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—Seguiré su consejo. Un mal perdedor es un ser detestable.

De todas formas, lo lamentaba: una partida de bridge o de póquer habría sido un agradable pasatiempo, pero era más prudente renunciar a ella, pues pelearse con el joven Solmanski no era la mejor manera de congraciarse con su hermana. Morosini regresó a su compartimento reprimiendo un suspiro; donde durante su ausencia habían hecho la cama. Con iluminación eléctrica atenuada por cristales esmerilados, una mullida moqueta, marqueterías de caoba, cobres brillantes y armario-lavabo, la estrecha cabina, donde todavía flotaba el olor de lo nuevo y donde la calefacción bien regulada mantenía un suave calor, invitaba al descanso. Poco habituado a acostarse tan pronto, Morosini no tenía sueño, de modo que decidió quedarse un rato en el pasillo para fumar uno o dos cigarrillos.

No es que el paisaje fuera entretenido: era noche cerrada y, aparte de los golpes de lluvia que azotaban los cristales, lo único que se veía de vez en cuando era un farol fugitivo, una señal luminosa o lo que debían de ser las luces de un pueblo. Un empleado de la compañía salió de un compartimento y, después de saludar educadamente al viajero, le preguntó si deseaba algo. Aldo estuvo tentado de preguntarle dónde viajaba la familia Solmanski, pero enseguida pensó que saberlo no le serviría de nada y respondió negativamente. El funcionario de uniforme marrón se retiró deseándole que pasara una buena noche, se dirigió al asiento que tenía reservado en el otro extremo del vagón y se puso a escribir en un gran cuaderno. En ese momento, varias personas pasaron ruidosamente en dirección al vagón restaurante y una de ellas, un hombre corpulento con un traje a cuadros, desequilibrado por el traqueteo del tren, pisó a Morosini, masculló una vaga disculpa con una risa tonta y prosiguió su camino. Molesto y poco deseoso de aguantar lo mismo a la vuelta, Aldo se metió en su cabina, corrió el pestillo y empezó a desnudarse. Se puso un pijama de seda, zapatillas y una bata, y abrió el armario-lavabo para lavarse los dientes. Después se tumbó en la litera para intentar leer una revista alemana comprada en la estación que no tardó en parecerle tanto más aburrida cuanto que no conseguía centrar la atención en las desgracias del deutschmark, entonces en caída libre. Entre el texto y él, no dejaba de ver la mirada de Anielka. ¿Era fruto de su imaginación la llamada de angustia que le había parecido leer en ella? Pero, si estaba en lo cierto, ¿qué podía hacer?

A fuerza de pensar en ello sin encontrar una respuesta válida, empezaba a adormilarse cuando un ligero ruido lo despertó. Volvió la cabeza hacia la puerta, cuya manivela vio moverse, inmovilizarse, moverse de nuevo, como si la persona que estaba al otro lado dudara. Aldo creyó oír un débil gemido, una especie de sollozo contenido.

Sigilosamente, se levantó de un salto, descorrió el pestillo sin hacer ruido y abrió con decisión: no había nadie.

Salió al pasillo, que ya estaba a media luz, no vio nada en el lado del empleado del ferrocarril, que debía de haberse ausentado, pero en el otro distinguió a una mujer envuelta en una bata blanca que se alejaba corriendo. Una mujer cuyos largos cabellos claros le llegaban casi hasta la cintura y a la que no le costó reconocer: Anielka.

Se lanzó tras ella, con el corazón palpitante dominado por una esperanza loca: ¿era posible que hubiese ido a su cabina exponiéndose a sufrir la ira de su padre? Muy desdichada tenía que sentirse, pues hasta el momento Aldo dudaba mucho de serle ni siquiera simpático.

La alcanzó en el momento en que, sacudida por los sollozos, se esforzaba en abrir la portezuela del vagón con la evidente intención de saltar al exterior.

—¿Otra vez? —dijo Aldo—. ¡Esto empieza a ser una manía!

Siguió un forcejeo, breve dada la desigualdad de fuerzas, aunque Anielka se defendía honrosamente, hasta el punto de que por una fracción de segundo Morosini pensó golpearla para dejarla fuera de combate, pero cedió justo a tiempo para evitar un cardenal en la barbilla.

