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De modo que, para hacer creíble su papel, había dicho que no se encontraba bien. Le habían subido la comida y la prensa, pero ni los periódicos franceses ni los ingleses mencionaban la muerte del hombrecillo de bombín. En lo que se refiere a los diarios polacos, que quizá podrían haberle aportado alguna información, Morosini era incapaz de entender una sola palabra. Esa desaparición le resultaba más penosa de lo que habría creído. Élie Amschel era interesante, culto, y siempre resultaba divertido verlo llegar a una sala de ventas con su escolta de jenízaros y su semblante plácido y sonriente de funcionario concienzudo. Su drama era la prueba de que se enfrentaba a gente despiadada y sin escrúpulos. Y aunque eso no lo asustaba, le hizo llegar a la conclusión de que tendría que tomar algunas precauciones y fijarse dónde pisaba. En cuanto a las circunstancias del asesinato, quizá se enterara de algo más en París a través de ese tal Vidal-Pellicorne, que parecía ser uno de los engranajes importantes de la organización del Cojo.

Para matar el tiempo, pidió una baraja para hacer solitarios y miró el movimiento de la plaza a través de las ventanas. Eso le permitió ser testigo, hacia el final de la mañana, de la marcha de Dianora en medio de un cúmulo de baúles y maletas que la doncella contaba una y otra vez. El joven Sigismond, tan solícito como el día anterior, revoloteaba alrededor de ella como un abejorro en torno a una rosa. Dianora no levantó los ojos ni una sola vez hacia la fachada del hotel, pero, pensándolo bien, no había ninguna razón para que lo hiciera: ¿acaso no habían acordado no intentar volver a verse una vez pasada la noche? La partida de Dianora fue la única distracción un poco amena del excesivamente largo día y Aldo sintió un profundo alivio cuando llegó la hora de abandonar su jaula dorada para ir a la estación.

Una vez cumplidas las formalidades de la marcha con el personal del Europa, decidió inaugurar la era de las precauciones. Así pues, empezó por rechazar el coche de punto que le ofrecían para reclamar a Boleslas, al que había visto en la fila. Este acudió con presteza mientras el viajero curaba la herida de amor propio del cochero repudiado con unos zlotys.

En cuanto estuvo instalado, Morosini le preguntó si se hablaba en la prensa de un asesinato cometido el día anterior, añadiendo que corría el rumor por el hotel pero que podía tratarse de un error.

—¿Un error? —repuso Boleslas—. ¡Ni mucho menos! Al contrario, una desgraciada realidad. Es el tema de todas las conversaciones hoy, y hay que decir que ha sido un crimen particularmente horrible.

—¿Tanto? —murmuró Morosini, que sentía una desagradable opresión en el pecho—. ¿Se sabe quién es la víctima?

—No. Se trata de un judío, eso es seguro, y han encontrado su cuerpo en la entrada del gueto, entre las dos torres, pero va a ser difícil identificarlo, porque no tiene cara. Además, fue torturado antes de morir. Al parecer es insoportable verlo.

—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa semejante?

—Ese es el misterio. Nadie tiene la menor idea. Los periódicos hablan del Desconocido del barrio judío y a mí me da la impresión de que la policía va a tener dificultades para averiguar algo más sobre él.

—Pero debe de haber algunos indicios… Aunque fuera de noche, es posible que alguien viese…

—Nada de nada, y si alguien sabe algo, callará. La gente de por ahí no es muy habladora y no le gusta tener tratos con la policía, aunque ya no sea la rusa. Para ellos, todas son iguales.

—Supongo que habrá alguna diferencia, ¿no?

—Desde luego, pero, como hasta ahora los han dejado tranquilos, quieren que la cosa siga igual.

¿Qué pensaría Simon Aronov en ese momento? Tal vez se arrepentía de haberlo llamado, ya que, por discreta que hubiera sido la cita, debían de haberlo observado, espiado.

Al evocar la figura del Cojo, su rostro a la vez ardiente y grave, Aldo rechazó de inmediato esa idea de arrepentimiento. Ese hombre consagrado a una noble causa, ese caballero de otra época no era de los que se dejan impresionar por el horror —lo conocía en carne propia— o por una muerte más, aunque fuese la de un amigo. El acuerdo seguía en pie, de lo contrario no habría reparado en cancelarlo añadiendo unas líneas a su mensaje. En cuanto a él, estaba más decidido que nunca a prestar la ayuda que se le pedía. Al día siguiente estaría en París y al otro quizá pudiera hacer un primer análisis de la situación con Vidal-Pellicorne. Con semejante apellido, sin lugar a dudas era un personaje fuera de lo común.

El tren avanzaba a través de la vasta llanura que rodeaba Varsovia. Pese a la gran comodidad de su compartimento, Morosini sintió la necesidad de salir de aquella caja. El día de enclaustramiento le había dado ganas de moverse, de ver gente, aunque sólo fuera para evitar pensar demasiado en el hombrecillo de bombín. Era una estupidez, pero, cuando se ponía a pensar en él, le entraban ganas de llorar.Cuando sonó la campanilla anunciando el primer turno de cenas, fue al vagón restaurante. Un maître reverencioso, con calzón corto y medias blancas, lo condujo a la única mesa todavía libre, pero le informó de que los otros tres sitios estaban reservados y de que tendría compañía.

—A no ser que prefiera esperar el segundo turno. Habrá un poco menos de gente.

—¡Dios mío, no! Ya que estoy aquí, me quedo —dijo Morosini, a quien la idea de volver a su soledad, aunque fuese por sólo una hora, no hacía ninguna gracia. En cambio, la atmósfera del vagón con sus marqueterías brillantes y sus mesas con flores, iluminadas por lamparitas con pantalla de seda color naranja, le resultaba de lo más agradable. Los demás comensales eran hombres elegantes y había dos o tres mujeres bonitas.

Resuelto el problema, se concentró en la lectura de la carta, aunque la verdad era que no tenía hambre. La voz del maître hablando en francés le hizo levantar la vista.

—Señor conde, señorita, esta es su mesa. Como les he explicado…

—Deje, deje, amigo. Está muy bien así.

Aldo ya se había puesto en pie para saludar a las tres personas que iban a ser sus compañeros durante la cena y contuvo justo a tiempo una exclamación de alegre sorpresa: ante él se hallaba la joven desesperada de Wilanow, acompañada de un hombre de cabellos grises y semblante altivo, actitud que quedaba reforzada por el monóculo; el tercer personaje no era otro que Sigismond, el joven ansioso que la víspera esperaba a Dianora en el vestíbulo del Europa.

El veneciano iba a presentarse cuando Anielka reaccionó.

—¿No tiene otra mesa? —preguntó al maître, que se puso nervioso—. Sabe muy bien que no nos gusta estar en compañía.

—Pero, señorita, como el señor conde había dado su conformidad…

—No tiene importancia —lo interrumpió Morosini—. Por nada del mundo quisiera contrariar a la señorita. Resérveme un sitio para el segundo turno.

Su fría cortesía ocultaba sin grietas el pesar que le producía tener que retirarse, pues de repente había visto el viaje teñido de unos colores mucho más alegres, pero, puesto que su compañía le resultaba desagradable a aquella encantadora jovencita —encantadora pero mal educada—, no podía sino ceder el sitio. No obstante, su buena estrella se revelaría eficaz, pues el hombre del monóculo protestó de inmediato: