—¿Sabe lo que es?
—No. Parece… una especie de pectoral.
La palabra arrojó luz. En el momento en que la pronunciaba, su mente evocó el cuadro de Tiziano, un gran lienzo que estaba en el museo de la Academia de Venecia y donde el pintor había representado la presentación de la Virgen en el Templo. Vio con claridad al alto anciano vestido de verde y dorado, con una media luna de oro en el bonete, recibiendo al niño predestinado. Vio sus manos dando la bendición y su barba blanca, cuyas dos puntas acariciaban una joya exactamente igual.
—El pectoral del Sumo Sacerdote —susurró, impresionado—. Entonces, ¿existía? Yo creía que era fruto de la imaginación del pintor.
—Siempre ha existido, incluso después de haber escapado milagrosamente a la destrucción del Templo de Jerusalén. Los soldados de Tito no consiguieron apropiárselo. Sin embargo, confieso que me ha sorprendido que lo reconozca. Debe poseer usted una vasta cultura para haber identificado tan deprisa nuestra reliquia.
—No. Simplemente soy un veneciano que ama su ciudad y conoce más o menos todos sus tesoros, entre ellos los de la Academia. Lo que me asombra es que Tiziano representara el pectoral con tanta fidelidad. ¿Lo habría visto?
—Estoy seguro de que sí. La joya debía de encontrarse entonces en el gueto de Venecia, donde el maestro escogía a muchos de sus modelos. Incluso podría ser que el Sumo Sacerdote de su lienzo no fuera otro que Judá León Abrabanel, llamado León el Hebreo, que fue una de las eminencias intelectuales de su tiempo y quizás uno de sus guardianes. Sin embargo, el pincel mágico sólo pudo imaginar las piedras ausentes, las más preciosas, por supuesto.
—¿Cuándo desaparecieron?
—Durante el saqueo del Templo. Un levita consiguió salvar el pectoral, pero desgraciadamente lo mató un compañero, el que lo había ayudado. El hombre cogió la joya, pero, tal vez temiendo sufrir la maldición que siempre lleva aparejado el sacrilegio, no se atrevió a quedársela. Lo cual no le impidió desengastar el zafiro, el diamante, el ópalo y el rubí, o sea, las piedras más raras, con las que logró embarcar rumbo a Roma, donde su rastro se perdió. El pectoral, enterrado bajo montones de desperdicios, fue rescatado por una mujer que consiguió llegar a Egipto.
Atraído por la increíble placa de oro, en la que sus dedos vagaban de una piedra a otra, y acunado por la voz de Aronov, Morosini sentía a la vez la fascinación de las gemas y la de una historia de las que a él le gustaban.
—¿De dónde son? —preguntó—. La tierra de Palestina no produce mucha pedrería. Reunirlas debió de ser difícil.
—Las caravanas de la reina de Saba las trajeron de muy lejos para el rey Salomón. Pero ¿quiere que volvamos a la razón de su viaje?
—Por favor.
—Es bastante simple: me gustaría, si nos ponemos de acuerdo, que buscara para mí las piedras que faltan.
—¿Que yo…? ¿Está de broma?
—Ni por asomo.
—¿Unas piedras desaparecidas desde la noche de los tiempos? ¡No habla en serio!
—Al contrario, no puedo hablar más en serio; y además, las piedras no han desaparecido. Han dejado huellas, desgraciadamente sangrientas, pero la sangre es difícil de borrar. Debo añadir que poseerlas no da suerte, como suele suceder con los objetos sagrados robados. Pero, aun así, las necesito.
—¿Hasta ese punto le atrae la desgracia?
—Pocos hombres la conocen tan bien como yo. ¿Sabe lo que es un pogromo, príncipe? Yo lo sé porque viví el de Nizhni-Nóvgorod en 1882. A mi padre le clavaron clavos en la cabeza, a mi madre le arrancaron los ojos y a mi hermano pequeño y a mí nos tiraron por una ventana. Él murió en el acto; yo no. Conseguí huir, pero esta pierna y este bastón me mantienen vivo el recuerdo —añadió, golpeando aquélla con el extremo de este—. Como ve, sé lo que es la desgracia; por eso quisiera intentar apartarla de una vez por todas de mi pueblo. Y también por eso debo devolver al pectoral su integridad.