—Déjeme —balbuceaba—, déjeme… Quiero morir…

—Hablaremos de eso más tarde. Vamos, venga conmigo para recuperarse un poco y después me dice cuál es el problema.

La condujo sosteniéndola a lo largo del pasillo. Al verlos, el empleado acudió.

—¿Qué ocurre? ¿Está enferma la señorita?

—No, pero ha estado a punto de producirse un accidente. Vaya a buscar un poco de coñac. La llevo a mi cabina.

—Voy a avisar a su doncella. Está en el coche siguiente.

—¡No! ¡Por lo que más quiera, no! —gimió la joven—. No quiero verla.

Con tantas precauciones como si hubiera sido de porcelana, Aldo hizo sentar a Anielka en su litera y mojó una toalla para refrescarle la cara; luego le dio de beber un poco del alcohol perfumado que había llevado el ferroviario con una celeridad digna de elogio. Ella se dejaba hacer como una niña que, tras un largo vagar por las tinieblas heladas, acaba de encontrar por fin un lugar caliente e iluminado donde refugiarse. Estaba infinitamente conmovedora y tan hermosa como de costumbre, gracias a ese privilegio de la juventud más temprana consistente en que las lágrimas no consiguen afearla. Finalmente, exhaló un profundo suspiro.

—Debe pensar que estoy loca —dijo.

—No. Pienso que es una persona muy desdichada. ¿Es el recuerdo de aquel chico lo que sigue obsesionándola?

—Por supuesto… Si usted supiera que no va a ver nunca más a la mujer que ama, ¿no estaría desesperado?

—Tal vez porque viví hace algún tiempo algo parecido, puedo decirle que uno no se muere de eso. Ni siquiera en tiempos de guerra.

—Usted es un hombre y yo soy una mujer, y eso hace que las cosas sean muy distintas. Estoy convencida de que Ladislas no siente ningún deseo de quitarse la vida. Él tiene su «causa».

—¿Y cuál es esa causa? ¿El nihilismo, el bolchevismo?

—Algo así. Yo no entiendo de esas cosas. Sé que detesta a los nobles y a los ricos, que quiere la igualdad para todos…

—Y que esa clase de vida a usted no la atrae. Por eso se ha negado a ir con él, ¿no?

Los grandes ojos dorados observaron a Morosini con una admiración temerosa.

—¿Cómo lo sabe? En Wilanow hablábamos en polaco.

—Sí, pero sus gestos eran muy expresivos, y tiene toda la razón: usted no está hecha para llevar una vida de topo sediento de sangre.

—¡No entiende nada! —exclamó ella, recuperando su anterior agresividad—. Compartir su pobreza no me daba miedo. Cuando se ama, se debe poder ser feliz en una buhardilla. Si no he aceptado es porque me he dado cuenta de que, yendo a vivir con él, lo pondría en peligro… Por favor, deme más coñac. Tengo… tengo mucho frío.

Aldo se apresuró a servirle un poco más; luego descolgó su pelliza del perchero y se la puso sobre los hombros.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó.

Ella le dio las gracias con una sonrisa un poco trémula, tan fresca, frágil, tímida y deliciosa que acabó de derretir a Morosini.

—Mucho mejor, gracias. Tiene usted cierta tendencia a inmiscuirse en lo que no le concierne, pero aun así es muy amable.

—Resulta agradable oírlo. De todas formas no lamento haber intervenido dos veces en su vida y estoy dispuesto a volver a hacerlo. Pero volvamos a su amigo: ¿por qué dice que, si fuera a vivir con él, lo pondría en peligro?

Fiel a lo que parecía una costumbre, ella respondió con una pregunta:

—¿Qué opina de mi padre?

—Me pone en un aprieto. ¿Qué puedo opinar de un hombre al que acabo de conocer? Tiene mucha clase, unos modales y una cortesía perfectos, es inteligente, culto…, está muy al corriente de los acontecimientos públicos… Quizá no parece muy tolerante —añadió, evocando el semblante pétreo y los ojos claros del conde bajo el reflejo del monóculo, así como su porte altivo, que lo emparentaban más con un oficial prusiano que con uno de esos nobles polacos cuya elegancia natural se teñía a menudo de romanticismo.