—La señora marquesa siempre lo prevé todo… y quiere infinitamente al príncipe.
—Entonces, ¿por qué no me ha dado esos buenos consejos cuando nos hemos deseado buenas noches?
Cyprien emitió un ligero resoplido acompañado de un gesto vago.
—Por la señorita Marie-Angéline, creo. La señora marquesa no quiere que ella esté al corriente de este irreprimible deseo de ir a fumar a un jardín empapado de agua. Hummm… Apostaría cualquier cosa a que la señorita Marie-Angéline va a recibir la petición de ir a leer esta noche a la señora marquesa. Quizá no Los miserables entero, pero al menos dos o tres tomos.
—Entendido —dijo Aldo, dando unas palmadas en la espalda al mayordomo—. Voy a cambiarme.
Sonreía al subir de cuatro en cuatro los peldaños de la gran escalera y, al pasar sigilosamente por delante de la puerta de la señora Sommières, le mandó un beso con la yema de los dedos. Era una anciana muy peculiar. ¡Tan perspicaz y maliciosa! Como sabía que detestaba acostarse pronto, le había sorprendido —y también se había sentido aliviado— al oírla expresar su intención de meterse en la cama temprano. Actuando así, tía Amélie le daba a entender que lo apoyaba en toda circunstancia y que podía hacer en su casa lo que se le antojara.
Un rato más tarde, después de haber cambiado su elegante traje por un jersey de marinero de lana negra y sus finos zapatos por otros más sólidos con suela de goma, salió al jardín sin ningún puro pero llevando en el bolsillo una pitillera llena de cigarrillos. Sólo Dios sabía cuánto tiempo iba a durar la guardia que se disponía a montar.
El jardín estaba tranquilo, pero en la casa contigua la recepción debía de estar en su apogeo. Debido a la humedad de la noche, las grandes cristaleras sólo estaban entreabiertas, lo que permitía pasar los sonidos sublimes de un piano que exhalaba la furia desesperada de una polonesa de Chopin, ejecutada por unas manos que debían de ser las de un gran intérprete. «Parece que hay concierto —pensó Morosini—. ¿Cómo es que Plan-Crépin no lo ha dicho?» Decidió ir á ver más de cerca.
Una simple verja recubierta de macizos separaba los parterres de las dos propiedades. Armándose de valor, Aldo penetró entre los rododendros para acceder al muro en el que estaba incrustada la verja. Al cabo de unos instantes aterrizó al otro lado, donde reinaban alheñas, aucubas y hortensias, un verdadero muro vegetal que unía el parterre a la construcción y a los amplios escalones que rodeaban toda la casa, cuyas luces interiores iluminaban a través de las ventanas el jardín.
Pese a la incomodidad, Aldo decidió avanzar entre los árboles. Estaba llegando a su meta cuando una especie de aerolito cayó del cielo junto a él, con un crujido de ramas, y no le golpeó la espalda por poco. Un aerolito de una especie rara, pues dijo «¡Ay!» antes de desgranar en voz baja un rosario de maldiciones.
—¡Un ladrón! —dijo Aldo, agarrando al personaje para levantarlo y dispuesto a tumbarlo de nuevo con un hábil directo si se mostraba agresivo, sin pensar que su situación era tan delicada como la del recién llegado, el cual empezaba a resistirse al pisar tierra firme.
—¿Un ladrón yo? ¡Entérese de a quién le está hablando, amigo! Soy uno de los invitados de su señor.
Al percatarse de que lo había tomado por un vigilante de la propiedad, Aldo decidió seguir el juego. El personaje era bastante simpático, incluso divertido: alto y delgado, con un traje de etiqueta que se había resentido no poco a causa del aterrizaje, tenía unos ojos azules de angelito bajo un enternecedor mechón rubio que le tapaba una ceja. Su cara redonda, coronada por una abundante cabellera rizada, no era la de un niño, sino la de un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años.
—Quisiera creerlo, señor —dijo Aldo—, pero los invitados están en los salones, no en los tejados.
—¿Qué iba a hacer yo en el tejado? —dijo el aerolito en un tono de virtuosa indignación—. Estaba en el balcón del primer piso fumando un cigarrillo y, no sé muy bien cómo, he perdido el equilibrio. A veces sufro mareos. El problema es que ahora no sé qué cara voy a poner cuando me reúna con los demás. Estoy empapado… Si es usted de la casa, ¿tendría la amabilidad de llevarme a un lugar seco para que pueda arreglar un poco mi aspecto?
