—Mina —dijo de pronto Morosini—, ¿qué sabe usted de Simon Aronov?
—No le entiendo, señor.
—Pues es muy sencillo. ¿Cómo ha sabido que un telegrama firmado con ese nombre podía ser lo suficientemente importante para hacerme cambiar de planes y llevarme a toda prisa a la otra punta de Europa.
—Bueno…, es un nombre muy conocido entre los coleccionistas.
—Sí, pero no recuerdo haber hablado de él hasta ahora.
—Le falla la memoria, señor. Creo recordar incluso que fue en relación con la colección de perlas negras de esa cantante francesa recientemente fallecida, Gaby Deslys. Además, usted sabe que trabajé algún tiempo con un diamantista de Amsterdam. Si considera que he hecho mal en molestarlo —añadió en un tono ofendido—, le ruego que me disculpe y…
—No diga tonterías. Por nada del mundo querría faltar a esa cita.
Por nada del mundo, en efecto. La mirada de Aldo se posó un instante sobre los mosaicos azules y verdes del palacio Dario, fascinante y precioso con su hiedra y las adelfas que protegían la entrada. La góndola con la proa de plata estaba amarrada a uno de los palli de rayas negras y blancas. Rechazar la invitación de Luisa Casati podía suponer exponerse a perder su última posibilidad de volver a ver a Dianora, así como a convertir a la marquesa en una enemiga. Sin embargo, ni siquiera a ese precio renunciaría a ir a Polonia. Sentía una especie de cobarde alivio al verse protegido así de un peligro grave, pues, siendo supersticioso como todo buen veneciano, no distaba mucho de ver el papel arrugado que descansaba en su bolsillo como una señal del destino. Unas horas más tarde, tomaría el tren y olvidaría incluso el recuerdo de Luisa Casati.
—Una cosa, Mina —dijo—, ¿por qué me manda a París a tomar el Nord-Express? ¿No sería más sencillo ir a buscar el Trieste-Viena y enlazar con el Viena-Varsovia?
La mirada que su secretaria le lanzó a través de los cristales de las gafas estaba cargada de desaprobación.
—No sabía que le gustaran los vagones de ganado. A juzgar por lo que dicen, el confort del Nord-Express es perfecto, además de que llegará a Varsovia veinticuatro horas antes que con el tren de Viena, que sólo sale los jueves.
Morosini se echó a reír.
—¿Cómo es posible que siempre tenga razón? Una vez más, me ha derrotado en toda la línea. ¡Qué haría yo sin usted!
Una vez en casa, Morosini escribió a la marquesa Casati una carta disculpándose. Luego escogió de sus salones un pequeño antorchero antiguo que representaba a un esclavo negro con un taparrabos dorado y llamó a Mina.
—Encárguese de que lleven esta carta y esta fruslería a doña Luisa Casati en cuanto yo haya salido de casa, pero en ningún caso antes —indicó.
La muchacha miró el presente con ojo crítico.
—¿Dos o tres docenas de rosas no serían suficientes?
—Ella consume por lo menos un centenar de rosas al día. Sería como si le mandara un manojo de espárragos o unas chuletas. Esto es más apropiado.
Mina masculló algo sobre el gusto de la dama por los esclavos negros que a Aldo le pareció divertido.
—¿Se ha aficionado a los chismorreos, Mina? Me gustaría tener tiempo de comentar con usted las preferencias de nuestra amiga, pero mi tren sale dentro de tres horas y todavía tengo muchas cosas que hacer.
Dicho esto, se fue en busca de Zaccaria, ocupado ya en preparar su maleta con la duda del tiempo que hacía en Varsovia en abril. Estaba convencido, sin saber muy bien por qué, de que se hallaba a pocos pasos de una aventura apasionante.
Estaba bajando de nuevo para preparar los esmaltes del conde Bathory y ordenar unos papeles cuando la voz de Mina alternando con otra llegó hasta sus oídos. Era evidente que su secretaria estaba interpretando uno de sus papeles preferidos: el de perro guardián.
