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Mientras este se alejaba, lleno de admiración por un cliente capaz de alojarse donde quería dirigiéndose a la primera persona que encontraba en la calle, el portero, recién salido de un dibujo de Daumier, hacía su aparición y al ver al visitante se deshacía en manifestaciones de alegría, tal vez nacidas en parte del hecho de que veía asomar en el horizonte algunas agradables gratificaciones. En la casa se conocía la generosidad de Morosini. Después le tocó a Cyprien, el mayordomo de la señora Sommières, que en toda su vida sólo la había querido a ella y a las escasas personas por las que ella sentía cariño.

Cyprien era todo un personaje. Nacido en el castillo de Faucherolles, donde vivían los padres de la señora Sommières, unos años antes que esta, desde su nacimiento profesaba por la futura marquesa una especie de devoción deslumbrada que no había decaído. «La señorita Amélie» había sido y seguía siendo —aunque sólo cuando no había peligro de que ella lo oyera— «nuestra pequeña señorita». A la interesada, que no lo ignoraba, le producía una irritación teñida de vaga ternura: «¡Viejo loco! —decía—. Ser a los setenta y cinco años bien cumplidos la "pequeña señorita" de un octogenario es el colmo del ridículo.»

Pero, consciente de que le daría un disgusto, se guardaba mucho de prohibírselo y cuando no había nadie lo tuteaba como en los tiempos de la infancia, escandalizando a su dama de compañía y prima, que veía el tratamiento como una muestra de reprensible intimidad. Cyprien, por su lado, profesaba a esta última una firme aversión en pago por sus malos pensamientos.

La llegada de Aldo emocionó al viejo sirviente. Este decidió ir de inmediato a anunciar al visitante a su señora, pero Marie-Angéline trató de impedírselo:

—He sido yo quien ha encontrado al príncipe y seré yo quien vaya a anunciar la buena noticia —dijo en el tono excitado de una niña caprichosa—. Usted limítese a ir a preparar una habitación y a advertir a la cocinera.

—Lo siento, señorita, pero anunciar a los visitantes es una de mis funciones y no renunciaré a ella. Sobre todo hoy. ¡Nuestra… la señora marquesa va a sentirse tan feliz!

—Precisamente por eso seré yo…

La discusión amenazaba con prolongarse, de modo que Morosini decidió anunciarse él mismo y empezó a cruzar las habitaciones de recepción para llegar al sitio donde estaba prácticamente seguro de encontrar a su anfitriona: el invernadero, que era donde se hallaba más a gusto cuando estaba en París.

La mansión databa del Segundo Imperio y los salones pertenecían a la misma época, pues su propietaria actual nunca había considerado necesario cambiar absolutamente nada. Guardaban a la vez cierto parecido con los de la princesa Mathilde y con el Ministerio de Finanzas. Era el triunfo del estilo «tapicero»: un cúmulo de felpas, terciopelos, flecos y pasamanería —borlas, galones, trencillas y entorchados— sobre un archipiélago de sillones acolchados, confidentes y divanes redondos que permitían extender armoniosamente los miriñaques, salpicado de mesas de ébano taraceado bajo enormes arañas con colgantes de cristal. Había también jarrones más o menos chinos de los que surgían aspidistras gigantes que ascendían hasta techos dorados y en ocasiones ocultaban las paredes igualmente doradas, repletas de anodinas alegorías debidas al pincel laborioso de émulos de Vasari.

Morosini detestaba ese conjunto pomposo. La señora Sommières también, y si, al morir su esposo, había decidido marcharse de la mansión familiar de Saint-Germain y dejarla a disposición exclusiva de su hijo para instalarse en esta, que había heredado, era por el parque Monceau, cuya exuberante vegetación se extendía bajo las ventanas traseras, más allá del pequeño jardín privado, así como por el retorcido placer de contrariar a su nuera y de fastidiar a la familia en general.

La donante de ese palacio neogótico, casada en el ocaso de la vida con uno de sus tíos, muy conocido en la jarana parisina, había sido una de esas «tigresas» cuyas alcobas perfumadas frecuentaban asiduamente los aristócratas franceses, belgas e ingleses, y los grandes duques rusos. Dotada de una belleza capaz de condenar a todo un monasterio de trapenses, Anna Deschamps había arruinado a más de un caballero y, antes de convertirse en la esposa de Gaston de Faucherolles, había amasado una significativa fortuna que le había permitido mimar en sus últimos días a un marido arruinado y despreciado por los suyos.

