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De pronto, la vio apoyarse en el respaldo del asiento, tras haber consultado el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca, y pasear la mirada por lo que había a su alrededor. Enseguida la joven vio a Morosini, parpadeó y esbozó una sonrisa; luego se puso a contemplar la orquesta. Morosini comprendió que debía esperar. Al cabo de un momento, cuando la música cesó, la doncella llamó al camarero y pagó la cuenta, tras lo cual las dos mujeres se levantaron en medio de la ligera algarabía que siempre se producía al finalizar el concierto. Aldo dejó un billete sobre la mesa y se dispuso a seguirlas.

Anielka se dirigió paseando hacia la zona de las llamas, luego atravesó un oasis de vegetación formado por un vivero de árboles enanos y llegó junto al estanque de las focas, donde había una peña artificial. Daba gusto pararse a mirar a esos animales bigotudos zambullirse desde lo alto de la roca y reaparecer, brillantes como el satén, escupiendo agua alegremente o incluso con un pez en la boca. Como había mucha gente, Aldo pudo acercarse a Anielka, momentáneamente separada de Wanda por una niñera inglesa que empujaba un voluminoso cochecito donde balbucían unos gemelos.

—¿Dónde podemos hablar? —susurró contra su espalda.

—Vaya al invernáculo grande. Me reuniré allí con usted.

Aldo dio media vuelta y tomó el camino del vasto recinto acristalado, que era el lugar más tranquilo del jardín. Allí reinaba una atmósfera de calor húmedo que emanaba de los helechos y las lianas, que parecían extenderse hasta el infinito. En la parte superior del invernáculo, unos pájaros revoloteaban por encima de los grandes bananos o se posaban sobre las grutas musgosas, tapizadas de culantrillo. Lo más bonito era el estanque cubierto de lotos y de nenúfares, rodeado de extensiones de césped de un verde resplandeciente.

Cuando unos pasos ligeros hicieron crujir la grava, se volvió y la vio ante él. Sola.

—¿Dónde está su cancerbero? —preguntó, sonriendo.

—No es un cancerbero. Me sirve con abnegación y se arrojaría a este estanque sin vacilar si yo se lo pidiera.

—Apenas se expondría a mojarse los pies, pero tiene razón, es una prueba. ¿Se ha quedado fuera?

—Sí. Le he dicho que quería pasear sola por aquí. Me espera frente a la entrada, junto al carrito del barquillero. Le encantan los barquillos.

—¡Bendita sea la glotonería de Wanda! ¿Quiere que paseemos un poco?

—No. Ahí, junto a las rocas, hay un banco donde podremos hablar con tranquilidad.

Por deferencia hacia el vestido blanco que llevaba Anielka, Morosini sacó un pañuelo y lo extendió sobre la piedra antes de que su compañera se sentara. Ella se lo agradeció con una sonrisa y cruzó pausadamente sobre el bolso, a juego con el azul verdoso de su sombrero, las manos enguantadas en la misma piel. De pronto parecía indecisa, como si no supiera por dónde empezar. Aldo acudió en su auxilio.

—Bien, ¿qué es eso tan importante que tiene que decirme para haberme pedido que nos veamos… a escondidas? —preguntó con mucha dulzura.

—Mi padre y mi hermano me matarían si se enterasen de que he estado con usted. Lo detestan.

—No sé por qué razón.

—Está relacionado con la conversación que sostuvo ayer con sir Eric. Después de que usted se fuera, creo que mi padre y Sigismond tuvieron una escena bastante desagradable con mi… prometido sobre el zafiro familiar. Al parecer, usted se atrevió a decir…

—¡Un momento! No tengo la menor intención de hablar sobre este asunto con usted. Y me sorprende mucho que sir Eric haya pedido una explicación delante de usted.

—Yo no estaba delante… pero he aprendido a escuchar detrás de las puertas cuando necesito enterarme de algo.

Morosini se echó a reír.

