—¿Hemos decidido quizás interesarnos finalmente por el querido barón Ferrals? —dijo empleando la primera persona del plural. Esa manía adoptada para dirigirse a la marquesa irritaba profundamente a la señora, que había acabado por abandonar el combate frente a un adversario más tenaz de lo previsto. Por lo demás, al constatar que eso le permitía también a ella emplear el plural mayestático, se había adaptado.
—No, pero sabemos que ha recibido a unos visitantes venidos de lejos y nos gustaría saber qué tiene intención de hacer con ellos.
—Si se trata de polacos, tiene intención de casarse —dijo Marie-Angéline con la misma naturalidad que si hubiera sido íntima del vendedor de cañones—. Eso es lo que dicen, aunque todo el mundo sabe que el barón ha hecho voto de celibato o poco menos.
—Entonces intente averiguar cómo se desarrollan los acontecimientos. Se trata de los polacos esperados. ¿Y en Saint-Augustin? ¿Nada nuevo? ¿El joven vicario continúa siendo asediado por sus fieles?
Introducida en su terreno favorito, el de los rumores, los chismes y otras murmuraciones con los que obsequiaba a la marquesa, Plan-Crépin resultó inagotable, lo que permitió a Morosini abstraerse de la conversación para dedicarse al exquisito soufflé y al gran reserva de Montrachet que lo acompañaba. También pensaba que al día siguiente iría a ver a Vidal-Pellicorne. Gracias al venturoso azar que parecía esforzarse en favorecerlo desde hacía algún tiempo, el hombre que le había recomendado el Cojo no vivía muy lejos. Para ser exactos, en la calle Jouffroy. Desde la calle Alfred-de-Vigny, un corto trayecto nada desagradable de hacer tornando el fresco soleado de una mañana de primavera. El misterioso personaje se hallaba instalado en el primer piso de un imponente inmueble de finales del siglo XIX, pero al final de la alfombra roja de la escalera y detrás de la puerta barnizada y con cobres brillantes, Morosini sólo encontró la figura envarada de un ayuda de cámara con chaleco de rayas, por quien se enteró de que «el señor estaba en Chantilly viendo a sus caballos y no regresaría antes del día siguiente». Impresionado por la elegancia del visitante, el hombre se apresuró a ponerse a su disposición. ¿Deseaba que el señor lo telefoneara en cuanto regresase?
—Teniendo en cuenta que no me conoce, sería un atrevimiento por mi parte. Además, desgraciadamente donde estoy no hay teléfono.
Lo que era casi verdad, pues la señora Sommières detestaba un utensilio que consideraba indiscreto, poco digno e irritante. «No soporto que me "llamen" como si fuera una sirvienta —decía—. Ese aparato jamás entrará en mi casa.» En realidad, se había instalado uno para las necesidades de la casa, pero en la garita del portero.
Tras dejar la calle Jouffroy, Morosini tomó el camino de regreso. Sin embargo, al llegar ante la verja de la Rotonda, que comunicaba el parque Monceau con el bulevar de Courcelles, se dejó tentar por un paseo bajo las enramadas del jardín, que antaño animaban con su gracia las bellas amigas de los duques de Orleans. A través de las hojas de los castaños en flor, dardos de sol alcanzaban el césped y los paseos poblados de niñeras con uniforme azul y blanco, que empujaban cochecitos de lujo con bebés mofletudos en su interior o vigilaban a niños bien vestidos que corrían detrás de aros.
Aldo prefería un rincón más romántico y se dirigió a la Naumaquia, cuya columnata en semicírculo delimitaba una alameda. Allí, los rayos dorados jugaban a placer con el agua espejeante del pequeño lago que el paseante se disponía a rodear cuando apareció una clara silueta que identificó con una sola mirada: vestida con un traje de chaqueta gris claro, animado por un alegre fular de seda con pintas verdes, Anielka caminaba directamente hacia él aunque ajena por completo a su presencia, distraída observando los retozos de una familia de patos.
Dominado por una súbita alegría Aldo se las arregló para cerrar el paso a la joven. Luego, viendo que parecía de ánimo melancólico y dejando a un lado sus sospechas, la saludó como lo hubiera hecho el Arlequín de la comedia del arte y no se resistió al placer de parodiar a Moliere:
—Encontraros en este lugar me hace sentir feliz en él, condesa. ¿Será realmente esto el jardín encantado?
Anielka ni siquiera sonrió. Sus grandes ojos dorados miraron con una especie de inquietud al hombre de aspecto despreocupado que tenía enfrente, sin parecer ni por asomo sensible al brillo insolente de sus iris azules y de sus blancos dientes.
—Le pido perdón, señor, pero ¿acaso nos conocemos?
Parecía tan sorprendida que la inexplicable alegría de Morosini desapareció de golpe.
—No íntimamente —dijo este con una gran dulzura—, pero esperaba que se acordase de mí.
—¿Debería?
—¿Ha olvidado los jardines de Wilanow y su viaje en el Nord-Express? ¿Ha olvidado… a Ladislas?
—Disculpe, pero no conozco a nadie que se llame así. Ha cometido una equivocación, señor.
Con su mano enguantada en fina piel clara, hizo un gesto para apartarlo de su camino esbozando una triste sonrisa.
Insistir habría sido la mayor de las groserías, de modo que Morosini se resignó a dejarle el paso libre. Sin moverse del sitio y con una ceja arqueada a causa del estupor, la miró alejarse a su paso lento y gracioso, admirándola finura de su línea y de sus largas piernas, que el movimiento revelaba bajo la estrecha falda.
Lo que acababa de suceder era tan sorprendente que Aldo llegó a preguntarse si se habría equivocado de persona, pero un parecido tan grande y a unos cientos de metros de la casa donde vivía Anielka era impensable. Además, la extraña muchacha se dirigía en línea recta hacia el lugar del parque donde se hallaba la casa de Ferrals. Y él había percibido el fresco perfume de violetas cuyo recuerdo conservaba.
Perdido en sus conjeturas, Morosini estaba a punto de decidirse a seguir a su enigma viviente cuando oyó una voz burlona:
—Un mujer muy guapa, ¿eh? Pero no se puede ganar siempre.
Morosini se sobresaltó y miró con hosquedad al hombre que acababa de llegar a su altura. Tirando a bajo pero de complexión robusta, el intruso tenía la piel morena, la nariz agresiva y los ojos negros, hundidos bajo las cejas, que contrastaban con la espesa cabellera plateada que sobresalía del sombrero de fieltro negro con los bordes levantados. Vestía un buen traje cuya chaqueta gris antracita, de corte perfecto, realzaba sus anchos hombros, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de ámbar y oro. Pero Aldo, que estaba de demasiado mal humor para detenerse en tales detalles, se limitó a gruñir:
—No creo haber pedido su opinión.
Luego, volviendo la espalda al personaje, se alejó a zancadas.
Siguió a la joven pensando que, si no era Anielka, en uno u otro momento se desviaría, pero no fue así: como atraída por un imán, fue directa hacia la mansión Ferrals, a la que accedió por la verja del jardín que comunicaba con el parque. Cuando la hubo visto desaparecer, Aldo se volvió para comprobar si el hombre del bastón seguía el mismo camino, pero no lo vio por ninguna parte.
Examinó los alrededores de la mansión como si esperase encontrar una forma de entrar en ella. Debía de ser interesante visitar ese monumento, sobre todo sin permiso del propietario. Desgraciadamente, sus conocimientos en el arte de penetrar en casas ajenas eran nulos: en la escuela suiza, nadie le había enseñado a hacer una ganzúa ni a manejar la palanqueta. Una laguna que quizás habría que pensar en cubrir recurriendo a la experiencia de un cerrajero. Aunque le costaba verse yendo a pedir a Fabrizzi, el dueño y señor desde hacía años de las cerraduras de su palacio, que le diera unas clases prácticas.
Como estas ideas lo habían llevado a Venecia, se dijo que quizá podría dar noticias suyas a Mina, consultó el reloj, dedujo que todavía tenía tiempo antes de comer y se dirigió a paso vivo a la oficina de correos del bulevar Malesherbes para enviar un telegrama destinado a tranquilizar a los de casa. Hubiera preferido telefonear, pero temía una espera demasiado larga. Se conformó, pues, con redactar un mensaje dando su dirección actual y anunciando su intención de pasar unos días en París, donde tenía algunos clientes importantes.