—Salvo toda la sangre derramada desde que se la habían llevado del Templo de Jerusalén. Pero, por favor, continúe.
—Los hugonotes emigraban a cientos de miles para tener derecho a vivir y a rezar en paz…, doscientos mil creo que partieron. La familia de Guilhem le suplicaba que hicieran lo mismo: el porvenir aún podía sonreírles puesto que se llevarían con ellos la Estrella Azul. Ella los guiaría, al igual que aquella otra luz celeste había guiado a los Reyes Magos en la noche de Belén… Pero Guilhem era más terco que una mula; no quería abandonar la tierra que amaba, y para protegerse y proteger a los suyos contaba con el heredero de los Montlaure, a quien lo unía lo que él creía una antigua amistad. ¡Como si la amistad fuera posible entre un señor tan grande y un simple burgués! —exclamó en tono sarcástico Ferrals, encogiéndose de hombros—. El futuro duque, deseoso de destacar en la corte de Versalles, cosa que la avaricia de su padre hacía imposible, logró convencer a Guilhem de que le entregara la piedra jurándole que, haciendo depositario de ella a cierto ministro real, garantizaría una tranquilidad absoluta a todos los Ferrals presentes y futuros. Y Guilhem, sin duda pecando de ingenuidad, creyó a ese miserable. Al día siguiente fue arrestado, sometido a juicio sumario por contumacia en sus convicciones y trasladado a Marsella para ser encadenado a los remos de la galera real. Allí murió bajo el látigo de los cómitres. Su mujer y sus hijos consiguieron huir y llegar a Holanda, donde recibieron la acogida que su desgracia merecía. En cuanto a la Estrella Azul, estuvo en manos de un usurero hasta que, tras la muerte del anciano duque, fue desempeñada y recuperada. Desde entonces pasó a formar parte del tesoro de sus antepasados, príncipe Morosini. Bien, ¿qué le parece mi historia?
Levantando los ojos, que había mantenido bajados, Aldo clavó su mirada grave en la de su adversario.
—Que es terrible, pero que, desde la noche de los tiempos, los hombres no han cesado de acumular historias similares. En lo que a mí me concierne, solo sé una cosa: mataron a mi madre para poder robarle más cómodamente. El resto no me interesa.
—Se equivoca. Yo creo que eso sucedió en justa compensación por lo ocurrido en el pasado. Era preciso que la sangre de un inocente pagara por la de un hombre de bien, y aunque a usted le resulte difícil de entender, yo creo que el espectro de Guilhem ahora debe de haberse apaciguado.
Aldo se levantó tan bruscamente que la pesada silla española se tambaleó, aunque sin llegar a caerse.
—Los manes de mi madre no. Entérese de esto, sir Eric: quiero a su asesino, sea quien sea. Rece a Dios para que no sea alguien muy cercano a usted.
El inglés volvió a encogerse de hombros.
—La mujer con la que voy a casarme es el único ser que me importa, pues la amo… apasionada y ardientemente. Los demás me son indiferentes, y aunque tuviera usted que matar a toda su parentela, me daría lo mismo. Ahora, ella es mi bien más precioso.
—Entonces devuélvame el zafiro. Estoy dispuesto a comprárselo.
El vendedor de cañones desplegó lentamente una sonrisa en la que malicia y desdén se mezclaban.
—No es usted suficientemente rico.
—Lo soy menos que usted, desde luego, pero más de lo que imagina. Las piedras, históricas o no, son mi especialidad, y conozco su valor a la cotización actual. Diga un precio y lo acepto… Vamos, sir Eric, sea generoso: usted tiene la felicidad, devuélvame la joya.
—Las dos cosas van unidas. Pero voy a ser generoso, como usted me pide: seré yo quien le pague la suma de dinero que representa la Estrella Azul, a modo de indemnización.
Morosini estuvo a punto de enfadarse. Ese advenedizo sin duda pensaba que su fortuna se lo permitía todo. Para calmarse sacó sin prisas del bolsillo su pitillera de oro con el escudo de armas grabado, extrajo un cigarrillo y dio unos golpecitos con él sobre la brillante superficie antes de colocárselo entre los labios, encenderlo y dar una lenta bocanada. Todo ello sin apartar su mirada glacial de su adversario, al que observaba con una semisonrisa indolente, como si examinara a un animal curioso.
—Sus presuntas tradiciones familiares no impiden que sea un simple comerciante. Lo único que sabe hacer es pagar: por una mujer…, por un objeto. Incluso para conjurar la muerte. ¿Cree que se puede poner precio a la vida de una madre? Parece que en este momento la suerte lo acompaña, pero eso podría cambiar.
—Si espera que monte en cólera, pierde el tiempo. En cuanto a mi suerte, no se preocupe por ella; dispongo de los medios necesarios para hacer que no se tuerza.
—¿El dinero otra vez? Es usted incorregible. Pero tenga en cuenta esto: la piedra que acaba de adquirir empleando unos medios muy discutibles y que ve como un talismán ha sido la causa de demasiados dramas para que pueda dar suerte. Recuerde mis palabras cuándo la suya lo abandone. Adiós, sir Eric.
Y, sin querer oír nada más, Morosini se dirigió hacia la puerta del gabinete de trabajo, salió y bajó al vestíbulo, donde dos lacayos le dieron su sombrero, su bastón y sus guantes. Pero, al ir a ponerse éstos, notó que había algo dentro del guante de la mano izquierda y, sin pestañear, renunció a ponérselo y se lo guardó en el bolsillo. Cuando hubo llegado a casa de la señora Sommières, lo examinó y extrajo un papelito enrollado donde había unas frases escritas con mano un tanto trémula:
«Tengo previsto ir a tomar el té mañana, a las cinco, al Parque Zoológico. Podríamos vernos allí, pero no se acerque a mí hasta que no esté sola. Tengo que hablar con usted.»
Ninguna firma; no era necesaria.
Una súbita alegría invadió a Aldo y le devolvió el buen humor. Decididamente, a Anielka le gustaban los jardines: después de Wilanow, los del Bois de Boulogne. Pero, aunque lo hubiera citado en las alcantarillas o en las catacumbas, el feliz destinatario de la nota las habría adornado con todas las gracias del Paraíso. Iba a verla, iba a hablar con ella, y de pronto se sentía el alma de Fortunio.
Para pasar el rato y que no se le hiciera la tarde interminable, fue a la vivienda del conserje a telefonear a su amigo Gilles Vauxbrun. Este, que ya había regresado de su expedición, contestó invitándolo a cenar esa misma noche: irían a saborear los platos de Cubat, un antiguo cocinero del zar recientemente instalado en los Campos Elíseos, en lo que había sido el hotel de la Païva.
—Se come bien —precisó Vauxbrun— y, sobre todo, se come tranquilo, cosa que no se puede hacer en todas partes. Nos vemos allí a las ocho.
Como los dos amigos profesaban el mismo respeto a la puntualidad, se disponían a cruzar juntos la puerta del restaurante cuando el petardeo de un coche interrumpió sus saludos. Junto a la acera acababa de parar un Amilcar descapotable de dos plazas, de color rojo vivo, a cuyos ocupantes Morosini reconoció con cierta sorpresa: la pelambrera rubia de Vidal-Pellicorne, que iba al volante, estaba al lado de la del joven Sigismond Solmanski, esta mucho más ordenada.
—¿Conoces a ese arqueólogo chiflado? —preguntó el anticuario, a quien el estupor de su amigo no había pasado inadvertido.