Naturalmente, el matrimonio no tuvo hijos. Pero la antigua cortesana conoció un día, por pura casualidad, a la pequeña Amélie y se encaprichó de ella, y cuando hizo testamento la nombró su heredera universal. Si Amélie hubiera sido menor, seguramente los Faucherolles habrían rechazado con altivez la sospechosa donación —aunque nadie puede asegurarlo—, pero ya estaba casada y su esposo veía el hecho con mirada divertida y mucho más benigna. Por consejo suyo, la señora Sommières aceptó el testamento, repartió el dinero entre obras de caridad y misas por el descanso del alma de la difunta pecadora y se quedó la casa, decisión por la que nunca dejó de felicitarse.

Mientras los entarimados recubiertos de alfombras crujían bajo sus pies, Morosini oyó salir una voz furiosa de la jaula de cristal decorada con pinturas japonesas —cañas, recolección de té, mujeres en kimono— que cerraba la noble hilera de estancias. Una voz acompañada, a modo de contrapunto, de enérgicos golpes de bastón en el suelo.

—¿Qué es ese escándalo? ¿Por qué no paran de pelearse? ¡Quiero saber qué pasa! ¡Y ahora mismo! ¡Plan-Crépin, Cyprien, vengan inmediatamente!

—Déjelos que terminen de discutir en paz, tía Amélie. Me temo que todavía tienen para un rato —dijo Aldo, desembocando en la luz lechosa dispensada por las dos grandes lámparas de pie con globos de cristal esmerilado que iluminaban el invernadero.

—Aldo… ¿tú aquí? Pero ¿de dónde has salido?

—Del Nord-Express, tía Amélie, y vengo a pedirle hospitalidad, si no es una molestia para usted.

—¿Una molestia? ¡No me hagas reír! ¡Si me muero de aburrimiento en este agujero!

El agujero en cuestión era un agradable batiburrillo de cañas, adelfas, rododendros y otras plantas de nombre complicado, sin olvidar las yucas de hojas aceradas como puñales, algunas palmeras enanas y las inevitables aspidistras. Todo ello componía un fondo verde y florido sobre el que la marquesa se recortaba a la manera de un personaje de un tapiz medieval. Era una bella anciana, alta, que presentaba cierto parecido con Sarah Bernhardt. Su masa de cabellos rojos y blancos sombreaba con una especie de mullido cojín los ojos verde musgo, que la edad no parecía dispuesta a hacer languidecer. Normalmente llevaba vestidos de corte princesa, según la moda lanzada por la reina Alexandra de Inglaterra, a quien la señora Sommières siempre había tomado como modelo. Esta vez, su largo cuello ceñido por un camisolín de tul con ballenas salía de una profusión de tafetán negro, destinado a disimular el ancho vendaje aplicado alrededor del torso. Para atenuar la tristeza de la indumentaria, llevaba por encima largos collares de oro combinado con perlas, turquesas y esmaltes translúcidos, con los que sus hermosas manos jugueteaban. Para completar el decorado, sobre una mesita había dos o tres copas de cristal tallado y una cubitera con una botella de champán: la marquesa acostumbraba a tomar esta bebida al final del día y quien se presentaba siempre era invitado a compartir ese placer.

Aldo la besó, luego retrocedió un poco para admirarla mejor y se echó a reír.

—Me he enterado de que ha sufrido un accidente, pero que me aspen si se le nota. Tiene el aspecto de una emperatriz.

Ella se sonrojó un poco, contenta de recibir un cumplido que sabía sincero, y agitó nerviosamente los impertinentes de oro colgados entre los collares.

—No es un título envidiable; todas las que he conocido han acabado mal. Pero deja de cultivar el madrigal, sirve una copa, ven a sentarte a mi lado y cuéntame qué te trae por aquí. Eres un hombre muy ocupado y me niego a creer que de repente te hayan entrado ganas de venir a aburrirte varios días a este mausoleo.