—Entonces tómeme. Hágame suya para siempre.
La proposición era tan inesperada que el sentido de la realidad se impuso.
—¿Qué? ¿Aquí y ahora? —repuso él, acompañando sus palabras con una risa a la que la joven se sumó dejando que su boca rozara la de su compañero.
—Claro que no —contestó alegremente—, pero sin esperar mucho.
—¿Todavía quieres que te rapte? Creo que esta noche sale un tren para Venecia.
—No, esta noche no. Sería demasiado pronto.
—¿Por qué? Me parece que no eres muy lógica, amor mío. Entre Varsovia y Berlín, querías que te llevara conmigo inmediatamente, aunque fuese en salto de cama, y cuando te propongo irnos me dices que es demasiado pronto. Piensa en lo que rechazas. El Orient-Express es un tren divino, hecho para el amor…, como tú. Tendremos una cabina de terciopelo y caoba…, o mejor dos, para respetar las normas que impone el decoro, y esta misma noche serías mi mujer, en espera de que en Venecia nos case un sacerdote. Anielka…, Anielka…, si has decidido volverme loco, tienes que perder el juicio tú también y no pensar en las consecuencias.
—Si queremos ser felices, hay que tener en cuenta eso que llamas las consecuencias. Dicho de otro modo, a mi padre y mi hermano.
—No pretenderás que los llevemos con nosotros.
—Desde luego que no. Lo que pretendo es que retrasemos el viaje en el Orient-Express unos días. Hasta la noche del día de mi boda, por ejemplo.
—¿Cómo dices?
Aldo se apartó todo lo que la longitud del banco le permitía, para observarla mejor mientras se preguntaba si no había en aquella adorable muchacha más locura de la que él deseaba. Pero ella lo miraba con una sonrisa divertida que le hacía fruncir la nariz.
—No tienes por qué espantarte —dijo con la indulgencia de un adulto sensato hacia un niño corto de alcances—. Es lo único inteligente que podemos hacer.
—¿De verdad? Pues explícamelo.
—Yo incluso diría más: no sólo es inteligente, sino que de este modo tus intereses coinciden con los de mi familia. ¿Qué quiere mi padre? Que me case con sir Eric Ferrals, que el día antes de la boda firmará un contrato garantizándome una bonita fortuna, y no tengo ninguna razón para negarle esa alegría. ¡El pobre necesita dinero!… Por otro lado, yo no quiero de ninguna manera pertenecer a ese viejo. No quiero que me desnude, ¡me horroriza que ponga su piel contra la mía!
Reducido al silencio por los planes de futuro de la joven polaca y su realismo en la descripción de su noche de boda, Aldo apenas consiguió pronunciar un «¿Entonces…?» con voz un poco ronca.
—La boda tiene que celebrarse en un castillo en el campo, pero con gran pompa. Habrá muchos invitados a la cena que seguirá a la ceremonia y a los fuegos artificiales. No tendrás más que esperarme al fondo del parque con un coche rápido. Yo me reuniré contigo y desapareceremos los tres.
—¿Los tres?
—¡Claro! Tú, yo… y el zafiro. Tu zafiro, nuestro zafiro. Bueno, el que reclamas. Como nunca sabré a quién pertenece exactamente, creo que será la mejor manera de zanjar el asunto: será nuestro y punto.
—Porque supones que Ferrals lo llevará al castillo…
—No lo supongo, lo sé. No quiere separarse de él. Después de la boda civil, el día antes, habrá una recepción, y yo llevaré un vestido del color de la luna, como en Piel de asno, con la Estrella Azul por todo ornamento. Así que será facilísimo.
—¿Tú crees? Pobre inocente, pero si en cuanto te hayas marchado lo primero que hará Ferrals, sobre todo si el zafiro ha desaparecido contigo, es pedir la anulación del matrimonio, y tu querido papá no verá ni un céntimo.
