Parapetado por discreción detrás de un tejo podado, siguió con interés el apasionado diálogo. Anielka imploraba sin parar a un Ladislas encastillado más firmemente que nunca en su dignidad. ¿Se trataría quizá de la clásica historia entre la muchacha rica y el chico pobre pero orgulloso, que quiere compartir su miseria pero no la fortuna de la amada? Con sus ropas negras y amplias, la imagen de Ladislas se acercaba bastante a la de un nihilista o un estudiante iluminado, y el espectador escondido no comprendía por qué aquella encantadora jovencita estaba tan interesada en él; sin duda era incapaz de ofrecerle un porvenir digno de ella, o simplemente un porvenir sin más. ¡Y ni siquiera era muy guapo!
De pronto, el drama alcanzó su punto álgido. Ladislas estrechó a Anielka entre sus brazos para darle un beso demasiado apasionado para no ser el último; luego, apartándose de ella pese a una tentativa desesperada de la joven por retenerlo, se alejó a toda prisa, haciendo ondear al frío viento un abrigo demasiado largo y una bufanda gris.
Anielka no intentó seguirlo. Se acodó en la balaustrada, se inclinó hasta dejar que su cabeza descansara sobre sus brazos y se puso a llorar. Aldo, por su parte, permaneció inmóvil sin saber muy bien qué hacer. No se veía yendo a ofrecer banales palabras de consuelo a la desesperada, pero, por otro lado, le resultaba imposible marcharse y dejarla allí, sola con su pena.
La joven se incorporó y permaneció un rato de pie, con las manos apoyadas en la piedra, muy erguida, mirando el paisaje que se extendía a sus pies; luego se resolvió a irse. En cuanto a Aldo, decidió seguirla. Pero, en lugar de dirigirse hacia la entrada del castillo, la muchacha tomó la escalera que llevaba a orillas del río, cosa que no dejó de inquietar a Morosini, presa de un extraño presentimiento.
A pesar de que el paso del príncipe era ligero y silencioso, ella se percató enseguida de su presencia y echó a correr con una rapidez que le sorprendió. Sus finos pies, calzados con zapatos de ante azul, volaban sobre la grava del camino. Iba directa al río y esta vez, disipada su última duda, Aldo se lanzó en su persecución. Él también corría deprisa; desde su vuelta de la cautividad había tenido tiempo de hacer deporte —natación, atletismo y boxeo— y se encontraba en plena forma física. Sus largas piernas disminuyeron la ventaja de la chica, pero no logró alcanzarla hasta llegar a la orilla misma del Vístula. Ella profirió un grito estridente y se debatió con todas sus fuerzas pronunciando palabras incomprensibles, aunque no parecían muy amables. Él la zarandeó con la esperanza de que callaría y se tranquilizaría.
—¡No me obligue a abofetearla para conseguir que se calme! —dijo en francés, esperando que perteneciera a la mayoría francófona de su país. Su deseo se cumplió.
—¿Quién le ha dicho que necesito que me calmen? Además, ¿por qué se entromete? ¡Vaya idea, dedicarse a perseguir a la gente y abalanzarse sobre ella!
—Cuando la gente se dispone a cometer una solemne tontería, es un deber impedírselo. ¿O acaso va a decirme que no tenía intención de arrojarse al agua?
—Y si fuera así, ¿qué? ¿A usted qué le importa? ¿Lo conozco acaso?
—Reconozco que somos unos desconocidos el uno para el otro, pero quiero que sepa por lo menos una cosa: soy un hombre con gusto y no soporto ver destruir una obra de arte. Eso es lo que usted estaba a punto de hacer, de modo que he intervenido. Y doy gracias a Dios por haberme permitido alcanzarla antes de que se zambullera; no me habría hecho ninguna gracia meterme en esa agua gris que debe de estar helada.
—¿La obra de arte soy yo? —preguntó la joven en un tono un poco más sosegado.
—¿Ve a alguien más? Vamos, jovencita, ¿y si intentara contarme sus penas? Sin querer, al salir del castillo he sido testigo involuntario de una escena que parece haberle causado un gran disgusto. No hablo su lengua, así que no he entendido gran cosa, salvo quizá que usted ama a ese muchacho y que él la ama a usted, pero quiere hacerlo poniendo sus propias condiciones. ¿Me equivoco?
