—El término es excesivo. Digamos que soy para Moritz una… recadera de lujo. Soy algo así como su escaparate; está muy orgulloso de mí.
—¡Y con razón! ¿Quién podría llevar mejor que tú las amatistas de Catalina la Grande o la esmeralda de Moctezuma?
—Por no hablar de algunos aderezos comprados a una o dos grandes duquesas escapadas de la revolución rusa. El que llevaba esta noche es uno de ellos. Pero nunca he tenido el privilegio de lucir las joyas históricas; Moritz les tiene demasiado apego. Bueno, veo que sabes muchas cosas…
—Es mi oficio. Si no lo sabes, te lo digo: soy experto en joyas antiguas.
—Sí, lo sé… Pero ¿no podríamos hablar de otro tema que no sea mi marido?
Dianora se levantó del brazo del sillón en el que estaba apoyada, no sin mostrar un muslo escultural, y se dirigió hacia el príncipe sabiendo que le sería imposible escapar sin hacer una maniobra ridícula, pues la chimenea se lo impedía.
—¿Cuál, por ejemplo?
—Nosotros. ¿No estás impresionado por esta asombrosa coincidencia que ha hecho que volvamos a encontrarnos después de tantos años? Yo me siento inclinada a verla como… una señal del destino.
—Si el destino hubiera decidido intervenir en esto, nos habríamos encontrado antes de que te casaras con Kledermann. Tiene una presencia que debe tomarse en consideración.
—¡No hasta tal extremo! Por el momento está en la otra punta del mundo. En Río de Janeiro, para ser más exacta, y tú estás muy cerca de mí. Antes éramos grandes amigos, creo recordar.
Con una grosería deliberada, Aldo expulsó el humo del cigarrillo, aunque sin enviarlo hacia la cara de la joven, como si esperara que lo protegiese de ese encanto incomparable que emanaba de ella.
—Nunca hemos sido amigos, Dianora —dijo con dureza—. Éramos amantes… apasionados, creo, y fuiste tú quien decidiste romper. No es posible pegar los trozos de una pasión.
—Una hoguera que se cree apagada puede reavivarse con ardor. A mí me gusta aprovechar lo que ofrece cada instante, Aldo, y esperaba que a ti te ocurriera lo mismo. No te propongo una relación, sino un simple regreso momentáneo a un magnífico pasado. Nunca has estado tan seductor…
Dianora estaba contra él, demasiado cerca para la paz de su alma y de sus sentidos. El cigarrillo cayó a sus pies. —Estás guapísima…
Había sido un susurro, pero ella estaba tan cerca… Un instante después, el vestido blanco caía sobre el brazo con el que Aldo rodeaba la cintura de la joven, demostrándole que no se había, equivocado: no llevaba nada debajo. El contacto de aquella piel divinamente sedosa acabó de desencadenar un deseo que el hombre ya no tenía ningunas ganas de contener.
Mientras volvía a su habitación a la hora en que los sirvientes del hotel empezaban a colocar delante de las puertas los zapatos lustrosos de los clientes, Morosini se sentía molido de cansancio a la vez que ligero como una pluma. Lo que acababa de suceder lo rejuvenecía diez años, dejándole al mismo tiempo una extraordinaria impresión de libertad. Tal vez porque entre ellos ya no se trataba de amor, sino de la búsqueda de un acuerdo perfecto que se había producido con toda naturalidad. Sus cuerpos se habían vuelto a unir, se habían adaptado el uno al otro de un modo espontáneo y habían desgranado casi alegremente el rosario de caricias de antaño, que, sin embargo, les parecían completamente nuevas. Nada de preguntas, nada de promesas, nada de confesiones que ya no tendrían sentido sino el sabor a la vez áspero y delicado de un placer que seguramente eran el único que podían darse. El cuerpo de Dianora era un objeto artístico hecho para el amor. Sabía proporcionar raros deleites que Aldo, sin embargo, no trataría de repetir. Su último beso había sido realmente el último, dado y recibido en una encrucijada de caminos que se separaban sin que él, pese a todo, lo lamentara.
Tal como ella le había dicho riendo, «el tiempo pasado había vuelto», pero sólo por unas horas. El verdadero adiós seguía siendo el de la carretera a orillas del lago de Como, y Morosini descubrió que eso no le hacía sufrir. Tal vez porque en el transcurso de esa noche ardiente, otro rostro se superpuso como una máscara sobre el de Dianora.
