—Es un recuerdo de la época en que la policía rusa actuaba aquí —gruñó el cochero—. Servía para identificarnos mejor. Otro recuerdo son los faroles que ha debido ver por la noche colgados delante de las casas. Como estamos acostumbrados, no hemos cambiado nada.
Y la visita empezó. A medida que se desarrollaba, Morosini consideraba cada vez más acertada la elección del portero del hotel. Boleslas parecía conocer todas las casas ante las que pasaban. Sobre todo los palacios, que dieron al visitante la clave del sobrenombre de Varsovia: había tantos como en Roma. En la Krakowskie Przedmiescie, la gran arteria de la ciudad, eran numerosísimos, algunos construidos por arquitectos italianos aunque sin el aspecto macizo de las grandes mansiones romanas. Edificados muchos de ellos sobre planta rectangular y flanqueados por cuatro pabellones, vestigios de antiguos bastiones fortificados, tenían grandes patios y altos tejados recubiertos de cobre oxidado que contribuían no poco al encanto multicolor de la ciudad. Boleslas le mostró los palacios Tepper, donde Napoleón conoció a María Walewska y bailó con ella una contradanza; Krasinsski, donde el futuro mariscal Poniatowski hizo bendecir las banderas de los nuevos regimientos polacos; Potocki, donde Murat dio fiestas soberbias; Soltyk, donde vivió un tiempo Cagliostro; Pac, sede de la embajada de Francia durante el reinado de Luis XV, donde se escondió Stanislas Leczinski, el futuro suegro del rey; Miecznik, cuya dama fue la musa de Bernardin de Saint-Pierre… Aldo acabó por protestar:
—¿Está seguro de que no me está enseñando París? —dijo—. Todo está relacionado con Francia y con los amores de los franceses.
—Porque entre Francia y nosotros hay una historia de amor que perdura, y no me diga que a un italiano no le gusta el amor. Sería el mundo al revés.
—El mundo seguirá al derecho; yo soy tan sensible al amor como mis compatriotas, pero ahora me gustaría visitar el castillo.
—Tiene tiempo antes de comer. Podrá ver también la casa de Chopin y la de la princesa Lubomirska, una mujer encantadora que, por amor, fue a Francia durante la Revolución sabiendo que la ejecutarían.
—¿Otra vez el amor?
—No escapará a él. Esta tarde, si sigue confiando en mí, lo llevaré a ver el castillo de Wilanow, construido por el rey Sobieski para su esposa… francesa.
—¿Por qué no?
A mediodía, el viajero decidió comer en la cukierna de la plaza del castillo, una pastelería cuya florida terraza quedaba sobre la calle. Unas muchachas vestidas como enfermeras le sirvieron un surtido de cosas deliciosas que regó con té. Siempre le habían gustado los pasteles y a veces le parecía divertido hacer una comida a base de esos caprichos, pero Boleslas, a quien había invitado, se negó a acompañarlo porque prefería alimentos más sustanciosos y prometió volver a buscar a su cliente dos horas más tarde.
Aldo se alegró de que hubiera rechazado su propuesta; el cochero era hablador y el rato de aislamiento de que disfrutó en aquel lugar, entre café y salón de té, le resultó muy grato. Morosini degustó unos mazurki, especie de pasteles de estilo vienes cuyo relleno parecía variar hasta el infinito, y unos nalesniki, tortitas calientes con mermelada, admirando algunos encantadores rostros. Era muy agradable no pensar en nada y tener la impresión de estar de vacaciones.
Prolongó esa sensación fumando un aromático puro mientras el trote alegre del caballo lo conducía al sur de la capital. Su automedonte, reducido momentáneamente al silencio, hacía la digestión dormitando y dejaba que su vehículo avanzara prácticamente solo por un camino habitual. El buen tiempo de la mañana empezaba a cambiar. Se había levantado un poco de viento que empujaba hacia el este unas nubes grisáceas, tras las cuales el sol desaparecía de vez en cuando, pero el paseo era agradable.
