Estaba a punto de enfadarse, pero optó por echarse a reír.
—¡Qué obstinación la suya! Esa joya debe de ser excepcional para que desee apropiársela.
—Lo es. Es una pura maravilla. Pero ¿se la ha enseñado al menos?
—¡Dios mío, no! —dijo Morosini con desenvoltura—. Seguro que sospechaba que podría surgirme el mismo deseo que a usted de adquirirla. ¿Sabe lo que pienso?
—¿Se le ha ocurrido algo?
—Sí, algo muy de su estilo: en vista de que no pudo regalársela a la mujer que amaba, va a llevarla de vuelta a la India. Eso explicaría este nuevo viaje. Va a devolvérsela a Mumtaz Mahal. En otras palabras, a vendérsela a alguien de allí.
—Es verdad —dijo ella, suspirando—, eso sería muy típico de él. En tal caso, debo tomar otras medidas.
—¿Acaso está pensando en ir tras él?
—¿Por qué no? Para ir a la India, hay que pasar por el canal de Suez, y todos los barcos hacen escala en Port Said.
«Esta mujer es capaz de montar en el primer barco que salga —pensó Morosini—. Hay que imponer calma de inmediato.»
—Sea un poco razonable, lady Mary. Aunque dé alcance a sir Andrew en Egipto, no tendrá muchas más posibilidades de conseguir lo que quiere. A no ser que no le haya dicho que desea poseer esa joya.
—Sí que se lo he dicho, sí. Y me contestó que no pensaba ni venderla ni darla, sino quedársela para él.
—¿Lo ve? ¿Cree que se mostrará más comprensivo a la sombra de una palmera que a orillas del Támesis? Debe resignarse pensando que hay muchas otras joyas en el mundo que una mujer rica puede permitirse comprar. En última instancia, ¿por qué no encarga a un joyero que le haga una copia, con ayuda de un dibujo?
—Una copia no tendría ningún interés. Lo que yo deseo es el brazalete auténtico, porque era un presente de amor.
Aldo empezaba a pensar que la entrevista se eternizaba cuando Mina, que debía de pensar lo mismo, llamó discretamente y entró.
—Le pido disculpas, príncipe, pero le recuerdo que tiene que tomar el tren y que…
—¡Señor, lo había olvidado. Gracias por recordármelo, Mina. Lady Saint-Albans —añadió, volviéndose hacia la joven—, me veo obligado a despedirme de usted, pero, en el caso de que tenga noticias, no dejaré de comunicárselas si me da una dirección.
—Sería muy amable por su parte.
Parecía que se había tranquilizado. Sacó del bolso una pequeña tarjeta, se la dio y, tras intercambiar unas banales fórmulas de cortesía, salió por fin del despacho de Aldo escoltada por Mina.
Cuando su visitante se hubo marchado, el príncipe se quedó unos instantes pensando. ¡Qué pena que esa vieja mula de Killrenan no aceptara complacer a su bonita sobrina! En el fondo, el destino normal de una joya hermosa es mucho más que la luzca una mujer encantadora que permanecer en la caja fuerte de un coleccionista. Y como él tenía buen corazón, redactó un corto mensaje destinado a sir Andrew, preguntándole de forma encubierta si no revisaría su forma de pensar en favor de su sobrina. Mina se las arreglaría para hacerlo llegar a bordo del Robert-Bruce cuando hiciera escala en Port Said. De todas formas, Aldo no tenía ninguna prisa por vender ese pequeño tesoro, que se concedió el tiempo de contemplar otra vez antes de subir a cambiarse de ropa para el viaje y reunirse con Zian en la lancha, que el joven manejaba tan bien como la góndola.
Un rato después, iba camino de Francia.
2
La cita
Hacía un tiempo horrendo. Una aguanieve insidiosa caía de un cielo encapotado cuando Aldo Morosini salió de la estación de Varsovia. Un pequeño coche de punto lo condujo por la ruidosa calle Marzalskowska, llena de anuncios luminosos, hasta el hotel Europa, uno de los tres o cuatro establecimientos de lujo de la capital. Tenía hecha una reserva y le dieron, con todas las muestras de la más exquisita educación, una inmensa habitación pomposamente amueblada y provista de un cuarto de baño contiguo igual de majestuoso, pero cuya calefacción, más discreta que la decoración, le hizo añorar el estrecho sleeping forrado de caoba y de moqueta que había ocupado en el Nord-Express. Varsovia aún no había recuperado la elegancia refinada y el confort que le eran propios antes de la guerra.
