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Acercándose la flor a la nariz, aspiró su intenso perfume antes de ponérsela en uno de los ojales de su viejo dolmán y seguir a Zaccaria a través del barullo al que ninguna guerra era capaz de poner fin: el de los recaderos de los hoteles vociferando el nombre de su establecimiento, los funcionarios de correos cuyo barco esperaba la correspondencia y los gondoleros en busca de clientes matinales, además de los empleados del vaporetto detenido en la estación de Santa Lucia.

—Es increíble. No hace nada que los cañones han dejado de sonar y ya hay turistas —comentó, sorprendido, Morosini.

El mayordomo se encogió de hombros.

—Siempre hay turistas. Tendría que engullimos el mar para que no viniera nadie, y aun así…

Al final de la escalera, soberbia con sus leones de bronce con las alas desplegadas y sus terciopelos amaranto bordados en oro, una larga góndola aguardaba ante una hilera de chiquillos y de curiosos; era raro ver embarcaciones tan bonitas delante de la estación. El gondolero, un muchacho alto de cabellos rubios tirando a rojo, delgado como un bailarín, se afanaba en recuperar el sombrero de Zaccaria. Lo consiguió justo cuando el príncipe embarcaba; agarró el bombín empapado y lo dejó caer a sus pies para saludarlo alegremente:

—Bienvenido, príncipe, es una gran alegría tenerlo de vuelta. Hoy es un día espléndido.

Morosini le estrechó la mano…

—Gracias, Zian. Tienes razón, es un día espléndido, aunque el sol no parezca querer salir.

No obstante, este hacía un tímido intento sobre la cúpula verde de San Simeone, que brilló un instante como si hiciera un guiño amistoso. Sentado junto a Zaccaria, Aldo se dejó bañar por el aire marino mientras Zian, tras saltar con agilidad a la cola del «escorpión» negro realzado con filetes rojos y dorados, lo conducía al centro del canal con un solo impulso de su largo remo. Y los encajes de piedra en todos los tonos de la carne que bordeaban la gran avenida líquida, los palacios, comenzaron a desfilar. El recién llegado recitaba sus nombres mentalmente como para asegurarse de que la ausencia no los había borrado: Vendramin-Calergi, Fontana, Pesaro, Sagredo, los dos Corner, Cà d'Oro, Manin, donde nació el último dux. Dandolo, Loredano, Grimani, Papadopoli, Pisani, Barbarigo, Mocenigo, Rezzonico, Contarini… Esas moradas abrían ante el viajero el Libro de Oro de Venecia, pero sobre todo representaban a padres, amigos, rostros medio borrados, recuerdos, y la bruma irisada de la mañana, que curaba misericordiosamente algunas grietas, algunas heridas, les sentaba bien. Finalmente, en la segunda curva del Canal apareció una fachada Renacimiento coronada por dos delgados obeliscos de mármol blanco y Morosini interrumpió el hilo de su pensamiento: estaba llegando a su casa.

—Celina está esperándolo —dijo Zaccaria—, y se ha puesto el uniforme reservado para las grandes ocasiones. Espero que le guste.

En efecto, al pie del alto pórtico semicircular, desde el que los largos peldaños blancos se deslizaban hasta el agua verde, tres mujeres reproducían el juego de chimenea: la de en medio, de forma bastante ovoide, se identificaba con el reloj, y las otras dos, con los finos candelabros.

—Démonos prisa, entonces —dijo Aldo, mirando divertido el bonito vestido de seda negra con pliegues almidonados y la cofia de encaje que lucía su cocinera—. Celina no soporta ir mucho rato vestida de gala. Asegura que eso le corta la inspiración, y yo llevo meses soñando con mi primera comida en casa.

—No se preocupe. Ayer me hizo ir cuatro veces a San Servolo para conseguir las cigalas más grandes y la bottega más fresca. De todas formas, tiene razón, más vale procurar que siga de buen humor.