«Mañana, mejor dicho, dentro de un rato —pensó mientras se metía bajo las sábanas para dormir un poco—, tendré que intentar volver a verla. Y si no lo consigo, regresaré a Varsovia.»
Era un pensamiento absurdo pero agradable. Esa sensación de libertad nueva no lo abandonaba. Sabía muy bien que tendría que contar con la misión que le había encomendado Simon Aronov y que esta no le dejaría mucho tiempo para correr tras unas faldas, por arrebatadoras que fuesen.
El delicioso sueño que acunó su descanso se interrumpió súbitamente con la bandeja del desayuno que hacia las nueve le llevó un camarero con uniforme negro. Entre la cafetera plateada y la cesta de brioches había una carta. Como en el sobre sólo ponía su nombre, la cogió con una sonrisa divertida: ¿tenía Dianora algo más que decirle, pese a sus últimas palabras? En el fondo, sería muy femenino.
Pero lo que leyó no se parecía en nada a un mensaje de Cupido. Eran unas pocas palabras escritas en una hoja blanca con una letra varoniclass="underline"
«Élie Amschel fue asesinado anoche. No salga del hotel hasta el momento de ir a la estación y permanezca alerta.»
No había firma. Sólo la estrella de Salomón.
4
Los viajeros del Nord-Express
«Odjadz!… Odjadz!»
Amplificada por el altavoz, la voz vibrante del jefe de estación invitaba a los viajeros a montar en el tren. El Nord-Express, que dos veces a la semana ampliaba su recorrido de Berlín a Varsovia y a la inversa, estaba por arrancar, soltando un chorro de vapor, para trazar de un extremo a otro de Europa una raya de acero azul. Mil seiscientos cuarenta kilómetros recorridos en veintidós horas y veinte minutos.
Hacía tan sólo dos años que uno de los trenes más rápidos y lujosos de antes de la guerra había vuelto a realizar su recorrido. El conflicto había dejado numerosas y dolorosas heridas, pero la comunicación entre los hombres, las ciudades y los países debía renacer. Como el material había sufrido muchos daños, enseguida se dieron cuenta de que había que reemplazarlo, y ese año de 1922 la Compañía Internacional de los Coches Cama y los Grandes Expresos Europeos se enorgullecía de ofrecer a sus pasajeros largos coches nuevos, de color azul noche con una franja amarilla, recién salidos de fábricas inglesas y dotados de un confort que contaba con la aprobación general.
Acurrucado junto a la ventanilla de su compartimento individual, con las cortinas medio corridas, Morosini seguía con los ojos la actividad de los últimos instantes en el andén. El grito del jefe de estación acababa de inmovilizarlo todo. Algunas manos se agitaban todavía, y algunos pañuelos, pero en las miradas había esa especie de tristeza que tiñe las grandes despedidas. Ya no se hablaba casi —una palabra, una recomendación— y poco a poco se instauraba el silencio. El mismo que en el teatro cuando suena el tercer aviso.
Se oyeron unos portazos, luego un estridente toque de silbato, y el tren se estremeció, gimió como si le resultara doloroso separarse de la estación. Con una lentitud majestuosa, el convoy se deslizó sobre los raíles, su trepidación acompasada empezó a dejarse oír, se aceleró y, finalmente, al sonar un último toque de silbato, este triunfal, la locomotora se lanzó en medio de la noche en dirección oeste. Habían partido por fin.
Con una sensación de alivio, Morosini se levantó, dejó sobre los cojines de terciopelo marrón la gorra y el abrigo, después de habérselos quitado, y se estiró bostezando. Pasarse el día sin hacer nada, aparte de ir de un lado para otro en la habitación de un hotel, lo había cansado más que si hubiera corrido varias horas al aire libre. La causa era el nerviosismo. No el miedo. Si había decidido seguir las recomendaciones de Simon Aronov era porque hubiese sido una insensatez no tomárselas en serio. La muerte de su hombre de confianza debía de contrariar suficientemente al Cojo —tal vez incluso entristecerlo— para exponerse a hacerle perder, unas horas más tarde, al emisario en el que tenía depositadas todas sus esperanzas. Así pues, había sido preciso quedarse allí, privarse del placer de salir a vagar por la Mazowiecka o incluso de sentarse un rato en la taberna Fukier. Es cierto, que el tiempo, que había empeorado de nuevo, esta vez con abundantes chaparrones, no invitaba mucho a dar paseos, aunque fueran sentimentales.