Anielka alzó hacia él una mirada titilante de lágrimas. ¡Qué ojos tan bonitos tenía! Eran exactamente del mismo color que un río de miel al sol. Morosini sintió de pronto un furioso deseo de besarla, pero se contuvo pensando que, después del apasionado beso del enamorado, el suyo sin duda le resultaría desagradable.
—No se equivoca —dijo ella suspirando—. Nos amamos, pero si no puedo ir con él es porque no soy libre.
—¿Está casada?
—No, pero…
La frase quedó en el aire y una expresión de angustia marcó el encantador rostro de la muchacha, que miraba algo por encima del hombro de Morosini. Un tercer personaje acababa de hacer su aparición. Aldo tuvo la certeza de que así era al oír el ruido de una respiración a su espalda. Se volvió. Un hombre tremendamente corpulento y vestido como un sirviente de buena casa estaba detrás de él, con su sombrero hongo en la mano. Sin siquiera dirigirle una mirada, pronunció unas palabras con voz gutural. Anielka bajó la cabeza y se apartó de su compañero.
—¡Qué desagradable es no entender nada! —exclamó este—. ¿Qué ha dicho?
—Que están buscándome por todas partes, que mi padre está muy preocupado… y que debo volver a casa. Discúlpeme.
—¿Quién es?
—Un sirviente de mi padre. Déjeme pasar, por favor.
—Me gustaría volver a verla.
—Pues yo no tengo ningunas ganas, de modo que no hay más que hablar. No le perdonaré nunca que se haya interpuesto en mi camino. De no ser por usted, a estas horas estaría tranquila… Ya voy, Bogdan.
Durante el breve diálogo, el hombre no se había movido, limitándose a tender a la joven el gorro de piel que había perdido mientras corría. Ella lo cogió, pero no se lo puso. Echándose hacia atrás con gesto cansado los largos y sedosos mechones de su cabellera suelta, al tiempo que con la otra mano se ajustaba el abrigo, se dirigió sin volverse hacia la verja del castillo.
Morosini, impresionado, se dio cuenta de que el día se había vuelto gris, oscurecido por la bruma que subía del río. Ninguna mujer lo había tratado nunca con esa mezcla de desprecio y descaro, y había tenido que hacerlo precisamente la única que le había gustado desde su ruptura con Dianora. Ni siquiera sabía su apellido; sólo su encantador nombre de pila. Claro que ella no se había molestado en averiguar el suyo. Aldo se sintió todavía más intrigado que humillado.
Las dos siluetas empezaban a desaparecer en la gran alameda cuando se decidió por fin a ir tras ellas. Echó a correr como si su vida dependiera de ello.
Cuando llegó al imponente pórtico de los pilares rematados por estatuas, a través del cual se accedía al castillo y ante el que el cochero y su vehículo lo esperaban, vio a la joven montar en una limusina negra mientras Bogdan le mantenía abierta la portezuela. Después, este se instaló en el asiento del conductor y arrancó. Morosini ya había llegado a la altura de Boleslas, que, sin duda a falta de otras distracciones, observaba también la partida de la limusina fumando un cigarrillo, y montando en el vehículo ordenó:
—¡Deprisa! ¡Siga a ese coche!
El cochero se echó a reír a carcajadas.
—No creerá que mi caballo puede seguir a un monstruo como ese, ¿verdad? Está muy sano y no quiero matarlo… aunque me ofreciera una fortuna. Pídame otra cosa.
—¿Qué voy a pedirle? —refunfuñó Morosini—. A no ser que sepa de quién es ese coche…
—Eso es algo razonable, ¿ve? Pues claro que lo sé. Habría que estar ciego y ser tonto para no conocer a la chica más guapa de Varsovia. El coche pertenece al conde Solmanski y la señorita se llama Anielka. Debe de tener dieciocho o diecinueve años.
—¡Fantástico! ¿Y sabe dónde viven?
—Por supuesto. ¿Quiere que se lo indique de vuelta al hotel?