—Un golpe tremendo para nosotros, don Aldo. El alma de este palacio se marchó con nuestra querida princesa.
—Las lágrimas pugnaban por salir, pero se rehízo para anunciar que el señor Massaria, el notario, acababa de telefonear para preguntar si el príncipe Morosini no tenía inconveniente en recibirlo a última hora de la mañana, si es que no estaba demasiado cansado por el viaje.
Un tanto sorprendido y preocupado por semejante prisa, Aldo aceptó esa primera visita: a las once y media estaría muy bien; así tendría tiempo de asearse con calma.
—El baño está a punto —anunció Zaccaria, que empezaba a recuperar su tono solemne—. Ayudaré a Su Excelencia.
—¡Ni hablar! En el lugar del que vengo he aprendido a arreglármelas solo. Tú intenta encontrar en mi guardarropa algo que me quede más o menos bien.
Contrariado, el mayordomo salió de la cocina. Morosini se dirigió de nuevo a Celina para hacerle una última pregunta: ¿sabía si la condesa Vendramin había vuelto a Venecia?
El semblante de Celina perdió súbitamente toda su expresividad. Irguió la espalda, sacó el pecho como una gallina ofendida y declaró que no tenía ni idea, pero que, gracias a Dios, había pocas posibilidades.
Morosini se limitó a sonreír; esperaba una respuesta de ese tipo. De modo bastante inexplicable, Celina, que más bien tenía tendencia a alentar sus aventuras con damas, detestaba a Dianora Vendramin. Sin conocerla, por supuesto, sino basándose en las habladurías y por el hecho de ser extranjera. Pese a la vocación cosmopolita de Venecia, la gente humilde profesaba por «los del norte» una antipatía que la larga ocupación austríaca explicaba en parte, y Dianora era danesa.
La joven, hija de un barón arruinado, sólo tenía dieciocho años cuando despertó una loca pasión en uno de los más nobles patricios de la laguna, que se casó con Dianora pese a tener cuarenta años más que ella. Dos años más tarde, se quedó viuda; su esposo había muerto en un duelo contra un hospodar rumano, conquistado por el encanto nórdico y los ojos de aguamarina de la joven.
Aldo Morosini la conoció unos meses antes de la declaración de guerra, la Nochebuena de 1913, en la fiesta de lady de Grey, una professional beauty que recibía en su palacio del Lido a una sociedad cosmopolita, un poco «mezclada» pero elegante y adinerada. La condesa Vendramin volvía a integrarse esa noche en un mundo del que se había apartado durante los tres años siguientes a la muerte de su esposo. Esa actitud discreta le había evitado numerosas humillaciones, pues se rumoreaba que el rumano había sido su amante y que ella había encontrado esa manera de librarse de un marido molesto pero rico.
La aparición tardía de la joven viuda, justo en el momento en que iban a pasar a la mesa, cortó en seco las conversaciones por su aspecto cautivador: la condesa, que lucía una creación del joven costurero Poiret realizada en una seda gris claro ligeramente azulado, totalmente cuajada de perlitas de cristal, y cuya línea fluida, ceñida bajo el pecho, acariciaba un cuerpo espigado que jamás había conocido el corsé, parecía una flor envuelta en escarcha. El vestido se estrechaba alrededor de unos tobillos dignos de una bailarina y de unas piernas estilizadas que el drapeado revelaba abriéndose antes de terminar en una corta cola. La mangas, largas y estrechas, se adentraban en el dorso de la mano, cargada de diamantes, pero el profundo escote en punta mostraba unos hombros exquisitos y el nacimiento de unos pechos encantadores. Una diadema de doscientos quilates, a juego con la gargantilla que rodeaba el largo y gracioso cuello, subrayando su fragilidad, coronaba la masa sedosa de los cabellos de lino peinados al estilo griego. Realmente era una reina la que acababa de hacer su entrada, y todos —especialmente todas— tuvieron plena conciencia de ello, pero nadie tanto como el príncipe Morosini, que se sintió esclavo de esa mirada transparente. Dianora Vendramin era tan bella que incluso eclipsaba a la deslumbrante princesa Ruspoli, que esa noche llevaba unas perlas fabulosas que habían pertenecido a María Mancini.
Loco de dicha al descubrir que la sílfide de las nieves era su vecina de mesa, Aldo apenas prestó atención a la conversación general. Se conformaba con mirarla, deslumbrado, incapaz de recordar siquiera, una hora más tarde, las palabras que había intercambiado con la belleza. No escuchaba las palabras, sino sólo la música de aquella voz grave, un poco velada, que pasaba sobre sus nervios como el arco sobre las cuerdas de un violín.
A medianoche, cuando los lacayos con pelucas empolvadas abrieron las ventanas para que pudieran escuchar las campanadas y los cánticos de los niños apiñados en góndolas, le besó la mano deseándole una Navidad tan luminosa como la que él estaba viviendo gracias a ella. Entonces ella sonrió.
Más tarde bailaron. Después, la condesa le permitió acompañarla y entonces Aldo se atrevió, con una voz vacilante que no reconocía como suya, a hablarle de amor y a intentar traducir la pasión que había encendido en él. Ella lo escuchó sin decir nada, con los ojos cerrados, tan inmóvil en la mullida suavidad de su capa de chinchilla que él creyó que estaba dormida. Desconsolado, se calló. Entonces ella entreabrió sus largas pestañas sobre el lago claro de su mirada para susurrar, apoyando la cabeza titilante en el hombro del príncipe:
—Continúe. Me gusta oírle.
Un instante después, él tomaba su boca, y un poco más tarde, en la antigua y encantadora casa que la joven poseía en el Campo San Polo, hacía caer el vestido de color luna y hundía su rostro en la masa liberada de una cabellera de seda clara, sin acabarse de creer el fabuloso regalo de Navidad que le hacía el destino: poseer a Dianora la misma noche de su primer encuentro.
Siguieron unos meses: un destello de loca pasión vivido entre el perfume de los naranjos de una villa de Sorrento, cuyos jardines descendían hasta el mar, donde a los dos les gustaba bañarse desnudos bajo las estrellas, y luego en un pequeño palacio enterrado bajo las adelfas a orillas del lago de Como. La pareja había, huido de Venecia y sus miles de miradas despreciativas. Además, Aldo no quería ofender a su madre, y sabía que le daba miedo esa relación con una mujer considerada peligrosa.
No obstante, con la embriaguez de los primeros días, ofreció a Dianora convertirse en princesa Morosini, propuesta que la joven rechazó alegando, no sin razón, que los tiempos no eran favorables al matrimonio. Desde hacía unos meses, corrían de una punta a otra de Europa rumores siniestros, como nubes anunciadoras de tormenta. Incluso parecía que estaban afianzándose.
—Es posible que tengas que combatir, querido —dijo ella—, y a mí no me atrae la angustia. Y menos aún el papel de viuda que me ha tocado y que tú me haces olvidar.
—Podrías borrarlo del todo, y si me quieres tanto como creo, casados o no, la angustia será la misma.
—Tal vez, pero al menos no dirán que te he traído mala suerte. Además, convertida en tu mujer me sentiría obligada a sufrir, y contigo sólo quiero conocer la felicidad.
El 28 de junio de 1914, mientras el archiduque Francisco Fernando, heredero de Austria-Hungría, caía en Sarajevo con su esposa, víctima de las balas disparadas por Gavrilo Pririzip, Dianora y Aldo daban un paseo en barca por el lago. Lectora apasionada de Stendhal, a Dianora le gustaba identificarse con la duquesa Sanseverina, cuyo ardor, libertad y pasión admiraba, lo que molestaba un poco a su amante:
—No tienes la edad del personaje —ironizaba—, ni yo la del joven Fabrice, que además, para su gran pesar, nunca fue su amante. Y yo soy el tuyo, querida, un amante muy enamorado. Por eso añoro Sorrento, donde no corríamos tras amores demasiado románticos para no terminar mal.