—¡Que sí! ¡Y más del que crees! Nos las arreglaremos para que parezca que me han secuestrado unos bandidos que exigen un rescate. Dejaremos una nota en este sentido. Me buscarán por todas partes, y como no me encontrarán, creerán que mis raptores me han matado. Todo el mundo se pondrá muy triste y sir Eric no podrá hacer otra cosa que llorar y tratar de consolar a los míos. Mientras tanto, nosotros dos seremos felices —concluyó Anielka—. ¿Qué te parece mi idea?
Recuperado de su estupor pero incapaz de seguir conteniéndose, Morosini se echó a reír.
—Me parece que lees demasiadas novelas o que tienes una imaginación desbordante…, o las dos cosas. Pero sobre todo me parece que tienes en poca consideración la inteligencia de los demás. Ferrals es un hombre poderoso; en cuanto te lleve conmigo en mi fogoso corcel, tendremos detrás a la gendarmería en pleno. Las fronteras y los puertos estarán vigilados…
—Te equivocas. En la carta que dejemos, pondremos que podrían matarme si se avisa a la policía.
—Tienes respuesta para todo… o casi todo. Sólo olvidas una cosa: tú misma.
Anielka abrió forzadamente los ojos en señal de incomprensión.
—¿Qué quieres decir?
—Que eres una de las mujeres más encantadoras de Europa y que, convertida en princesa Morosini, estarás sobre un pedestal a cuyo alrededor Venecia se arrodillará. Tu fama cruzará las fronteras y lo más probable es que llegue a oídos de tus supuestamente desesperados familiares. Entonces no tardarán en encontrarnos y adiós felicidad.
—¿Sería menos grave si partiera esta noche contigo como me pides? Créeme, no tienes nada que temer. Y si quieres una prueba, hazme tu amante antes de la boda. Mañana…, el día que quieras seré tuya.
Por un momento se cegó, se sintió tentado de tomarle la palabra, de poseerla en un rincón de la selva virgen en miniatura. Afortunadamente, recuperó el juicio. Ya era embriagador saber que un día cercano sería suya…
—No, Anielka, mientras Ferrals esté entre nosotros, no. Cuando seamos el uno del otro, será con plena libertad, no a escondidas. Y en lo que se refiere a tu partida, preferiría que olvidaras esa historia fraudulenta del rescate. No puedo aceptarlo.
—Pero ¿no es acaso la única manera de apartar las sospechas de ti?
—Tiene que haber otra. Déjame pensarlo y volvamos a vernos pronto. Ahora es mejor que nos despidamos. Wanda debe de haber acabado con las existencias del barquillero.
—¿Cómo puedo citarte otra vez?
—Vivo en casa de tu vecina, la marquesa de Sommières, que es mi tía abuela. Echa una nota en su buzón. Iré a donde me digas.
Aldo acompañó esta afirmación con un ligero beso en la punta de la nariz de la joven. Luego la apartó de él con suavidad:
—Sintiéndolo en el alma, debo devolverte la libertad, mi bella ave del paraíso.
—¿Ya?
—Sí. Estoy de acuerdo contigo: siempre será demasiado pronto para separarnos.
Con la curiosa y desagradable sensación de estar en jaque mate, Aldo guardó silencio. Ella tenía razón. La enormidad de su plan lo había obligado a hacer de abogado del diablo, pero lo que él mismo había propuesto empujado por un súbito arrebato de pasión era igual de insensato. Por otro lado, ¿no valía la pena correr los mayores riesgos por esa exquisita criatura que lo había buscado para hablarle de amor? Tenía la impresión de ser una especie de cauto José ante una joven y adorable señora Putifar. En una palabra, se vio ridículo. Sin contar con que en ese plan delirante —aparentemente al menos— estaba quizá la solución de su problema: recuperar el zafiro para Simon Aronov, en espera de partir a la conquista de las otras piedras.
Se levantó, asió a la muchacha de las manos para ponerla en pie y la abrazó.
—Tienes razón, Anielka. Y yo soy un imbécil. Si aceptas vivir escondida algún tiempo, tal vez tengamos una posibilidad de conseguirlo.