—¡No quiera Dios que le obliguemos a interrumpir la cena, señor!
—Todavía no he pedido, de modo que no interrumpen nada.
—Tal vez, pero estamos, me parece, entre personas bien educadas. Le pido que disculpe la grosería de mi hija; a esa edad se soportan mal las obligaciones sociales.
—Una razón más para no imponérselas.
Estaba saludando a la chica con una sonrisa impertinente cuando Sigismond consideró oportuno intervenir en la conversación:
—No permita al señor que se marche, padre. Es amigo de la señora Kledermann…, el príncipe…
—Morosini —completó este, acudiendo encantado en su ayuda—. A mí también me ha parecido reconocerlo.
—En tal caso, asunto concluido. Será un placer cenar en su compañía, señor. Yo soy el conde Roman Solmanski y esta es mi hija Anielka. No le presento a mi hijo porque ya lo conoce.
Se instalaron. Aldo cedió su asiento junto a la ventanilla a la joven, que se lo agradeció con un ademán de la cabeza. Su hermano se sentó junto a ella, mientras que el conde lo hizo enfrente, al lado de Morosini. Sigismond parecía alegrarse mucho del encuentro y a Aldo no le costó averiguar por qué: enamorado de Dianora, estaba encantado de poder hablar de ella con alguien que creía que era un pariente. Morosini, poco deseoso de hablar de sus asuntos del corazón, lo desengañó:
—Por extraño que le parezca, cuando nos encontramos anoche en el hotel, la señora Kledermann y yo no nos habíamos visto desde… la declaración de guerra por Italia, en 1915 —dijo, fingiendo buscar una fecha que le habría resultado difícil olvidar—. Entonces era viuda del conde Vendramin, primo lejano mío, y dado que, como usted sabe, nació en Dinamarca, regresó a su país para estar con su padre.
Por primera vez, Anielka salió del mutismo en el que se había encerrado desde la decisión paterna.
—¿Por qué se fue de Venecia? ¿Es que no le gustaba?
—Eso tendría que preguntárselo a ella, señorita. Supongo que prefería Copenhague. En el fondo, es bastante normal, puesto que quien la había llevado allí ya no estaba en este mundo.
—¿No lo amaba lo suficiente para vivir con sus recuerdos, incluso durante una guerra?
—Otra pregunta a la que me es imposible responder. Los Vendramin pasaban por ser una pareja muy unida pese a la gran diferencia de edad que había entre ambos.
Los bonitos labios de la muchacha hicieron un mohín de desdén.
—¿Ya? Se diría que esa dama está especializada en hombres mayores. El banquero suizo con el que se ha casado tampoco está en la flor de la vida. En cambio, es muy rico. ¿El conde Vendramin lo era también?
—¡Anielka! —la cortó su padre—. No sabía que tuvieras la lengua tan afilada. Tus preguntas rayan la indiscreción.
—Perdóneme, pero esa mujer no me gusta.
—¡Qué estupidez! —exclamó su hermano—. Supongo que la encuentras demasiado guapa. Es una mujer maravillosa, ¿verdad, padre?
Este se echó a reír.
—Podríamos buscar otro tema de conversación. Si la señora Kledermann es prima lejana del príncipe Morosini, no es muy correcto hablar de ella delante de él. ¿Se queda en Berlín, príncipe —añadió, volviéndose hacia su vecino—, o continúa hasta París?
—Voy a París, donde tengo previsto pasar unos días.
—Entonces tendremos el placer de contar con su compañía hasta mañana por la noche.
Morosini asintió sonriendo y la conversación derivó hacia otros temas, pero, de hecho, fue sobre todo el conde quien habló. Anielka, que apenas probaba la cena, miraba casi todo el tiempo por la ventanilla. Esa noche llevaba un abrigo de marta kolinski de un cálido color pardo, sobre un vestido de una sencillez casi monacal realzado por un collar de oro grabado, pero que no reclamaba ningún otro ornamento dada la gracia del encantador cuerpo que envolvía. Un gorro de la misma piel coronaba sus suaves y sedosos cabellos, recogidos sobre su frágil nuca en un moño. Un precioso espectáculo que Aldo admiraba escuchando distraídamente al conde hablar de la ruptura dramática de un dique del Odra acaecida hacía dos meses debido a la presión de los hielos, que había provocado graves inundaciones en el norte del país, a lo que añadió que era una verdadera suerte que la línea del ferrocarril no se hubiera visto afectada. Ese tipo de comentarios no exigía apenas respuesta y dejaba a Aldo disfrutar de su contemplación. Tanto es así que, del Odra, el conde pasó, dando un salto acrobático, al Nilo y a la instauración de la realeza en la antigua dependencia del imperio otomano, entonces bajo protectorado británico. Todo ello entregándose al apasionante juego de la política ficción y de las predicciones sobre las posibles consecuencias.
Mientras tanto, su vecino deploraba la visible tristeza de Anielka. ¿Tanto quería a ese tal Ladislas, sin duda apasionado pero dotado de un manifiesto mal carácter? Era tan impensable como la unión de la carpa y el conejo. ¿Esta chica encantadora y ese muchacho normal y corriente? No podía ser muy serio.
Solmanski había pasado a disertar sobre el arte japonés. Disfrutaba por anticipado de poder visitar en París la interesante exposición que tendría lugar en el Grand Palais y elogiaba con un lirismo inesperado en él los méritos comparados de la gran pintura de la época Momoyama —la más admirable, según él— y la de la era Tokugawa, cuando de pronto el corazón de Aldo se puso a latir un poco más deprisa. Bajo las largas pestañas medio bajadas, los ojos de la joven se deslizaban hacia él. Los párpados se levantaron, dejando ver una angustiosa súplica, como si Anielka esperara ayuda suya. Pero ¿ayuda de qué clase? La impresión fue intensa pero breve. El fino rostro se encerró de nuevo en sí mismo, volviendo a su indiferencia.
Cuando terminaron de cenar se separaron prometiéndose que se verían a la mañana siguiente para desayunar. El conde y su familia se retiraron primero, dejando a Morosini un poco aturdido por el largo monólogo que acababa de soportar. Entonces se percató de que no sabía más que antes sobre la familia Solmanski y acabó por preguntarse si ese parloteo incesante no sería una táctica: una vez cerrado el episodio Dianora, había permitido al conde no decir nada de sí mismo y de los suyos; y además, cuando no te dejan decir palabra, resulta imposible hacer preguntas.
A su alrededor, los camareros retiraban los platos de las mesas a fin de prepararlas para el segundo turno. Aldo se resignó, pues, a dejar el sitio libre, aunque se hubiera quedado gustoso a tomar otra taza de café. Con todo, antes de salir del vagón abordó al maître.
—Parece conocer bastante al conde Solmanski y su familia.
—Eso es mucho decir, Excelencia. El conde hace con relativa frecuencia el viaje a París en compañía de su hijo, pero a la señorita Sohnanska aún no había tenido el honor de verla.
—Es sorprendente. Se ha dirigido a usted antes de cenar como si fuera una cliente habitual.
—Así es. A mí también me ha sorprendido. Pero a una mujer tan bonita se le puede permitir todo —añadió con una sonrisa.
—Comparto su opinión, es una lástima que esté tan triste. La idea de ir a París no parece entusiasmarla. Dígame, ¿sabe algo más sobre esa familia? —añadió Morosini, haciendo aparecer con un gesto de prestidigitador un billete en su mano.
—Lo que se puede ver cuando se es un ave de paso. El conde pasa por ser un hombre rico. En cuanto a su hijo, es un jugador empedernido. Estoy seguro de que ya anda buscando algunos compañeros, a los que me atrevería a desaconsejarle que se una.
—¿Por qué? ¿Hace trampas?
—No, pero, si bien es encantador y de una gran generosidad cuando gana, se vuelve odioso, brutal y agresivo cuando pierde. Y además, bebe.