Por lo demás, dicho traje se encontró en terreno conocido cuando un lacayo con uniforme inglés, después un mayordomo y por último un secretario recibieron al visitante: todos olían a Londres a una legua. En cuanto a la casa, era una mezcla del Museo Británico y el palacio de Buckingham. Sin duda era la morada de un hombre rico, pero no la de un hombre con gusto, y Morosini contempló con sensación de agobio aquella acumulación de obras maestras de la antigüedad, algunas de una increíble belleza, como el Dioniso de Praxiteles al lado de un toro cretense y de dos vitrinas llenas a rebosar de admirables vasos griegos. En aquellos salones había lo suficiente para llenar uno o dos museos y tres o cuatro tiendas de antigüedades.
«Empiezo a creer que le falta sitio —pensó Morosini siguiendo la figura envarada del secretario—, pero, con la modesta mansión de tía Amélie no tendría bastante. Debería intentar comprar el Grand Palais o una estación de tren fuera de uso.»
Subieron una escalera poblada de matronas y de patricios romanos para desembocar en un vasto gabinete de trabajo —seguramente la estancia en la que había entrado Vidal-Pellicorne—, y allí el delirio cesó al tiempo que avanzaban varios siglos: paredes forradas de libros y sólo cuatro muebles sobre una inmensa y suntuosa alfombra persa de un rojo a la vez profundo y luminoso. Una gran mesa de mármol negro con patas de bronce y tres poltronas españolas del siglo XVI dignas del Escorial completaban el mobiliario.
El sillón del señor de la casa tenía el respaldo contra el gran ventanal y, por lo tanto, estaba de espaldas a la luz, pero Aldo sólo necesitó una mirada para reconocer en el hombre que se levantó cortésmente para dirigirse a su encuentro al personaje que seguía a Anielka en el parque Monceau, el hombre de ojos negros y cabellos blancos.
—Me parece que ya nos hemos visto —dijo Ferrals con una sonrisa divertida— y también que somos admiradores de las mujeres bonitas.
El tono de voz de aquel hombre era soberbio y le recordaba el de Simon Aronov; desprendía el mismo calor aterciopelado, la misma magia, y sin duda era el mayor encanto de ese curioso personaje. Asimismo, la mano que le tendía —y que Morosini estrechó sin vacilar— era firme, y la mirada, directa. El visitante sonrió también, aunque unos vagos celos le hicieron notar una punzada en el corazón: quizá querer a Ferrals resultaba más fácil de lo que había supuesto.
—Las circunstancias de aquel encuentro me obligan a presentar mis disculpas al prometido de la señorita Solmanska —dijo—, aunque no tengo conciencia de haber incurrido en falta. Resulta que viajamos juntos en el Nord-Express e incluso compartimos una cena. Yo deseaba simplemente saludarla, charlar un momento, pero parece que mi visión en el parque la asustó y no quiso reconocerme, hasta el punto de que llegué a preguntarme si un increíble parecido me había inducido a error.
—Un parecido imposible. Mi prometida, en mi opinión, es única y no se la puede comparar con ninguna mujer —dijo sir Eric con orgullo—. Pero, por favor, tome asiento y dígame a qué debo el placer de su visita.
Aldo se sentó en una de las dos sillas antiguas dedicando una atención especial a la raya de sus pantalones, lo que le dio unos segundos más para pensar.
—Perdone que continúe hablando sobre la joven condesa —dijo con una lentitud calculada—. Cuando llegamos a París el otro día, me quedé deslumbrado por su esplendor, pero sobre todo por el del colgante que llevaba en el cuello, una joya preciosa que llevo casi cinco años buscando.
Bajo las pobladas cejas de Ferrals apareció un destello, pero el hombre siguió sonriendo.
—Reconozca que lo lleva de maravilla —dijo en un tono suave que irritó a Morosini, asaltado de pronto por la impresión de que el otro estaba burlándose de él.
—Mi madre también lo llevaba de maravilla… antes, por supuesto, de que la asesinaran para robárselo —dijo con una rudeza que borró la sonrisa del negociante.
—¿De que la asesinaran? ¿Está seguro de no equivocarse?
—Lo estoy, a no ser que una fuerte dosis de hioscina administrada en una golosina le parezca un tratamiento médico saludable. Mataron a la princesa Isabelle, sir Eric, para robarle el zafiro ancestral escondido en una de las columnas de su cama gracias a un dispositivo que sólo ella y yo conocíamos.