—Es imposible que el príncipe la reciba en este momento, milady. Se dispone a salir de viaje y tiene muy poco tiempo, pero si yo puedo serle de alguna utilidad…
—No. Quiero verlo a él y es muy importante. Dígale que serán sólo unos minutos, por favor.
Aldo, que tenía muy buen oído, reconoció de inmediato aquel timbre dulce y cantarín: la bella lady Saint Albans, a la que había conocido siguiendo los pasos de Luisa Casati. Intrigado, pues se preguntaba qué querría de él, empezó por consultar el reloj, decidió que podía tomarse un cuarto de hora y se dirigió hacia las dos mujeres.
—Gracias por su celo, Mina, pero podré concederle una entrevista a la señora. Muy breve, eso sí. ¿Tiene la bondad de acompañarme a mi despacho, lady Saint Albans?
Ella asintió con una inclinación de cabeza y Morosini pensó que, decididamente, poseía una gracia indiscutible.
—Bien —dijo tras haberle ofrecido asiento—, ¿cuál es ese asunto que no puede esperar? ¿No podíamos haber hablado de ello cuando nos vimos antes?
—De ninguna manera —contestó ella categóricamente—. No acostumbro a hablar en un lugar público sobre algo en lo que tengo gran interés.
—Estoy plenamente de acuerdo. Entonces dígame ahora qué es lo que tanto le interesa.
—El brazalete de Mumtaz Mahal. Estoy segura de que mi tío se lo trajo hace un rato y he venido a pedirle que me lo venda.
Pese a su sorpresa, Morosini no se inmutó.
—¿Puedo preguntarle en primer lugar quién es su tío? La información que me da es un poco escasa para identificarlo.
—Lord Killrenan, ¿quién si no? Me sorprende que haya que precisárselo. Ha venido a verlo esta mañana, y el objeto de su visita no podía ser otro que la venta del brazalete.
Con expresión repentinamente severa, Aldo se levantó para indicar que no tenía intención de proseguir el diálogo.
—Sir Andrew era un gran amigo de mi madre, lady Mary. Desea continuar esa amistad conmigo y nunca ha hecho escala en Venecia sin venir a pasar un rato en nuestra casa. ¿Cómo puede ignorar su sobrina ese detalle?
—Soy pariente suya por alianza y sólo hace un año que estoy casada. Debo añadir que no me tiene mucho afecto, pero como no se lo tiene a nadie no hay motivos para que me sienta ofendida.
—¿Sabe su tío que está usted en Venecia?
—Me habría guardado mucho de decírselo, pero, al enterarme de que iba a hacer escala aquí antes de regresar a la India, he venido tras él —añadió con una media sonrisa, levantando sus bonitos ojos grises hacia su interlocutor—. En cuanto al brazalete…
—Yo no tengo ningún brazalete —la interrumpió Morosini, optando por cumplir las órdenes de su viejo amigo: la joya no debía ser vendida, bajo ningún concepto, a uno de sus compatriotas, y Mary Saint Albans era inglesa—. Sir Andrew ha venido a despedirse antes de emprender ese gran viaje que no sabe cuándo acabará.
—¡Es imposible! —exclamó la joven, levantándose también—. Tengo la seguridad de que llevaba el brazalete encima y juraría que lo ha dejado en sus manos. Príncipe, se lo ruego, daría todo cuanto tengo por esa joya.
Estaba cada vez más bonita e incluso bastante conmovedora, pero Aldo se negó a dejarse enternecer.
—Ya se lo he dicho, lo único que sé de ese objeto es que, durante su última visita, hace más de cuatro años, sir Andrew quiso regalárselo a mi madre, de la que estaba enamorado desde hacía años, pero que ella lo rechazó. Lo que ha podido hacer de él después…
—Lo sigue teniendo, estoy segura, y ahora se ha marchado.
Parecía realmente desesperada, retorciéndose las manos de forma compulsiva mientras las lágrimas afloraban a sus ojos transparentes. Aldo no sabía qué hacer cuando, de repente, lady Saint Albans se acercó a él casi hasta tocarlo. Pudo oler su perfume, ver de muy cerca sus bonitos ojos implorantes.
—Dígame la verdad, se lo suplico. ¿Está completamente seguro de que no lo ha dejado aquí?