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—La palabra se queda corta. Es un hombre temible al que vale más no enfrentarse. Si me hubiera ido con Ladislas, nos habría encontrado y… No habría vuelto a ver jamás al hombre que amo. Al menos en esta vida.

—¿Quiere decir que lo habría matado?

—Sin dudarlo, y a mí también, si hubiera llegado a tener la certeza de que ya no era virgen.

—¿La habría…? ¿Su propio padre? —exclamó Aldo, atónito—. ¿Es que no la quiere?

—Sí, a su manera. Está orgulloso de mí porque soy muy guapa y ve en mí la mejor forma de restablecer una fortuna que ya no es lo que era. ¿Qué cree que vamos a hacer en París?

—Aparte de visitar la exposición japonesa, no tengo la menor idea.

—Casarme. No volveré a Polonia, por lo menos como Anielka Solmanska. Tengo que casarme con uno de los hombres más ricos de Europa. ¿Comprende ahora por qué quería morir…, por qué sigo queriendo morir?

—Volvemos a estar en el punto de partida —suspiró Morosini—. ¿Por qué se empeña en no ser razonable? Tiene toda la vida por delante, y puede ser tan bella como usted. Tal vez no ahora, pero sí más adelante.

—En cualquier caso, no en las circunstancias actuales.

—Está convencida de ello porque Ladislas ocupa por completo su mente y su corazón, pero ese hombre con quien va a casarse, ¿está segura de que nunca llegará a amarlo?

—Es una pregunta a la que no puedo contestar porque no lo conozco.

—Pero él sin duda la conoce a usted de uno u otro modo y debe desear hacerla feliz.

—Supongo que me ha visto sólo en fotografía. Le intereso porque aporto como dote una joya de familia que él desea adquirir desde hace mucho tiempo. Con todo, parece ser que le gusto.

—¿Qué historia es ésa? —susurró Morosini, estupefacto—. ¿Se casa con usted por su dote? No querrá hacerme creer que se han atrevido a utilizarla de ese modo… ¡Es una monstruosidad!

Repentinamente calmada, Anielka clavó su luminosa mirada en la de su nuevo amigo mientras apuraba la copa. Incluso esbozó una sonrisa desdeñosa.

—Pues así es. Ese… financiero ofrecía una gran suma por la joya; mi padre le hizo saber que, puesto que era de mi madre, no le pertenecía y que, según constaba en las últimas voluntades de esta, yo no debía separarme en ningún caso de ella. La contestación no se hizo esperar. Dijo: «Me caso con su hija», y va a casarse conmigo. ¡Qué quiere! Debe de ser un coleccionista impenitente. Usted no sabe lo que es esa enfermedad, porque eso es lo que es, una enfermedad.

—Que puedo comprender porque yo también la padezco, aunque no hasta ese punto. ¿Y su padre aceptó?

—Desde luego. Se le van los ojos detrás de su fortuna, y el contrato de matrimonio me asegurará una buena parte, sin contar con la herencia, pues ese hombre es mucho mayor que yo. Debe de tener… como mínimo la edad de usted…, o quizás un poco más. Creo que tiene cincuenta años.

—Deje mi edad tranquila —masculló Aldo, más divertido que ofendido. Era evidente que ante aquella chiquilla sus sienes ligeramente plateadas debían de darle aspecto de patriarca—. Y ahora, ¿qué piensa hacer? ¿Probar el agua del Sena cuando llegue a París? ¿O arrojarse bajo las ruedas del metro?

—¡Qué horror!

—¿Ah, sí? ¿Y qué cree que habría pasado si hubiera conseguido abrir la puerta hace un momento? El resultado habría sido exactamente el mismo: podía haber acabado bajo las ruedas… o quedarse lisiada. El suicidio es un arte, si uno quiere dejar tras de sí una imagen soportable.

—¡Calle!

Se había quedado tan pálida que Aldo se preguntó si no debería llamar al empleado para pedirle otra ración de coñac, pero ella no le dejó tiempo para tomar una decisión.

