—Si lo hace, le estaré muy agradecido —dijo Morosini, tendiéndole un billete que el hombre se guardó sin complejos.
—Eso se llama comprender el agradecimiento —dijo este riendo—. Los Solmanski no viven en la zona del Europa, sino en la Mazowieka.
Volvieron al mismo paso que a la ida, lo que dio a los ocupantes de la limusina tiempo de llegar. Así pues, cuando el coche de punto pasó sin detenerse por delante de su casa, allí todo estaba en calma. Morosini se limitó a apuntar el número y a fijarse en los ornamentos del porche, prometiéndose regresar por la noche. Tal vez fuera una tontería, teniendo en cuenta que se marchaba al día siguiente, pero sentía el vivo deseo de saber un poco más sobre Anielka y de conseguir ver de nuevo su encantador rostro.
Sin embargo, en el hotel lo esperaba una doble sorpresa. Primero en su habitación, donde un rápido vistazo le indicó que había sido visitada. No faltaba nada en su equipaje, todo estaba en orden, pero para un hombre tan observador como él no cabía ninguna duda: habían registrado sus cosas. ¿En busca de qué? Ésa era la cuestión. El único objeto de algún interés, la copia del zafiro, no salía de sus bolsillos. ¿Entonces…? ¿Quién podía tener interés en un viajero que había llegado el día anterior —y por añadidura desconocido— hasta el punto de registrar sus cosas? Era bastante absurdo, pero Morosini se negó a darle más vueltas al asunto. Quizá se tratara de un vulgar ratero de hotel en busca de una ganga en la habitación de un cliente que por su aspecto parecía adinerado. En tal caso, podía resultar instructivo observar un poco la fauna del Europa.
Aldo decidió cenar allí mismo, se aseó rápidamente, se cambió el traje por un esmoquin, salió de la habitación y bajó al vestíbulo, ese corazón palpitante de todo gran hotel que se precie, donde pidió un periódico francés antes de ir a sentarse en un sillón protegido de las corrientes de aire por una enorme aspidistra. Desde allí podía vigilar la puerta giratoria, el mostrador de la recepción, la gran escalera y la entrada del bar.
Como todos los grandes hoteles de una generación que había visto la luz a principios del siglo XX, el Europa hacía gala de una falta total de imaginación en lo relativo a su decoración. Al igual que en su homónimo de Praga, los dorados se codeaban con las vidrieras modern style, los frescos y las estatuas, los apliques y las arañas de bronce. Sin embargo, había algo diferente y bastante simpático: un ambiente más cálido, casi familiar. Las personas que se sentaban en torno a las mesas o en los sillones se saludaban sin conocerse con una sonrisa o un ademán de la cabeza, lo que permitía suponer que pertenecían al pueblo polaco, uno de los más corteses y amables del mundo. Tan sólo una pareja norteamericana que parecía aburrirse prodigiosamente y un viajero belga, rollizo y solitario, que devoraba los periódicos bebiendo cerveza rompían un poco el encanto.
Morosini, que fingía leer, intentaba adivinar observando a aquellas personas —había algunas mujeres bonitas que parecían hermanas más rubias de las que uno se encontraba en París, en el Ritz o en el Claridge— quién podía ser su visitante, cuando de repente sucedió algo: todas las cabezas se volvían hacia la gran escalera, por cuyos peldaños, cubiertos con una alfombra roja, una mujer descendía lentamente. ¿Una mujer? Más bien una diosa a la que Aldo, trasladado muchos años atrás, identificó al primer golpe de vista. El fabuloso abrigo de chinchilla no era el mismo que el de la Navidad de 1913, pero el porte de reina, el rubio nacarado y los ojos de aguamarina eran exactamente igual que como los recordaba: quien se acercaba, dejando arrastrar tras de sí el largo vestido de terciopelo negro ribeteado de la misma piel, era ni más ni menos que Dianora.
Al igual que antes en Venecia, no se apresuraba, sin duda para saborear el silencio provocado por su llegada y las miradas de admiración que se alzaban hacia su luminosa imagen. Se detuvo a media escalera, con una mano apoyada en la barandilla de bronce, y examinó el vestíbulo como si buscara a alguien.
