—¿La señora qué? —preguntó Aldo, sobresaltado, con la extraña sensación de que el techo acababa de caerle sobre la cabeza.
—La señora de Moritz Kledermann, esa bellísima dama a la que me ha parecido ver conversar en el vestíbulo, antes de cenar, con Su Alteza. Presenta sus excusas, pero…
Morosini estaba tan estupefacto que el camarero, preocupado, se preguntaba si no habría metido la pata cuando, de repente, su interlocutor pareció volver en sí y se echó a reír.
—Tranquilo, amigo, todo va bien. E incluso irá todavía mejor si me trae otro coñac.
Cuando el hombre volvió con la bebida, Morosini le puso un billete en la mano.
—¿Podría decirme qué habitaciones ocupa la señora Kledermann?
—Desde luego. La suite real, por supuesto.
—Por supuesto.
El suplemento de alcohol se revelaba necesario, contrariamente a lo que se podía temer, para que Aldo recuperase el equilibrio ante la tercera, y no la menor, sorpresa de la velada. El hecho de que Dianora se hubiese vuelto a casar no lo sorprendía. Hasta había llegado a suponerlo. El fasto desplegado por la joven, sus joyas fabulosas —las que le había regalado el viejo Vendramin no eran tan impresionantes—, todo hacía suponer la presencia de un hombre enormemente rico. Sin embargo, que ese hombre fuera el banquero de Zurich con cuya hija el señor Massaria le había propuesto que se casara superaba todo lo imaginable. Era incluso para morirse de risa. Si hubiera aceptado, Dianora se habría convertido en su suegra. Era un material perfecto para escribir una tragedia… o más bien una de esas tragicomedias que tanto gustan a los franceses.
La aventura era bastante divertida, merecía ser prolongada un poco. Charlar con la mujer del banquero suizo iba a ser un momento apasionante.
Levantándose por fin del sillón, Morosini se dirigió hacia la gran escalera y la subió con paso indolente. No había ninguna necesidad de preguntar en recepción para encontrar la suite real; era pan comido para un habitual de los grandes hoteles. Al llegar al primer piso, fue directamente hasta una imponente doble puerta, a la que llamó preguntándose qué motivos tendría Dianora, que sin duda viajaba sola con una doncella, para alojarse allí. En todos los grandes hoteles, la suite real se componía en general de dos salones, cuatro o cinco dormitorios y otros tantos cuartos de baño. Es verdad que no era muy amiga de la sencillez, pero…
Le abrió una doncella. Sin preguntarle nada, giró sobre sus talones y lo condujo, pasando por una antecámara, a un salón amueblado en estilo Imperio donde lo dejó solo. La habitación era majestuosa, los muebles decorados con esfinges doradas, eran de gran calidad, y algunos cuadros correctos que representaban paisajes cubrían las paredes, pero parecía más apropiada para recepciones oficiales que para charlas íntimas. Por suerte, el fuego encendido en la chimenea arreglaba un poco las cosas. Aldo fue a sentarse junto al único elemento cálido y encendió un cigarrillo.
Siguieron otros tres, y empezaba a impacientarse cuando una puerta se abrió por fin para dejar paso a Dianora. Al entrar ella, se levantó:
—¿Tienes la costumbre de dejar entrar al primero que llega? —dijo con ironía—. Tu doncella ni siquiera me ha dado tiempo a decir mi nombre.
—No necesitaba hacerlo. Pero tú no tenías mucha prisa por venir a verme.
—Nunca la tengo cuando no me invitan. Si me hubieras llamado, habría venido inmediatamente.
—Entonces, ¿por qué has venido, si no te he llamado?
—He sentido un vivo deseo de charlar contigo. Antes no tenías la costumbre de acostarte pronto, y tu reunión no se ha prolongado mucho. En realidad, has vuelto temprano. ¿Tan aburrida era?
—Más de lo que puedas imaginar. El conde Solmanski es sin duda un perfecto caballero, pero tan divertido como la puerta de una calabozo, y en su casa se respira un ambiente glacial.
—En ese caso, ¿por qué has ido? Tampoco tenías la costumbre de relacionarte con personas que te desagradaban o te aburrían.
—He aceptado ir a esa cena para complacer a mi marido, con quien Solmanski está en tratos. Por cierto, creo que no te he dicho que he vuelto a casarme.
—Me he enterado por el camarero del bar, con cierta sorpresa, claro; aunque, en definitiva, es una forma como cualquier otra de ser informado. Y hablando de sorpresa, supongo que era ésa la que me reservaba Luisa Casati la otra noche. ¿Ese feliz acontecimiento ha sido reciente?
—No mucho. Llevo casada dos años.
—Mis más sinceras felicitaciones. De modo que ahora eres suiza —añadió Morosini con una sonrisa impertinente—. No es de extrañar que hayas vuelto al hotel tan pronto. La gente se acuesta temprano en ese país; además, es excelente para la salud.
Dianora no pareció apreciar la ironía. Volvió la espalda a su visitante, permitiéndole así admirar la perfección de su silueta en un largo vestido de interior, de fina lana blanca ribeteado de armiño.
—Te conocía como un hombre con más delicadeza —murmuró—. Si deseas decirme cosas desagradables, no voy a tardar en arrepentirme de haberte recibido.
—¿De dónde sacas que quiero desagradarte? Simplemente pensaba que conservabas el sentido del humor de antes. Pero hablemos como buenos amigos y cuéntame cómo te convertiste en la señora Kledermann. ¿Fue un flechazo?
—De ningún modo, al menos en lo que a mí se refiere. Conocí a Moritz en Ginebra, durante la guerra. Enseguida me hizo la corte, pero entonces yo deseaba conservar mi libertad. Seguimos viéndonos y al final acepté casarme con él. Es un hombre que está muy solo.
Morosini encontró la historia un poco corta, y sin embargo sólo se creyó una parte: nunca había conocido a un coleccionista que se sintiera solo; la pasión que alimentaba siempre era suficiente para llenar sus ratos libres, suponiendo que tuviera muchos. Lo cual no debía de ser el caso de un hombre de negocios de su envergadura. No obstante, se guardó sus reflexiones para sí y se limitó a decir indolentemente:
—¿Muy solo, dices? En el mundo en el que ahora me muevo, el de los coleccionistas, tu esposo es bastante conocido, y me parece haber oído comentar que tiene una hija.
—Sí, pero no la conozco mucho. Es una criatura extraña, muy independiente. Viaja sin parar para satisfacer su pasión por el arte. De todas formas, no nos tenemos demasiada simpatía.
Eso, Morosini no lo ponía en duda. ¿Qué hija sensata desearía ver a su padre atrapado por una sirena tan enloquecedora? Dianora se acercó de nuevo a él y su resplandor lo impresionó más que antes, a pesar de que se había quitado todas las joyas para lucir ese sencillo vestido blanco que, al abrirse al caminar, le recordaba que la joven poseía las piernas más bonitas del mundo. Para disfrutar un poco más del espectáculo, retrocedió hacia la chimenea y se apoyó en ella. Se sorprendió preguntándose qué llevaría debajo del vestido. Seguramente no gran cosa.
Para romper el encanto, encendió un cigarrillo y luego preguntó:
—¿Sería una indiscreción preguntarte si te encuentras a gusto en Zurich? Te veo más en París o en Londres. Aunque es cierto que Varsovia es más alegre de lo que creía. Ha sido una sorpresa encontrarte aquí.
—Y para mí también lo ha sido. ¿Qué has venido a hacer?
—Ver a un cliente. Nada apasionante, como ves… No has perdido esa costumbre que tenías de responder a una pregunta con otra pregunta.
—¡No seas pesado! Ya te he respondido. Unos amigos y yo decidimos hacer un viaje por Europa central, pero a ellos no les tentaba venir a Polonia. Así que los dejé en Praga y vine sola para hacerle esta visita a Solmanski, pero me reúno de nuevo con ellos mañana en Viena. ¿Satisfecho esta vez?
—¿Por qué no? Aunque me cuesta verte como una mujer de negocios.