Выбрать главу

—No lo habrías sido si hubieras aceptado llevar una corona principesca. Nadie la toma con una Morosini sin exponerse a pillarse los dedos. Junto a mi madre no tenías nada que temer.

—Ella no me quería. Además, cuando dices que no tenía nada que temer, olvidas una cosa: que al volver de la guerra tuviste que ponerte a trabajar. Porque desde luego no te has hecho anticuario de buen grado.

—Más de lo que crees. Mi oficio me apasiona. Pero, si te he entendido bien, ¿intentas decirme que, de haberte convertido en mi mujer, habrías tenido que temer la pobreza? ¿Es eso?

—Sí, lo admito —dijo ella con esa franqueza sin matices que siempre la había caracterizado—. Aunque no hubieran comenzado las hostilidades, no me habría casado contigo porque sospechaba que no podrías mantener tu tren de vida durante muchos años más, y, qué quieres, yo siempre he temido las estrecheces desde que dejé la casa paterna. No éramos ricos y lo pasé mal. No se puede imaginar lo que es eso cuando siempre se ha conocido la opulencia —añadió, jugueteando con una pulsera que debía de sumar una buena cantidad de quilates—. Antes de casarme con Vendramin, no sabía lo que era un par de medias de seda.

—En cualquier caso, ahora no pareces estar necesitada. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo es que estás tan informada sobre mis asuntos? No se te ha visto desde hace mucho en Venecia, que yo sepa…

—No, pero sigo teniendo amigos allí.

Él le dedicó la sonrisa a la vez burlona e indolente que raramente dejaba de causar efecto.

—¿Luisa Casati, por ejemplo?

—Así es. ¿Cómo lo sabes?

—Muy sencillo: la noche que salí de Venecia para venir aquí, me había invitado a una de sus fiestas y, para atraerme, me había anunciado una sorpresa, adelantándome que me interesaba mucho ir si deseaba tener noticias tuyas. Por un momento pensé que estabas en su casa.

—No estaba. Pero tú te marchaste…

—Pues sí. ¡Qué quieres! Me he convertido en un hombre de negocios, o sea, en un hombre serio. Pero, en ese caso, me pregunto cuál sería la sorpresa.

Antes de que Dianora tuviera tiempo de responder, el joven con frac, seguramente cansado de esperar, salió del bar y se dirigió hacia ellos con expresión a la vez contrita y preocupada. Se disculpó por interrumpir un diálogo que le era ajeno y suplicó a la joven que tuviera en cuenta que el tiempo pasaba deprisa y que ya iban con retraso. Un pliegue de contrariedad se formó de inmediato en la bonita frente de Dianora.

—¡Dios, qué pesado eres, Sigismond! Por una increíble casualidad acabo de encontrarme con un amigo… querido, al que había perdido de vista hacía mucho y vienes tú a hablarme de la hora. Me entran ganas de cancelar esa cena.

Morosini se puso de pie inmediatamente y se volvió hacia el joven, que parecía a punto de echarse a llorar.

—Por nada del mundo quisiera alterar su programa de esta noche, caballero. En cuanto a ti, querida Dianora, no debes retrasarte más. Nos veremos un poco más tarde… o mañana por la mañana. Yo no me voy hasta la noche.

—No. Prométeme que me esperarás. No nos hemos dicho ni la mitad de lo que hemos acumulado durante estos años. Prométemelo o no me voy —dijo en un tono decidido—. Después de todo, apenas conozco a tu padre, el conde Solmanski, querido Sigismond, y mi ausencia no debería causarle un gran pesar.

—¡No lo creas! —exclamó el joven—. Sería una grave ofensa para él si anunciaras que no vas a asistir en el último momento. Te lo ruego, ven.

—Pues claro, querida, tienes que ir —intervino Morosini, a quien el apellido del muchacho acababa de despertar vivamente la curiosidad—. Prometo esperarte. Ven a buscarme al bar cuando vuelvas. Yo voy a comer alguna cosa aquí mismo.

—Está bien —suspiró la joven, levantándose y ajustándose el abrigo de chinchilla—, me rindo a vuestros argumentos. Vamos entonces, Sigismond. Hasta luego, Aldo.

Cuando hubo desaparecido, atrayendo todas las miradas a su paso, el príncipe se encaminó al restaurante. Un ceremonioso maître lo instaló en una mesa decorada con tulipanes rosa e iluminada por una lamparita con pantalla de color amarillo dorado. Luego le entregó una gran carta y se alejó con un saludo para dejarlo elegir los platos. Ésa no era, sin embargo, la principal preocupación de Morosini, bastante excitado ante la idea de que Dianora fuera a cenar en la casa de la Mazowieka a la que él había pensado acercarse para echar un vistazo. Tal cosa quedaba ya descartada; se enteraría de algo más cuando su bella amiga regresara, pues la mirada de una mujer es siempre mucho más sutil que la de un hombre. Sobre todo cuando hay una jovencita encantadora. Sería muy instructivo escuchar lo que le dirían sobre ella un rato más tarde.

Esta perspectiva puso de buen humor a Aldo, que pidió una cena compuesta de caviar —siempre le habían encantado esos huevecillos grises—, de kaczka, pato asado relleno de manzanas, y de esos kolduni cuya receta, según los polacos, se la dio a un enamorado, para su banquete de boda, una diosa que había ido a bañarse en el Wilejka y fue retenida por aquél mediante una artimaña. Se trataba de una especie de raviolis rellenos de carne y de tuétano de buey, aromatizados con mejorana y hervidos, que había que comerse enteros para que se rompieran en la boca. En cuanto a la bebida, para estar seguro de no equivocarse, escogió un champán, que además tendría la ventaja de ayudarle a digerir.

Mientras su mirada vagaba por el comedor, donde la cristalería y la vajilla relucían, Aldo pensaba que la vida reserva curiosas sorpresas. Dianora debía de estar muy lejos de imaginar que él la esperaba pensando en otra, y él mismo admitía de buen grado que la conversación de hacía un rato quizá se habría desarrollado de un modo muy diferente si la rubia Anielka no hubiera aparecido. La ninfa desconsolada del Vístula acababa de hacerle un gran favor volviéndolo menos sensible al asalto de recuerdos demasiado agradables. Al tiempo que le hacía sentir una emoción nueva, actuaba para él a la manera de una de esas graciosas pantallas que se colocan delante de las llamas del hogar a fin de atenuar su calor. En realidad, Aldo estaba ardiendo, pero en deseos de volver a verla.

Desgraciadamente, no le quedaba mucho tiempo si quería tomar el tren al día siguiente por la noche, y posponer su partida supondría retrasarse varios días, cuando en casa lo esperaban algunos asuntos importantes. Por otro lado, aunque se muriera de ganas, ¿valía la pena perder tiempo por una chica enamorada de otro hombre y a la que, a todas luces, él no le interesaba en absoluto? ¿Lo más sensato no sería dejarla atrás?

Todos esos interrogantes ocuparon la mayor parte de una cena que la orquesta convirtió en una especie de ducha escocesa alternando alegres mazurcas y nocturnos desgarradores.

Después de tomar café —uno de esos brebajes infames cuyo secreto poseen los hoteles—, Aldo regresó al bar, donde sólo tendría que temer la intervención de un discreto pianista y cuya atmósfera sigilosa le gustaba. Había unos hombres, sentados en altos taburetes, que conversaban en voz baja bebiendo diferentes bebidas. Él pidió un buen coñac y pasó largos minutos con la copa en la mano aspirando su aroma, mientras seguía con los ojos las volutas azuladas que ascendían de su cigarrillo.

Ya se había acabado la copa y estaba decidiendo si iba a pedir otra cuando el camarero, que acababa de contestar al teléfono interior, se acercó a su mesa.

—El señor me perdonará si me permito suponer que es el príncipe Morosini.

—En efecto.

—Debo transmitirle un mensaje. La señora Kledermann acaba de regresar y comunica a Su Alteza Serenísima que se siente demasiado cansada para prolongar la velada y que se ha retirado.