—¿Cómo podría acabar esta joya con una maldición que se remonta a hace diecinueve siglos?
Había sido una observación torpe y Morosini se dio cuenta al ver que en los labios de su anfitrión aparecía un pliegue de desdén, pero, considerando que no le correspondía a él cambiar la historia, no trató de rectificar. Aronov, sin hacer ningún comentario al respecto, continuó:
—Una tradición afirma que Israel recuperará su soberanía y su tierra ancestral cuando el pectoral del Sumo Sacerdote, que lleva engastadas las piedras simbólicas de las Doce Tribus, regrese a Jerusalén. No sonría. He dicho tradición, no leyenda.
—Sonrío por la belleza de la historia. Sin embargo, no imagino cómo podría ese sueño hacerse realidad.
—Volviendo en masa a nuestra tierra para obligar al mundo a reconocer un día un Estado judío.
—¿Y cree usted que eso es posible?
—¿Por qué no? Ya hemos empezado. En 1862, un grupo de judíos rumanos se instaló en Galilea, en Roscha Pina y en Samaria. El año siguiente unos polacos fundaron en Yesod Hamale, junto al lago Huleh, una colonia agrícola, un kibbutz. Luego, unos rusos se establecieron en los alrededores de Jaffa, y en este momento algunos jóvenes de aquí van a esa zona para hacerse pioneros. Es muy poca cosa, lo reconozco, y además la tierra es escabrosa, lleva demasiado tiempo sin ser cultivada. Hay que cavar pozos, llevar agua, y la mayoría de esos emigrantes son intelectuales. Y por si fuera poco, están los beduinos, que obligan a combatir.
—¿Y cree que la situación cambiaría si ese objeto volviera a su tierra?
—Sí, con la condición de que esté completo. La joya simboliza las Doce Tribus, la unidad de Israel. La utilidad de los símbolos reside en que despiertan el entusiasmo y alientan la fe. Pero le faltan cuatro piedras, o sea, cuatro tribus, y no de las menos importantes.
—En ese caso, ¿por qué no intenta reemplazarlas? Reconozco que, tratándose de piedras tan extraordinarias, puede resultar difícil, pero…
—No. Con las tradiciones y las creencias de un pueblo no cabe hacer trampas. Es preciso encontrar las piedras originales, a cualquier precio.
—¿Y cuenta precisamente conmigo para esa misión imposible? No le comprendo. Yo no tengo nada que ver con Israel, soy italiano y cristiano.
—Aun así, es a usted a quien quiero. Por dos razones: la primera es que usted posee una de las piedras, quizá la más sagrada de todas; la segunda, porque hace mucho tiempo se predijo que sólo el último dueño del zafiro podría encontrar las otras. Si a eso añadimos que, para mí, su profesión es una garantía de éxito…
Morosini se levantó suspirando. Le gustaban las historias hermosas, pero no los cuentos de hadas, y empezaba a sentirse cansado de este.
—Siento una gran simpatía por usted y por su causa, señor Aronov, pero debo rechazar su propuesta: no soy el hombre que necesita. O, suponiendo que alguna vez lo haya sido, ya no lo soy. Si tiene la amabilidad de hacerme acompañar…
—Todavía no. ¿Sus padres le legaron un soberbio zafiro asteroideo que, desde hace varios siglos, es propiedad de los duques de Montlaure?
—Ahí es donde se equivoca: lo era. De todas formas, no podía tratarse del suyo; este era una piedra visigoda procedente del tesoro del rey Recesvinto.
—Tesoro que provenía del de Alarico, otro visigodo, que en el siglo V tuvo el privilegio de saquear Roma durante seis días. Allí es donde se apoderó, entre otros objetos, del zafiro. Espere, voy a mostrarle algo.
Con ese paso irregular que le confería una especie de majestad trágica, Aronov se dirigió de nuevo hacia el arcón. Cuando volvió, una suntuosa joya relucía en su mano: un gran zafiro estrellado de un azul profundo y luminoso, sujeto por tres diamantes en forma de flor de lis que formaban la anilla del colgante. Nada más verlo, Morosini saltó: