—¿No le he dicho…?
—Vamos, vamos, todavía no chocheo, y aunque me encanta, tu visita me parece muy repentina. Más aún teniendo en cuenta que no podías saber que me encontrarías aquí, pues la fecha fatídica del 15 de abril ha pasado. Así que dime la verdad.
Después de haber llenado dos copas, Aldo le tendió una y, con la mano libre, acercó una silla dorada al sillón de la sorprendente anciana.
—Tiene razón al pensar que no tenía intención de venir. Sin embargo, cuando mi taxi se ha parado justo delante de su casa, se me ha ocurrido pedir asilo a su portero. Ha sido en ese momento cuando Marie-Angéline ha llegado…
—Pero ¿qué hacía tu taxi delante de mi casa?
—Seguía desde la estación del Norte a un Rolls negro que ha entrado en la casa de al lado. ¿Me haría el favor de decirme a quién pertenece ese monumento?
—Puesto que la otra está vacía, supongo que se trata de la de la derecha. Tú sabes que nunca me he preocupado mucho de mis vecinos, sobre todo en este barrio de hombres de negocios que se creen aristócratas, pero a ese lo conozco un poco. Es sir Eric Ferrals.
—¿El vendedor de cañones? ¿Tenéis esas cosas en el parque Monceau?
—¿Esas cosas? Te noto muy despreciativo —dijo en tono burlón la marquesa—. Estás hablando de un personaje riquísimo, ennoblecido por el rey de Inglaterra por «servicios prestados durante la guerra» y condecorado con la Legión de Honor. Dicho esto, no puedo quitarte del todo la razón: el hombre es de origen incierto y no se sabe muy bien cómo ha amasado su fortuna. Sin embargo, como no lo he visto nunca, no puedo decirte qué aspecto tiene. Lo que no impide que estemos a matar.
—¿Por qué razón?
—Una muy simple: él tiene una casa enorme, pero quiere la mía para agrandarla más. Se le ha metido en la cabeza instalar unas colecciones o Dios sabe qué. En cualquier caso, si quiere hacer la competencia al Museo del Louvre, que no cuente conmigo. El problema es que parece que no lo entiende y no para de enviarme emisarios comerciales y cartas acuciantes. Mis empleados tienen órdenes de rechazarlo todo, y en cuanto al propio Ferrals, no he querido recibirlo cuando se ha presentado.
—¿Acaso tiene miedo?
—Es posible. Dicen que ese barón de pacotilla es feo pero que posee cierto encanto y, sobre todo, una voz gracias a la cual lograría vender ametralladoras a unas monjas. Pero dejémoslo a él y dime qué había en su coche y por qué lo has seguido hasta aquí.
—Es una larga historia —murmuró Aldo en un tono vacilante, matiz que su compañera captó de inmediato.
—Tenemos mucho tiempo por delante antes de cenar. En mi casa se sirve tarde la cena para acortar las noches. De todas formas, si ves alguna razón para no compartir conmigo tus secretos…
—¡No, no! —protestó él—. Simplemente quisiera estar seguro de que sólo llegarán a sus oídos. Se trata de hechos graves… que se remontan a la muerte de mi madre.
Todo rastro de ironía desapareció instantáneamente del bello rostro para ser reemplazado por una espera llena de afecto comprensivo.
—Estamos en una punta de la casa y puedo asegurarte que no hay nadie escondido entre mis plantas, pero podemos tomar algunas precauciones suplementarias.
La señora Sommières sacó de entre los pliegues de su vestido una campana traída tiempo atrás del Tíbet, la agitó, y el sonido hizo acudir al mismo tiempo a Cyprien y a Marie-Angéline, que todavía debían de estar ocupados discutiendo. La marquesa frunció el entrecejo.
—¿Desde cuándo responde usted a la campana, Plan-Crépin? Vaya a rezar o a echarse las cartas, pero no quiero verla antes de la cena. Y tú, Cyprien, ocúpate de que nadie nos moleste. Llamaré cuando haya terminado. ¿Han preparado una habitación?