—¿Quiere ayudarme? —preguntó de pronto—. Se ha interpuesto dos veces entre mis planes y yo, lo que me lleva a la conclusión de que le intereso un poco. En tal caso, deseará acudir en mi auxilio.

—Deseo ayudarla, claro que sí. Si es que está en mi mano…

—¿Ya empieza a poner reparos?

—No es eso. Si tiene alguna sugerencia, expóngala y la discutiremos.

—¿A qué hora llega el tren a Berlín?

—Hacia las cuatro de la madrugada, creo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque será mi única oportunidad. A esa hora, todo el mundo estará durmiendo…

—Salvo el empleado ferroviario, los viajeros que bajen y los que suban —dijo Morosini, a quien el giro que estaba dando la conversación empezaba a inquietar—. ¿Qué está tramando?

—Un plan sencillo y fáciclass="underline" usted me ayuda a bajar de este tren y desaparecemos juntos en la noche.

—¿Quiere que…?

—Que nos vayamos juntos, usted y yo. Es una locura, lo sé, pero ¿no vale la pena cometer una locura por mí? Incluso podrá casarse conmigo, si quiere.

Sintió un mareo mientras su imaginación le ofrecía toda una galería de estampas encantadoras: ella y él huyendo en un coche hasta Praga para tomar allí un tren que los llevaría a Viena y luego a Venecia, donde ella sería suya… ¡Sería una princesa Morosini adorable! El viejo palacio quedaría completamente iluminado por su rubia cabellera… El problema era que ese futuro novelesco tenía más de sueño que de realidad, y siempre llega un momento en que el sueño acaba y en que la caída resulta más dolorosa cuanto más arriba se ha subido. Anielka era sin duda alguna la tentación más seductora que había tenido desde hacía mucho tiempo. Su imagen le había permitido luchar en igualdad de condiciones con Dianora, pero otra imagen borró súbitamente su encantador rostro: la de un hombrecillo vestido de negro y tendido en medio de un charco de sangre, un hombrecillo que ya no tenía rostro; y luego oyó una voz profunda y suplicante que nunca había pronunciado las palabras que Aldo escuchaba: «Ahora sólo le tengo a usted. No abandone mi causa.»

Sin embargo, algo le decía que huir con la joven sería dar la espalda al hombre del gueto y renunciar quizás a desenmascarar algún día al asesino de su madre. ¿La amaba lo suficiente para llegar a ese extremo? ¿La amaba siquiera? Le gustaba, lo atraía y excitaba su deseo, pero, tal como ella decía, ya no tenía la edad de los amores novelescos.

Su silencio impacientó a la joven.

—¿No se le ocurre nada que decir?

—Reconocerá que semejante propuesta merece algo de reflexión. ¿Qué edad tiene, Anielka?

—La de ser desdichada. Tengo diecinueve años.

—Me lo temía. ¿Sabe qué sucedería si la raptara? Su padre estaría en su derecho de llevarme ante cualquier tribunal de cualquier país de Europa por incitación al libertinaje y corrupción de una menor.

—Oh, haría mucho más que eso. Es capaz de pegarle un tiro en la cabeza.

—A no ser que yo se lo impida matándolo primero, lo que nos pondría en una situación más complicada aún.

—Si me amara, eso no tendría ninguna importancia.

¡Inefable inconsciencia de la juventud! Aldo se sintió de golpe mucho más viejo.

—¿He dicho yo que la ame? —repuso con una gran dulzura—. Si le dijera lo que me inspira, seguramente se sentiría… muy contrariada. Pero pongamos los pies en el suelo, si no le importa, y tratemos de examinar la situación con realismo.

—¿No quiere bajar en Berlín conmigo?

—Sería la peor locura que podríamos cometer. La Alemania actual es el país menos Romántico del universo.

—Entonces bajaré sola —dijo ella, tozuda.

—¡No diga tonterías! Por el momento, lo único inteligente que puede hacer es volver a su compartimento y descansar unas horas. Yo necesito pensar. Es posible que en París pueda ayudarla, mientras que en Alemania ni siquiera podría ayudarme a mí mismo.