Quizás habría permanecido un buen rato más sin moverse del sitio, siguiendo con mirada distraída la estela púrpura de la dama de los lirios negros, si no hubiera sonado de pronto una voz que decía en tono divertido:
—¿Qué estaba diciendote la Hechicera? ¿Llevaba hoy la máscara de Medusa?
Decididamente, estaba escrito que Morosini llegaría tarde a la cita, que ahora le volvía a la memoria. Dejando escapar un leve suspiro, se volvió para mirar a su prima Adriana.
—Como si no la conocieras… Me ordenaba ir al baile que da esta noche, cuando tengo otra cosa que hacer.
Adriana se echó a reír. Estaba bellísima y parecía de excelente humor. Vestida con un traje de chaqueta blanco y negro a la última moda y tocada con un encantador sombrero blanco con una pluma negra, ofrecía una imagen de elegancia perfecta.
—Pues es tan fácil como no ir. Sería capaz de hacer que su pantera te devorase y quizás incluso de arrojarte a su vivero, donde según dicen las malas lenguas cría morenas, siguiendo la gran tradición de los emperadores romanos.
—Es muy capaz. Claro que eso no quita que en su casa se coma divinamente.
—En Momin también. Deberías invitarme a comer; tengo mucha hambre y hace tiempo que no charlamos.
—Lo siento, pero no puedo. Bathory debe de estar ya esperándome en Pilsen.
—¿El hombre de los esmaltes campeados?
—Exacto. No puedo invitarlo a mi casa porque, como sólo le gusta la choucroute, Celina lo considera un bárbaro inaceptable. Pero, repito, lo siento muchísimo. Estás espléndida.
Adriana se puso a girar sobre sí misma, como si fuera una maniquí, riendo.
—Es increíble lo que puede hacer la magia de un costurero de París, ¿verdad? Llevo una de las últimas creaciones de Madeleine Vionnet… y una parte del Longhi que vendiste tan bien en mi nombre. Y no me digas que es una locura; si quiero casarme, tengo que cuidar mi aspecto. Por cierto, si vas con retraso, pongámonos en marcha. Te acompaño hasta Pilsen.
La pareja estaba llegando a la famosa taberna abierta en Venecia en tiempos de la ocupación austríaca y cuyo pequeño jardín seguía acogiendo a un numeroso contingente de amantes de los embutidos genuinos, cuando de repente apareció Mina, colorada, jadeando y con la cabeza descubierta. Ni siquiera se había entretenido en ponerse el sombrero y parecía muy alterada:
—Gracias a Dios que todavía no se ha sentado a la mesa —dijo.
—Pero bueno, ¿es una conspiración o qué? Se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para impedirme comer aquí. ¿Qué le pasa, Mina? Espero que no se trate de nada grave —añadió, más serio.
—No creo, pero ha llegado este telegrama de Varsovia y me ha parecido que debía ser informado enseguida. Si quiere acudir a esa cita, tiene que tomar el tren de París a última hora de la tarde para llegar a tiempo de coger el Nord-Express que sale mañana por la noche, y yo tengo que reservar los billetes.
Había sacado del bolsillo un papel azul y lo tendía completamente desplegado. Sin decir nada Morosini leyó el telegrama, que era bastante corto:
«Si esta interesado en negocio excepcional, estaré encantado de verlo en Varsovia el 22. Vaya hacia las ocho de la tarde a la taberna Fukier. Un cordial saludo. Simon Aronov.»
—¿Quién es? —preguntó Adriana, que con el desenfado de la familiaridad se había arrogado el derecho de leer por encima del hombro de su primo.
Demasiado sorprendido para oír la pregunta, Morosini no contestó. Estaba pensando, pero, como la condesa insistía, se guardó el telegrama en el bolsillo y sonrió con aparente despreocupación.
—Un cliente polaco. Muy interesante, por cierto. Mina tiene razón, vale más que me vaya a casa.
—Me parece muy bien, pero ¿y el húngaro?
—Es verdad, casi me olvido de él.
