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—¿Cómo lo ha reconocido?

—Tengo una reproducción fiel diseñada por Simon; al igual que de las otras piedras que faltan. Cuando he saludado a la joven, lo he visto de cerca junto con un montón de interrogantes, entre ellos qué hacía allí.

—Eso es lo que a mí me gustaría saber. Desapareció de mi casa pronto hará cinco años, y para robarlo asesinaron a mi madre, pero he preferido guardar el secreto. Por eso el señor Aronov… y usted mismo pensaban que seguía estando en mis manos, cuando en realidad se encontraba en Varsovia.

Morosini contó su entrevista con el Cojo, su breve estancia en Polonia y su viaje de vuelta.

—Si he ido esta mañana a su casa —concluyó—, ha sido por recomendación expresa del señor Aronov. Él esperaba que pudiera ayudarme a encontrar el zafiro y también…

—Que pudiéramos colaborar en el asunto del pectoral. Ya hacía tiempo que pensaba en revelarle el secreto y en reunirnos para que conjugáramos nuestros talentos. Yo estoy totalmente dispuesto a hacerlo —dijo el arqueólogo—. Nuestro encuentro húmedo en las inmediaciones de una casa que no nos pertenece ni a uno ni a otro me ha convencido de que es usted un hombre decidido. Por cierto, ¿qué pensaba hacer cuando le he caído encima? Supongo que no sería presentarse para recuperar su bien bajo la amenaza de un revólver, por ejemplo.

—No, nada tan estrepitoso. Solamente quería echar un vistazo a la recepción y observar a la gente. Además, no tengo arma.

—Una grave carencia cuando uno se embarca en una aventura como esta. Es posible que en algún momento necesite una.

—Ya veremos. Pero, ahora que lo sabe todo de mí, ¿qué tal si me revelara su verdad? ¿Qué hacía exactamente en el balcón de un…?

—¿De un reputado traficante de armas? Intentaba descubrir ciertas precisiones relativas a una nueva serie de granadas ofensivas y el concierto me pareció el momento ideal para llevar a cabo esa exploración. Me interrumpieron y, como la única salida eran los balcones, retrocedí hasta allí y al pasar de uno a otro fue cuando di un mal paso. Confieso que soy de una lamentable torpeza con los pies —suspiró Vidal-Pellicorne, cuyo rostro alcanzó en ese instante una especie de perfección angelical.

Aldo arqueó una ceja con gesto irónico.

—¿Esa forma de entender la arqueología no se acerca más a la actividad de un agente secreto o incluso a la de… un ladrón?

—¿Y por qué no? Yo soy todo eso —contestó Adalbert con sentido del humor—. La arqueología puede llevar a cualquier cosa, incluso al robo especializado. Por mi parte, considero no ser más culpable intentando que mi país cuente con un arma interesante que el difunto lord Elgin cortando los frisos del Partenón para decorar con ellos el Museo Británico. Ah, aquí está mi traje.

Cyprien llegó con la ropa cepillada y planchada. Vidal-Pellicorne desapareció entre las plantas mientras su anfitrión meditaba sobre el valor de ese último sofisma…, aunque, después de todo, quizá no lo fuera. Al cabo de un momento, recuperado su esplendor original y casi bien peinado, el curioso personaje estrechó efusivamente la mano de Morosini.

—Gracias de todo corazón, príncipe, me ha sacado de un apuro. Espero que en el futuro hagamos un buen trabajo juntos. ¿Quiere que hablemos tranquilamente de ello mañana mientras comemos en mi casa? Mi sirviente es un cocinero bastante bueno y tengo una bodega interesante.

—Con mucho gusto… Pero creo que va a mojarse otra vez atravesando los arbustos.

—Sí, será mejor que entre por la puerta principal. El concierto no ha terminado, si no me engañan mis oídos. ¿Lo espero a las doce y media?

—De acuerdo. Lo acompaño.

En el momento de cruzar la puerta de salida, Vidal-Pellicorne volvió a tender la mano a su nuevo aliado.

—Otra cosa. Por si no se ha fijado, tengo un nombre fatigoso de pronunciar, de modo que mis amigos me llaman Adal.

—Los míos me llaman Aldo. Tiene gracia, ¿no?