—No antes de que me haya dicho qué hacía en el primer piso.
—No me gusta mucho la música y Chopin me aburre. Si hubiera sabido que esta recepción empezaba con un concierto, habría venido más tarde. Entonces, ¿qué? ¿Me lleva a donde pueda secarme?
—Podría hacerlo —dijo Aldo con una sonrisa burlona—. En cuanto tenga la bondad de decirme su nombre… para comprobar si figura en la lista de esta noche.
—Es usted muy desconfiado —masculló el hombre de los mareos—. ¿No preferiría una moneda de diez francos? Me gustaría que Ferrals continuara sin saber que uno de sus invitados se paseaba por su balcón.
—Lo uno no quita lo otro —dijo Aldo, que empezaba a divertirse—. Yo no diré nada, pero usted dígame quién es… para tranquilizar mi conciencia.
—¡Si se empeña! Me llamo Adalbert Vidal-Pellicorne, arqueólogo y hombre de letras. ¿Satisfecho?
Una súbita carcajada quedó ahogada en la garganta de Morosini.
—Más de lo que podría creer. Es un placer inesperado encontrarlo entre estos arbustos. Creía que estaba en Chantilly.
Los ojos de Vidal-Pellicorne se agrandaron para observar más atentamente a su interlocutor. Pensándolo bien, ese hombre tenía buena presencia.
—¿Cómo es que un vigilante sabe eso? —dijo—. ¿O… quizá no es usted vigilante?
—La verdad es que no, no lo soy.
—Entonces, ¿quién es usted y qué hace aquí? —preguntó el invitado en un tono mucho menos inocente, al tiempo que su mano derecha se dirigía hacia el bolsillo trasero del pantalón. Debía de ir armado, y Aldo consideró que había llegado el momento de tranquilizarlo.
—Soy el vecino de al lado.
—¡No me diga! El vecino de al lado, o más bien la vecina, es la anciana marquesa de Sommières. Usted es un poco joven para ser su marqués, además de que ella es viuda desde hace un siglo.
—En efecto, pero tengo la edad adecuada para ser su sobrino nieto… y un amigo de Simon Aronov. Venga por aquí. Estaremos mejor para hablar y para que se arregle, pero lleve cuidado no vaya a hacerse un desgarrón al saltar la verja.
Esta vez, el arqueólogo-hombre de letras se dejó conducir sin protestar y al cabo de un momento entró con su guía en el universo de tía Amélie, donde Aldo se puso enseguida a buscar a Cyprien, pues estaba convencido de que no iría a acostarse mientras él estuviese fuera. El viejo mayordomo observó al intruso sin excesiva sorpresa:
—Ya veo —dijo—. Si el príncipe quisiera prestarle una bata a… al señor, yo quizá podría reparar los daños sufridos por el traje del señor.
—¿El príncipe? ¡Demonios! —exclamó Vidal-Pellicorne—. Yo también me decía que usted no debía de ser lo que quería hacerme creer.
—Me llamo Aldo Morosini… y ahora mismo voy a buscar lo que necesita.
Cuando volvió, uno o dos minutos más tarde, el que ahora era su invitado fue en compañía de Cyprien a refugiarse entre las plantas para cambiarse. Después regresó y se sentó frente a él. Aldo había transportado y colocado entre ambos un mueble bar que contenía un excelente Napoleón I, del que sirvió dos generosas copas.
—Nada mejor para reponerse de una emoción —comentó—. ¿Y si ahora nos dijéramos la verdad?
—Sabiendo quién es, creo que conozco la suya, porque acabo de entender qué hacía en ese jardín: el zafiro estrellado que la prometida lleva en el cuello esta noche es el suyo, ¿verdad? El que Simon confiaba en convencerlo de que le vendiera. Lo que no he entendido es cómo una piedra propiedad de una gran dama francesa casada con un veneciano podía brillar en el cuello, encantador, eso sí, de una condesa polaca a punto de casarse en París con un hombre de nacionalidad incierta que ha recibido un título de nobleza británico.