A Morosini le gustó Wilanow. Con sus terrazas, sus balaustres y sus dos graciosas torrecillas cuadradas, cuyos tejados de varios pisos se daban aires de pagoda, el castillo barroco erigido en medio de los jardines no carecía de encanto. Poseía lo necesario para seducir a una mujer bonita y coqueta, como sin duda era Marie-Casimire de la Grange d'Arquien, perteneciente a la alta nobleza nivernesa, a quien el amor, por hablar como Boleslas, convirtió en reina de Polonia cuando, en principio, no era ese su destino.
Aldo conocía su historia por su madre, cuyos antepasados eran primos de los duques de Gonzaga: una de sus más bellas flores, Louise-Marie, tuvo que casarse, por orden de Luis XIII, con el rey Ladislas IV cuando estaba perdidamente enamorada del apuesto Cinq-Mars. Llevó con ella a Marie-Casimire, su dama de honor preferida. Una vez en Polonia, esta se casó primero con el anciano pero rico príncipe Zamoyski y, tras enviudar al poco tiempo, con el gran mariscal de Polonia Juan Sobieski, en quien despertó una ardiente pasión. Cuando este último se convirtió en rey con el nombre de Juan III, elevó al trono a la mujer que amaba y mandó construir para ella ese palacio de verano mientras él se iba a conquistar una gloria si no universal, al menos europea, cerrando a los turcos en Viena el paso hacia Occidente y haciéndolos volverse a sus tierras.
Un guía refrescó la memoria del visitante, quien, escuchándolo, entendía cada vez menos los arrebatos líricos de su cochero sobre ese «amor de leyenda». Sobieski era legendario, desde luego, pero no podía decirse lo mismo de Marie-Casimire, mujer ambiciosa e intrigante que influyó de forma desastrosa en la política de su marido, lo enemistó con Luis XIV y, tras su muerte, no paró hasta que la Dieta polaca la envió a su país natal.
El interior del castillo resultó ser bastante decepcionante. Los rusos se habían llevado mucho de lo que contenía inicialmente. Tan sólo algunos muebles —y numerosos retratos— recordaban al gran rey. No obstante, el anticuario admiró sin reserva una encantadora arquimesa florentina, regalo del papa Inocencio IX, un espejo espléndidamente trabajado que había reflejado el evidentemente bonito rostro de la reina y una tabla de Van Iden procedente de un clavecín que la emperatriz Leonor de Austria le había regalado a aquella.
A medida que recorría las estancias, muchas de ellas vacías, Aldo se sentía invadir por una extraña melancolía. Era prácticamente el único visitante y aquel lugar profundamente silencioso estaba acabando por producirle una especie de congoja. Se preguntó qué había ido a hacer allí y lamentó no haberse quedado en la ciudad. Pensando que los jardines, bañados de nuevo por el sol, le devolverían el buen humor, decidió salir a la terraza desde la que se dominaba un brazo del Vístula para admirar, al borde del agua, los árboles gigantes que según decían había plantado Sobieski en persona. Fue entonces cuando vio a la chica.
No debía de haber cumplido los veinte años, pero poseía una belleza sorprendente: alta y espigada, con cabellos de un rubio de oro puro, ojos claros y una boca arrebatadora, llevaba con una elegancia perfecta un abrigo de paño azul ribeteado de piel de zorro blanco y un gorro a juego que le daba la apariencia de un personaje de Andersen. Parecía presa de una viva emoción y hablaba exaltadamente con un muchacho moreno, Romántico y con la cabeza descubierta, que no tenía aspecto de ser más feliz que ella pero en cuya presencia Aldo, acaparada su atención por la desconocida, ni siquiera había reparado.
Por lo que podía deducir de la actitud de los dos jóvenes, se trataba de una escena de ruptura o algo similar. La chica parecía rogar, suplicar. Tenía lágrimas en los ojos, y el muchacho también, pero, aunque hablaban bastante fuerte, Morosini no entendía una palabra de lo que decían. Lo único que comprendió fue el nombre de los protagonistas. La bella joven se llamaba Anielka, y su compañero, Ladislas.