sino añadir un toque siniestro a la leyenda de Luisa Casati, que iba en aumento desde que, para permitir bailar a doscientos invitados, había alquilado la Piazzetta, que fue cerrada para el vulgo mediante un cordón de criados suyos vestidos con taparrabos rojos y unidos entre sí con cadenas doradas. Lo cierto era que no había excentricidad que no se le atribuyera. Incluso se decía que en su mansión francesa de Vésinet, el encantador palacio Rosa que le había comprado a Robert de Montesquiou, criaba serpientes. Cosa que, por lo demás, era rigurosamente cierto.
Morosini, que no se sentía tentado por el famoso baile, respondió que no estaba libre. Las cejas de color azabache se alzaron ligeramente.
—¿Se ha convertido en comerciante hasta el punto de olvidar que no se rechaza vivir un instante de eternidad en mi casa?
—Pues sí —dijo Morosini, a quien la repetición de la etiqueta ya empezaba a molestar—. El comercio tiene esta clase de exigencias. Esta noche me voy a Ginebra para cerrar una operación importante. Tendrá que disculparme.
—¡Ni lo sueñe! No tiene más que telefonear diciendo que ha pillado la gripe y que irá más adelante. A los suizos les horrorizan los microbios. ¡Vamos, deje de hacerse de rogar! Sobre todo si desea oír noticias de una dama a la que quería mucho.
Algo se estremeció en los alrededores del corazón de Aldo.
—He querido a unas cuantas.
—Pero a esta más que a las demás. Al menos todo Venecia estaba convencido de ello.
Morosini, turbado, no sabía qué contestar. Fue la compañera de la marquesa, la criatura «resignada», quien lo sacó del apuro avanzando hasta situarse en primer plano y diciendo con cierta impaciencia:
—¿No cree, Luisa, que ya va siendo hora de que me presente al señor? No me gusta mucho que me dejen de lado.
—Tiene razón, señora, es imperdonable —dijo Aldo sonriendo—. Soy el príncipe Morosini y le suplico que me disculpe, no sólo por haber sido tan grosero como mi amiga, sino además por haber estado ciego.
La dama era encantadora. No debía su belleza ni a la luz irisada del Adriático, ni a sus ropas elegantes, ni a su discreto maquillaje. Delgada y rubia, llevaba un traje sastre de seda de color crudo, de un corte perfecto que no tenía nada que ver con el «cucurucho de patatas fritas» de Mina van Zelden. Pese al descontento que expresaba, su voz era dulce y melodiosa. En cuanto a sus ojos gris claro, eran insondables de tan transparentes. Una preciosidad de criatura.
—Vaya —dijo la marquesa con un buen humor inesperado—, menuda reprimenda me ha caído. Pero es verdad que tengo cierta tendencia a monopolizar el primer plano de la escena. Perdóneme, querida, y puesto que él se ha presentado solo, permita que le diga yo quién es usted. Aldo, le presento a lady Mary Saint Albans, que ha venido expresamente para bailar en mi casa. Una razón más para que venga usted. Y ahora tenemos que marcharnos.
Sin esperar la respuesta y haciendo un último gesto amistoso, Luisa Casati se dirigió hacia la góndola con la proa de plata que la esperaba. La bella inglesa se volvió para obsequiar con una sonrisa al que dejaban allí. Bastante desorientado, por cierto, y sin saber muy bien qué hacer. Por la emoción que lo embargaba ante la idea de tener por fin noticias de Dianora, debía admitir una vez más que no estaba recuperado. ¿Tendría suficiente fortaleza para no obedecer la orden de Luisa? El cliente al que tenía que ver era importante. Por otra parte su orgullo se rebelaba ante la idea de correr como un perrito bien adiestrado en busca del terrón de azúcar que le estaban ofreciendo.