—¿Y no lo denunció?
—¿Para qué? ¿Para que la policía lo revolviera todo, profanara el cuerpo de mi madre y organizara un horrible estropicio? Desde hace siglos los Morosini nos sentimos bastante inclinados a hacer justicia nosotros mismos.
—Es una reacción comprensible, pero ¿me hará el honor de creerme si le aseguro que no sabía nada, absolutamente nada de ese drama?
—¿Sabe al menos cómo ha llegado a manos del conde Solmanski? Su prometida parece creer que el zafiro es una herencia de su madre y yo no tengo ningún motivo para dudar de su palabra.
—¿Le ha hablado de él? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En el tren…, después de que le impidiera arrojarse por una de las portezuelas.
Una súbita palidez se extendió por el rostro mate de Ferrals, dándole un curioso tono grisáceo.
—¿Quería suicidarse?
—Cuando alguien quiere bajar de un tren lanzado a toda velocidad, sus intenciones me parecen claras.
—Pero ¿por qué?
—¿Quizá porque no está totalmente de acuerdo con su padre sobre este matrimonio? Usted es un partido excepcional, sir Eric, capaz de deslumbrar a un hombre cuya fortuna ya no es lo que era… pero una jovencita ve las cosas de otro modo.
—Me sorprende lo que dice. Hasta ahora me ha parecido bastante satisfecha.
—¿Tanto como para no atreverse a reconocer a un compañero de viaje porque usted estaba detrás de ella? Tal vez tenga miedo.
—No de mí, espero. Estoy dispuesto a ofrecerle una vida de reina y a ser con ella tan amable y paciente como sea necesario.
—No lo dudo. Yo incluso diría que conocerlo ha debido de causarle una agradable sorpresa. Su padre, en cambio, me parece que tiene un carácter bastante agrio, y está muy interesado en que se celebre esta boda. Por lo menos tanto como usted en mi zafiro. Por cierto, me gustaría que me aclarase algo. Usted no es coleccionista de piedras históricas. ¿Por qué quiere entonces esa joya a toda costa?
Sir Eric se levantó del sillón, se apoyó en el mármol de la mesa, juntó las manos por la yema de los dedos y se acarició la línea saliente de la nariz.
—Es una vieja historia —dijo, suspirando—. Usted dice que lleva cinco años buscando la Estrella Azul…, así es como siempre la han llamado en mi familia. Yo la busco desde hace tres siglos.
Morosini se esperaba cualquier cosa menos eso y por un instante se preguntó si aquel hombre estaba volviéndose loco. Pero no, parecía hablar en serio.
—¿Tres siglos? —dijo—. Confieso que no lo entiendo; debe de tratarse de un error. Para empezar, nunca he oído decir que al zafiro visigodo o zafiro Montlaure lo llamaran de otra forma.
—Porque los Montlaure, cuando se apoderaron de él, se apresuraron a cambiarle el nombre. O quizá no lo conocían.
—¿Se da cuenta de que está acusando a mis antepasados maternos de ladrones?
—Usted acusa a mi futuro suegro de asesino o poco menos. Estamos empatados.
El tono de ambos había cambiado. Aldo percibía que ahora se trataba de un duelo: las espadas estaban desenfundadas. No era momento de cometer un error, de modo que obligó a su voz a recuperar un registro más sereno.
—Es una forma de ver las cosas —dijo, suspirando—. Cuénteme su historia sobre la Estrella Azul y ya veremos qué opinión merece. ¿Qué puede tener en común su familia con los Montlaure?
—Debería haber especificado: los «duques» de Montlaure —dijo Ferrals con sarcasmo, insistiendo en el título—. Toda la altanería de sus antepasados se ha refugiado por un instante en su voz… Bien, preste atención: los míos son originarios del Alto Languedoc, igual que los suyos, pero los unos eran protestantes y los otros católicos. Cuando, el 18 de octubre de 1685, su glorioso Luis XIV revocó el edicto de Nantes, dejando fuera de la ley a todos los que se negaran a rezar como él, mi antepasado Guilhem Ferrals era médico y veguer de una pequeña ciudad del Carcasses cercana a un poderoso castillo ducal. La Estrella Azul le pertenecía por derecho de herencia desde el fin de la época de los reyes visigodos. La piedra tenía su historia, incluso su leyenda; se la consideraba sagrada, portadora de suerte, y hasta aquellos tiempos terribles nada había desmentido su reputación…