Se quedó un momento pensativo antes de decidir:
—Oye, ya que estás aquí y tienes hambre, vas a hacerme un gran favor: ve a comer en mi lugar con Bathory. Le dices a Scapini, el maître, que sois mis invitados.
—¿Que nosotros…? Pero ¿qué voy a decirle yo a ese hombre?
—Pues que he tenido que ausentarme y te he rogado que le hagas compañía. No le sorprenderá porque ya te conoce, e incluso puedo asegurarte que se alegrará mucho. Le gustan las mujeres guapas tanto o más que los esmaltes del siglo XII, y si por ventura se enamora de ti harás el mejor negocio de tu vida. Es viudo, más noble que nosotros dos juntos puesto que es de sangre real y riquísimo, y posee tierras en las que el sol no se pone casi nunca.
—Es posible, pero la última vez que lo vi olía a caballo.
—¡Normal! Como todos los húngaros de rancio abolengo, es mitad hombre y mitad caballo. Tiene unos establos magníficos y monta como un dios. Lo uno va por lo otro.
—No vayas tan deprisa. La puszta no me tienta más que pasar la vida a lomos de un centauro. Además…
—Adriana, estás haciéndome perder tiempo. Ve a comer con él. Los esmaltes se los enseñas mañana. Los prepararé y se los dejaré a Mina con los precios… Hazlo por mí, te compensaré —añadió en el tono acariciador que sabía adoptar en determinadas ocasiones y que raramente dejaba de surtir efecto.
Un instante después, Adriana Orseolo hacía en Pilsen una entrada digna de la marquesa Casati. Nada más cruzar ella la puerta, Morosini, seguido de su secretaria, dio media vuelta hacia San Marco para abordar su barco.
El telegrama que llevaba en el bolsillo lo desazonaba un poco, pero sobre todo le producía esa excitación especial del cazador que encuentra unas huellas recientes. Recibir una invitación de un personaje casi mítico no era nada corriente.
Porque, pese a ser desconocido para el gran público, el nombre de Simon Aronov era legendario en el círculo restringido, cerrado y secreto de los grandes coleccionistas de joyas. Y, si bien las figuras de lord Astor, de Nathan Guggenheim, de Pierpont Morgan y del joyero neoyorquino Harry Winston aparecían en las grandes ventas internacionales, no sucedía lo mismo con la de Simon Aronov, a quien nadie había visto nunca.
Cuando se anunciaba una importante venta de joyas antiguas en algún lugar de Europa, un hombrecillo discreto con perilla y bombín iba a ocupar un asiento en la sala. No abría la boca, se limitaba a hacer gestos discretos dirigidos al subastador; que siempre lo trataba con una gran reverencia, y se llevaba piezas que hacían llorar de rabia a los conservadores de los museos.
Se había acabado por saber que se llamaba Élie Amschel y que era el hombre de confianza de un tal Simon Aronov, cuya permanente ausencia él explicaba sin ambages que se debía a una imposibilidad física, aunque se cerraba como una ostra cuando le hacían otras preguntas, empezando por el lugar de residencia de su jefe. Las únicas direcciones conocidas de ese judío, que debía de ser inmensamente rico, eran las de los bancos suizos que gestionaban su fortuna. En cuanto al pequeño señor Amschel, compraba, de vez en cuando vendía y, siempre callado, discreto y cortés, desaparecía para reunirse en la salida de las salas de venta con un cuarteto de guardaespaldas de rasgos asiáticos, fornidos y tan acogedores como una jaula de hierro.
La misteriosa personalidad de Simon Aronov despertaba la curiosidad de muchos, pero el mundo hermético de los coleccionistas tenía leyes que podía resultar peligroso transgredir, la más importante de ellas la del silencio.
Mientras se dirigía a su casa, Morosini observaba a su secretaria por el rabillo del ojo. Ya no quedaba ni rastro de la agitación desacostumbrada que le había producido el telegrama. Sin un cabello fuera de su sitio, permanecía sentada en la popa de la lancha, muy erguida, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirando distraídamente el paisaje familiar. La especie de pasión que había desencadenado en ella el extraño mensaje se había borrado como una ondulación provocada por una repentina ráfaga de viento en las aguas de un lago.