—Sí, señora marquesa, y Eulalie está poniendo platos pequeños sobre los grandes en honor de Su Excelencia.
—Bien —aprobó la anciana—.Te escucho, hijo —añadió cuando la doble puerta estuvo cerrada.
Durante la corta escena, Morosini, sabiendo bien a quién se dirigía, había tomado la decisión de abrirse por completo. Amélie de Sommières no sólo era una gran dama por su nacimiento, su apellido y sus maneras, sino que también tenía espíritu de gran dama; se dejaría desgarrar por la tortura antes que desvelar un secreto que le hubieran confiado. De modo que se lo contó todo, desde sus descubrimientos en la habitación de Isabelle en Venecia hasta sus encuentros con Anielka, para acabar con la breve visión en el vestíbulo de la estación: el gran zafiro en el cuello de la joven. No habló, por supuesto, de Simon Aronov y del pectoral. Ese secreto no le pertenecía.
La señora Sommières lo escuchó sin interrumpirlo salvo con una breve exclamación de dolorosa sorpresa al enterarse del asesinato de su querida ahijada. Siguió su relato con interés y, cuando este acabó, dijo:
—Creo que he entendido, pero ¿puedes decirme qué te importa más, el zafiro o la chica?
—¡El zafiro, no le quepa la menor duda! Quiero averiguar cómo lo ha conseguido. Ella afirma que era de su madre, pero eso es imposible, de modo que miente.
—No forzosamente. Lo más seguro es que se limite a creer lo que le ha dicho su padre. No hay que juzgar de forma precipitada. Pero, dime, ese cliente que te hizo ir a Varsovia y deseaba adquirir la joya de los Montlaure, ¿por qué no se desplazó él en lugar de hacerte recorrer a ti Europa? Me parece que eso hubiera sido lo normal.
Decididamente, no se le escapaba nada. Aldo le ofreció su sonrisa más seductora.
—Se trata de un hombre mayor e inválido. Parece ser que en la noche de los tiempos el zafiro perteneció a los suyos y esperaba que yo se lo llevase para poder verlo…
—¿Antes de morir? ¿No te parece un poco rara esa historia? Antes no eras tan ingenuo. Huele a trampa a la legua. Porque lo que te pide supone volver a cruzar Europa. Seguro que te ha ofrecido una fortuna, pero no te habrás dejado convencer, ¿verdad?
—¡Desde luego que no! —contestó Morosini en un tono indiferente que no daba lugar a más preguntas.
Lo salvó una ligera tos que sonó al fondo de los salones. Inmediatamente la marquesa saltó:
—¿Qué pasa? ¿No he dicho que no quería que me molestaran?
—Presento mis disculpas a la señora marquesa —dijo Cyprien con voz contrita—, pero se hace tarde y quisiera anunciar a la señora marquesa que la señora marquesa está servida. Eulalie ha hecho un soufflé de yemas de espárrago y…
—…Y tendremos un drama doméstico si no vamos a comer corriendo. Tu brazo, Aldo.
Llegaron al comedor, que se encontraba en el otro extremo de los salones: una catedral gótica donde pesadas cortinas de pana rojiza bordadas en oro tapaban las puertas y todo un mundo de tapices llenos de zapatos de punta alargada y levantada, quimeras y leones voladores cubrían las paredes que quedaban libres. Marie-Angéline esperaba, con los labios apretados, de pie detrás de una silla esculpida cuyo respaldo llegaba a la altura de su nariz puntiaguda. Mientras se sentaba, la señora Sommières le dirigió una mirada irónica.
—No ponga esa cara, Plan-Crépin. Vamos a necesitarla.
—¿A mí?
—Pues sí. ¿No es a usted a quien no se le escapa nada, empezando por las noticias del barrio? Háblenos un poco de lo que ocurre en la casa del vecino de al lado.
Bajo el cabello rizado, que le daba el aspecto de un cordero un poco amarillento, la señorita Plan-Crépin se puso roja corno un tomate. Masculló unas palabras vagas rascando con la cuchara el soufflé que acababan de servirle, lo probó, tomó otra cucharada y tosió para aclararse la garganta.