Aunque estaba muerto de hambre, Morosini no bajó al comedor. Dado que Polonia era un país donde se comía entre las dos y las cuatro y donde la cena no se servía nunca antes de las nueve, pensó que tenía el tiempo justo de ir a ver a Aronov y se conformó con pedir que le subieran vodka acompañado de unos zakuskis de pescado ahumado.
Reconfortado por ese refrigerio, se puso una pelliza y el gorro de piel que llevaba gracias a la previsión de Zaccaria, y salió del hotel Europa después de haber preguntado el camino que debía seguir, que no era muy largo. Había parado de llover y a Morosini nada le gustaba tanto como caminar por una ciudad desconocida. Según él, era la mejor manera de conectar con ella.
Por la Krakowkie Przedmiescie, llegó a la plaza Zamkowy, cuyo trazado poco armonioso quedaba aplastado por la imponente masa del Zamek, el castillo real con sus torres verdeantes. Se contentó con echarle un vistazo, prometiéndose volver para visitarlo, y se adentró en una calle silenciosa y mal iluminada que lo condujo directo al Rynek, la gran plaza donde constantemente latía el corazón de Varsovia. Allí fue donde, antes de 1764, los reyes de Polonia, con los trajes de la coronación, recibieron las llaves de oro de la ciudad y acto seguido nombraron a los caballeros de su Milicia Dorada.
La plaza, donde seguía habiendo mercado, era noble y bonita. Sus altas casas renacentistas, con los postigos forrados de hierro, conservaban con mucha gracia, bajo los largos tejados oblicuos, un poco de sus pasados sucesivos. Algunas de esas moradas patricias antes estaban pintadas y quedaban huellas de ello.
La taberna Fukier, lugar de cita, ocupaba una de las más interesantes de estas casas, pero como la entrada, desprovista de letrero, estaba oscura, Morosini tuvo que preguntar antes de darse cuenta de que se hallaba situada en el número 27. Aquel edificio no sólo era venerable sino también célebre. Los Fugger, poderosos banqueros de Augsburgo, rivales de los Médicis, que habían llenado Europa con su riqueza y prestado dinero a numerosos soberanos, empezando por el emperador, se habían instalado allí en el siglo XVI para comerciar en vinos, y sus descendientes, tras haber adaptado su apellido al polaco convirtiéndolo en Fukier, continuaban ejerciendo el mismo negocio. Sus profundas bodegas, repartidas en tres pisos, eran quizá las mejores del país además de un lugar histórico: en 1830 y 1863, sirvieron para celebrar las reuniones secretas de los insurrectos.
Aldo sabía todo eso desde hacía poco y entró con cierto respeto en el vestíbulo, de cuya bóveda colgaba el modelo de una fragata. En una de las paredes, una cabeza de ciervo dirigía una mirada un tanto bizqueante hacia un ángel negro, sentado sobre una columna, que llevaba una cruz. Pasado este, se encontró en la sala reservada a los degustadores. Estaba amueblada en ese roble macizo que, con el tiempo, adquiere un bonito color oscuro y brillante. Una serie de grabados antiguos ornaban el artesonado.
Si no se tenía en cuenta la decoración, la taberna era similar a muchos otros cafés. Hombres sentados en torno a las mesas bebían vinos de procedencias diversas charlando y fumando. Después de haberla recorrido con la mirada, Morosini fue a sentarse a una mesa y pidió una botella de tokay. Se la llevaron totalmente polvorienta, con su etiqueta donde figuraba la descripción que se remontaba a la época de los Fugger: Hungariae natum, Poloniae educatum
El príncipe miró el vino de color ámbar durante unos instantes antes de aspirar su aroma y mojarse los labios con él. Y sólo lo hizo después de haber hecho un brindis mudo por las sombras de todos los que habían ido a beber allí antes que éclass="underline" embajadores de Luis XIV o del rey de Persia, generales de Catalina la Grande, mariscales de Napoleón, Pedro el Grande, casi todos los hombres ilustres de Polonia y especialmente los heroicos guerrilleros que intentaban acabar con el yugo ruso.