El arqueólogo se echó a reír apartando con ademán impaciente el inocente bucle rubio que se empeñaba en caerle sobre el ojo.

—Un nombre perfecto para una pareja de acróbatas. Estábamos hechos para conocernos.

Morosini, con las manos en los bolsillos, lo miró alejarse a la luz blanca de una farola y llegar a la majestuosa entrada de la mansión Ferrals, donde montaban guardia dos agentes de policía, prueba evidente de la consideración en que la República del presidente Millerand tenía al vendedor de cañones.

Al entrar en el vestíbulo, Aldo encontró la mirada interrogativa de Cyprien, que llevaba las copas a la cocina, y sonrió.

—Tranquilo, por esta noche hemos terminado. Creo que voy a ir a acostarme, y usted se ha ganado hacer lo mismo. Que duerma bien, Cyprien.

—Le deseo lo mismo al príncipe.

¿Dormir? Aldo hubiera querido, pero no tenía ningunas ganas. Apagó la luz de su habitación, encendió un cigarrillo y salió al balcón. La necesidad de seguir oyendo los ruidos de la casa vecina lo empujaba afuera. El concierto debía de haber terminado. Tan sólo el rumor de las conversaciones, salpicadas de risas, llegaba hasta él, y envidió a su nuevo amigo porque iba a ver a Anielka, a hablar con Anielka, a cenar con Anielka… Se reprochó no haber hecho ninguna pregunta sobre la prometida. Sólo sabía de ella, en lo concerniente a esa noche, dos cosas: estaba encantadora —aunque eso no era una novedad— y llevaba el zafiro; pero ignoraba lo más importante: cómo iba vestida, peinada, y sobre todo si sonreía al hombre con el que la obligaban a casarse.

Ante él se extendía el parque abandonado por los niños y devuelto a su magia de obra de arte. La luna, medio tapada por una nube, bañaba en una luz tenue el césped y las arboledas, las estatuas de músicos y de escritores que parecían monumentos funerarios. Pero los globos de luz opalescente, que velaban sobre las espléndidas verjas negras y doradas forjadas por Gabriel Davioud, abiertas siempre hasta muy tarde, sólo iluminaban ya el baile misterioso de las sombras, un baile al que el insomne solitario le hubiera gustado llevar a un hada rubia, cuyo flexible talle doblaría sobre su brazo al ritmo solemne de un vals lento.

El cigarrillo, olvidado, se vengó quemándole los dedos. Lo tiró para encender otro cuando, de pronto, un escalofrío le recorrió la espalda y empezó a estornudar. Trasladado bruscamente de las brumas de su sueño a la más deprimente realidad se puso a reír solo, de sí mismo. Desear a una criatura de diecinueve años y pillar tontamente un resfriado yendo a mojarse los pies bajo sus ventanas en un jardín mojado era el colmo del ridículo.

Entró en el dormitorio, cerró la puerta del balcón y se tumbó en la cama completamente vestido. Para su sorpresa, se durmió casi en el acto.

6

Las cartas sobre el tapete

—Lo que no acabo de entender —dijo Vidal-Pellicorne con un suspiro— es por qué Ferrals tiene tanto empeño en conseguir su zafiro, hasta el punto de aceptar casarse siendo como es un soltero empedernido. Las joyas no le han interesado nunca. A no ser que hayan pertenecido a Cleopatra o a Aspasia, claro.

Habían terminado de comer. Refugiados en el gabinete para fumadores, los dos hombres, arrellanados en profundos sillones de piel estilo club inglés, ya estaban con el café, los licores y los puros.

—Eso es un enigma —dijo Morosini encendiendo el suyo con la llama de una vela—, pero le confieso que preferiría enterarme de cómo una piedra que pertenece a mi familia desde Luis XIV se ha visto transformada en precioso tesoro ancestral de una condesa polaca.

—Lo uno no es incompatible con lo otro; quizás haya una relación entre ambas cosas. La bella Anielka le dijo que su padre quería que se casara con Ferrals para asegurarle, y asegurarse a sí mismo, una parte no desdeñable de una fabulosa fortuna, ¿no? Debió de enterarse de que sir Eric buscaba el zafiro y se las arregló para conseguirlo a sus expensas.