Se trataba de simple prudencia. Los enfados de Celina eran tan famosos en el palacio Morosini como sus habilidades culinarias, su ilimitada generosidad y los extravagantes perifollos que le gustaba ponerse para oficiar ante sus fogones. Nacida al pie del Vesubio, parecía alimentar tanta lava ardiente y efervescencia como su volcán natal, lo que en Venecia constituía una especie de rareza. Allí la gente era más tranquila, más fría, más civilizada.

Ella era el principal recuerdo que la madre de Aldo había traído de su viaje de novios. La había encontrado en una calleja del viejo Nápoles, gritando y llorando sobre el cuerpo de su hermano, que acababa de ser víctima de una de las bandas que exigían pagos a la gente de los barrios pobres de la ciudad. Este hermano era la única familia de Celina, quien además acababa de librarse por un pelo de sufrir la misma suerte. Pero ¿por cuánto tiempo? La princesa Isabelle se compadeció de ella y decidió tomarla a su servicio.

A la pequeña napolitana le gustó Venecia; aunque el clima le pareció poco alegre y los habitantes de natural distante, la fisonomía romana y los bellos ojos negros de Zaccaria, entonces segundo lacayo, no tardaron en conquistarla.

Dado que se había manifestado una entusiasta reciprocidad, los casaron un caluroso día de verano en la capilla de la villa palaciega que los príncipes Morosini poseían a orillas del Brenta. Por supuesto, a la ceremonia siguió una fiesta, durante la cual el novio abusó un poco del vino. Eso hizo que la noche de boda fuese un poco movida, pues, indignada por verse sometida a los instintos lúbricos de un borracho, Celina empezó por vapulear a su esposo con el mango de una escoba antes de sumergirle la cabeza en un barreño de agua fría. Después de lo cual, fue a las cocinas para prepararle el café más negro, más cargado, más cremoso y más aromático que Zaccaria hubiera bebido jamás. Agradecido y despejado, este olvidó los escobazos y puso todo su empeño en hacerse perdonar.

Desde esa memorable noche de 1884, imprecaciones y maldiciones alternaron en el matrimonio Pierlunghi con besos apasionados, promesas de amor eterno y pequeños platos refinados que Celina preparaba a escondidas para su esposo cuando la cocinera del palacio estaba acostada, pues en aquella época Celina ocupaba un puesto de doncella.

Zaccaria disfrutaba con esas cenas íntimas, pero una noche el príncipe Enrico, padre de Aldo, volvió de su círculo antes de lo previsto y, al llegar hasta su nariz un indiscreto olor, se presentó en la cocina y descubrió el pastel al mismo tiempo que el talento culinario de la doncella. Encantado, se sentó de la forma más democrática al lado de Zaccaria, pidió un plato y un vaso y degustó su parte del festín. Ocho días más tarde, la cocinera titular arrojaba su delantal almidonado a la cabeza de la intrusa mientras esta abandonaba sus distintivos de doncella para tomar posesión de las cazuelas principescas y reinar sobre el personal de cocina con la bendición plena y total de los señores de la casa.

Nacida en el seno de una antiquísima y muy noble familia del Languedoc, los duques de Montlaure, la princesa Isabelle incluso encontró cierta satisfacción en dar algunas recetas del otro lado de los Alpes a su excelente cocinera, que las ejecutó de maravilla. Gracias a ello, toda la infancia del joven Aldo estuvo amenizada por una grata sucesión de soufflés aéreos, tartas crujientes o esponjosas, cremas sublimes y todas las maravillas que pueden nacer en una cocina cuando la sacerdotisa del santuario se dedica a mimar a los suyos. Puesto que el Cielo no le había concedido el privilegio de procrear, Celina concentró su amor en un joven señor que no tuvo motivos de queja.

Como sus padres viajaban mucho, Aldo se encontró a menudo solo en el palacio. Así pues, pasó plácidas horas, sentado en un taburete, mirando a Celina dedicarse a su suculenta alquimia regañando a sus pinches y cantando con voz potente arias de ópera y canciones napolitanas, de las que conocía un amplio repertorio. Había que verla, tocada con cintas multicolores como era típico en su región y vestida, bajo el blanco delantal de percal, con unos perifollos vistosos pero de formas imprecisas, ensanchados a medida que su propietaria se acercaba a la forma perfecta del huevo.