Desde el bar, un joven con frac se precipitó hacia ella subiendo los escalones de dos en dos, con la prisa un poco torpe de un cachorro que ve llegar a su ama. Dianora lo recibió con una sonrisa, pero no se movió; seguía mirando hacia abajo, y Aldo, cuya mirada se cruzó con la suya, se dio cuenta de que era a él a quien observaba, con una ceja un poco levantada por la sorpresa y una sonrisa en los labios.
Morosini dudó un instante sobre el comportamiento que debía adoptar; luego cogió de nuevo el periódico con mano un tanto trémula pero con determinación, totalmente decidido a no dejar traslucir ni un ápice su emoción. Sin embargo, si esperaba escapar a su pasado, se equivocaba. Mientras acababa de bajar la escalera, la joven dijo unas palabras al chico del frac, que pareció un poco sorprendido pero se inclinó y volvió al bar. Morosini, imperturbable, no se movió pese a que una ligera corriente de aire le llevaba una ráfaga de un perfume familiar.
—¿Por qué finges leer como si no me hubieras visto, querido Aldo? —preguntó la voz de sobra conocida—. No es una actitud muy galante. ¿O acaso he cambiado mucho?
Sin la menor prisa, él dejó la hoja impresa y se levantó para inclinarse sobre una pequeña mano en la que resplandecían unos diamantes.
—Sabes muy bien que no, amiga mía. Sigues siendo igual de bella —dijo en un tono sereno que lo sorprendió—, pero es posible que acercándote a mí corras cierto peligro.
—¿Cuál, Dios mío?
—El de no ser bien recibida. ¿No se te ha pasado por la cabeza que yo no desee nuevos encuentros?
—¡No digas tonterías! Hemos compartido momentos agradables, me parece. ¿Por qué no iba a causarnos placer volver a vernos?
Sonriente y segura de sí misma, tomó asiento en un sillón al tiempo que abría el abrigo, lo que permitió a Morosini constatar que había conservado el gusto por las gargantillas altas, que tan bien sentaban a su cuello flexible y delicado. Esta, de esmeraldas y diamantes, era de una rara belleza, y Aldo olvidó por un instante a la joven para admirar sin reserva la joya, una joya que recordaría si la hubiera visto antes y que Dianora no poseía cuando era la esposa de Vendramin. Si hubiera hecho lo que tenía ganas de hacer, habría buscado en su bolsillo la lupa de joyero de la que nunca se separaba para examinar el objeto más de cerca, pero la cortesía exigía que mantuviera la conversación.
—Me alegro de que sólo conserves recuerdos buenos —dijo fríamente—. Es posible que no tengamos los mismos. El último que me queda no es de los que gusta rememorar, sobre todo en el vestíbulo de un hotel.
—Entonces no lo rememores. Que Dios me perdone, Aldo, ¿tan resentido estás conmigo? —repuso ella con más seriedad—. Sin embargo, no creo haber cometido una falta tan grande dejándote. La guerra acababa de estallar… y no teníamos futuro.
—¿Sigues estando convencida de eso? Podías haberte convertido en mi mujer, como te rogué, y haber hecho lo mismo que las demás esposas de soldados: esperar.
—¿Tres años? ¿Tres largos años? Perdona, pero yo no sé esperar, nunca he sabido. Lo que quiero, lo que deseo, debo tenerlo en el acto. Y tú estuviste mucho tiempo preso. No habría podido soportarlo.
—¿Qué habrías hecho? ¿Me habrías engañado?
Lejos de intentar desviar la mirada, ella clavó sus ojos límpidos en él con aire pensativo.
—No lo sé —respondió con una franqueza que provocó una mueca en su interlocutor.
—¿Y tú afirmabas que me amabas? —dijo él con una amargura teñida de desdén.
—Claro que te amaba…, quizás incluso todavía siento por ti… algo —añadió con esa sonrisa a la que él era incapaz de resistirse en la época de sus amores—. Pero la pasión se adapta mal a la vida cotidiana, sobre todo en tiempos de guerra. Aunque no lo creyeras, tenía que protegerme. Dinamarca está muy cerca de Alemania y yo seguía siendo para todos una extranjera, casi una enemiga. Pese a llevar una corona de condesa veneciana, no podía sino ser sospechosa.