—¿Así es como educan a las jovencitas en la aristocracia polaca?

—Desde luego que no, pero descubrí hace tiempo que a veces hay que distanciarse un poco de los grandes principios y las buenas maneras.

—No puedo decir que esté equivocada. Pero, por favor, dígame ya cuál es el motivo de esta cita encantadora.

—He venido a decirle que estoy enamorada de usted.

La declaración fue hecha con toda sencillez, casi tímidamente, en voz baja pero firme, aunque sin que Anielka se atreviera a mirar a Aldo. Este se quedó, de todas formas, estupefacto.

—¿Se da cuenta de lo que acaba de decir? —preguntó, intentando deshacer el nudo que empezaba a formársele en la garganta.

La bella mirada dorada que se había posado unos instantes en el rostro de Morosini se apartó de él.

—Es posible—susurró Anielka, ruborizada— que esté cometiendo otro atentado contra las reglas de la compostura. Sin embargo, hay momentos en los que uno debe expresar lo que anida en su corazón. Yo acabo de hacerlo. Y es cierto que lo amo.

—Anielka —susurró Aldo, profundamente emocionado—, desearía tanto creerle…

—¿Y por qué no va a creerme?

—Pues…, por cómo empezaron nuestras relaciones. Por lo que vi en Wilanow. Por Ladislas.

Ella hizo un gracioso ademán con la mano que ahuyentaba ese recuerdo como si se tratara de una mosca inoportuna.

—Ah, ¿él?… Creo que lo olvidé desde el momento en que lo conocí a usted. Como sabe, cuando uno es muy joven —prosiguió aquella anciana de diecinueve años—, busca la evasión a toda costa y casi siempre se equivoca. Eso me pasó a mí, y mi situación ahora es esta: lo amo y quisiera que usted me amara.

Reprimiendo todavía las ganas de abrazarla, Aldo se acercó a la joven y tomó una de sus manos entre las suyas.

—Recuerde lo que le dije en el Nord-Express. Amarla es lo más fácil, lo más natural del mundo. ¿Qué hombre digno de tal nombre podría resistirse a su presencia?

—Pues eso es lo que hizo cuando se negó a bajar conmigo en Berlín.

—Quizá porque aún no estaba bastante loco —dijo Aldo con una sonrisa burlona, apartando el guante para posar sus labios sobre la sedosa piel de la muñeca.

—¿Y ahora lo está?

—En cualquier caso, mucho me temo que he empezado a perder el juicio. Pero no me haga soñar en vano, Anielka. Usted está prometida, y ha aceptado ese compromiso.

Con un gesto brusco, ella retiró la mano y se quitó el guante para hacer refulgir al sol el soberbio zafiro, de un azul aciano satinado y coronado de diamantes, que adornaba su dedo anular.

—¡Mire qué hermoso es el vínculo que me ata a ese hombre! Me horroriza… Dicen que esta piedra garantiza la paz espiritual, destierra el odio del corazón de quien la lleva…

—… E invita a la fidelidad —acabó Morosini—. Sé lo que dice la tradición.

—Pero yo rechazo las tradiciones, yo quiero ser feliz con el hombre que he elegido, quiero entregarme a él, tener hijos con él… ¿Por qué no me acepta, Aldo?

Había lágrimas en sus bellos ojos, y sus labios frescos como el coral recién extraído del agua temblaban al alzarse hacia él.

—¿He dicho yo alguna vez semejante tontería? —repuso, atrayéndola hacia sí—. Por supuesto que la amo, por supuesto que la acepto…, la…

El beso sofocó la última palabra y Morosini se olvidó de todo, consciente de perderse en un ramo de flores, de sentir contra sí un joven cuerpo vibrante que parecía estar llamándolo. Era a la vez delicioso y angustioso, como un sueño que se sabe que es sólo un sueño y que al despertar se va a interrumpir. El encantamiento se prolongó unos instantes antes de que Anielka dijera, suspirando: