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—Todo tiene un fin.

—No quiero esa palabra para nuestro amor, y lamento que quisieras cambiar Sorrento por este lago sublime pero un poco melancólico. Te prefería al sol y vestida con tus cabellos.

—¡Qué bárbaro! Y yo que creía que te gustaba…

Mientras duró el lento paseo, ella no le permitió que se le acercara. Él no insistió; Dianora tenía a veces esos caprichos que atizaban el deseo y Aldo los aceptaba gustoso, pues sabía que la recompensa estaría a la altura de la tentación estoicamente soportada.

Así sucedió aquella noche. Dianora se entregó más ardientemente que nunca, sin conceder a sus caricias ni tregua ni descanso, como si no se saciara de amor. Tal vez porque intuía que tenían las horas mágicas contadas, el único deseo de la joven era dejar un recuerdo imborrable en su amante, pero Aldo no lo sabía o no quería saberlo.

A la mañana siguiente, efectivamente, un sirviente les informó del drama de Sarajevo y Dianora ordenó preparar su equipaje.

—Debo regresar a Dinamarca de inmediato —le dijo a Morosini, estupefacto ante una decisión tan apresurada—. El rey Christian preservará nuestra neutralidad, o al menos eso espero. En cualquier caso, allí estaré más segura que en Italia, donde siempre me han visto como una extranjera en espera de tomarme por una espía.

—¡No digas disparates! Cásate conmigo y estarás a salvo de todo.

—¿Incluso cuando tú estés lejos? Es la guerra, Aldo, no te engañes. Prefiero vivirla junto a los míos y despedirme de ti ahora mismo. Recuerda que te he querido mucho.

—¿Es que ya no me quieres? —preguntó él, extrañado.

—Sí, pero en realidad eso ya no debe tener ninguna importancia.

Negándole el beso que él quería darle, lo apartó suavemente y se limitó a ofrecer a sus labios una mano para retirarla enseguida, pese a que él intentaba retenerla.

—Es mejor así —dijo Dianora con una sonrisa un poco forzada que a él no le gustó—. El círculo se cierra con el mismo gesto con el que todo empezó en casa de lady de Grey. No nos hemos separado desde entonces y deseo que nuestra separación esté marcada por la misma elegancia.

Dianora encerró bajo la piel clara de su guante la huella de los labios de Aldo; luego, negándose a que él la acompañara, hizo un último ademán de despedida mientras montaba en el coche que había pedido para que la llevara a Milán. No se volvió ni una sola vez. Un poco de polvo bajo la caja azul de un automóvil fue el último recuerdo que Morosini guardó de su amante. Había salido de su vida como se sale de una casa: cerrando la puerta tras de sí sin acceder a dar una dirección, y todavía menos una cita.

—Hay que dejar que el azar actúe —había dicho—. A veces, el tiempo pasado vuelve.

—Ésa era la divisa de Lorenzo el Magnífico —repuso él—. Sólo una italiana puede creer en ella. Tú no.

Aunque Dianora consideraba elegante su separación, esa forma de despegarse de él hirió profundamente a Aldo, tanto en su amor como en su orgullo masculino. Antes de conocer a Dianora, había tenido muchas aventuras sin importancia alguna para él. Siempre acababan por iniciativa suya pero sin brusquedad y, en general, de forma bastante consoladora para la interesada, pues tenía una habilidad especial para transformar sus amores en amistades.

Esta vez había sido muy distinto. Se encontraba esclavo de un recuerdo tan embriagador que se le adhería a la piel y que no lo abandonó durante los tres años de guerra. Cuando pensaba en Dianora, experimentaba a la vez deseo y furia, unidos a unas ansias de venganza atizadas por el hecho de que la prudente Dinamarca, pese a su neutralidad, prestaba cierta ayuda a Alemania, Ardía en deseos de verla al tiempo que estaba seguro de que era imposible. Había habido demasiados muertos, demasiadas ruinas. Un terrible muro de odio se alzaba ahora entre ellos.

Morosini sólo dedicó unos instantes a rememorar su amor: el tiempo de salir de las cocinas ante la mirada preocupada de Celina y de volver al vestíbulo. Allí cobró protagonismo la belleza algo solemne pero apacible y tranquilizadora de su casa. La imagen de Dianora se difuminó; la joven nunca había cruzado el umbral de su palacio.

Con la mirada y con la mano, acarició unos fanales de bronce dorado, vestigios de la galera capitaneada por un Morosini en la batalla de Lepanto. En otros tiempos, las noches de fiesta los encendían y su luz arrancaba reflejos tornasolados a los mármoles multicolores del embaldosado, a los dorados de las largas vigas iluminadas de un techo que no se podía contemplar sin echar la cabeza hacia atrás. Lentamente, subió la ancha escalera cuya barandilla de balaustres habían pulido tantas manos para dirigirse al portego, la larga galería-museo que constituía el orgullo de numerosos palacios venecianos.

La vocación de este era marítima. A lo largo de las paredes cubiertas de retratos, muchos de ellos de factura ilustre, unos bancos de madera blasonados alternaban con consolas de pórfido donde, metidas en urnas de cristal, se hinchaban las velas de las carabelas, las carracas, las galeras y otras naves de la Serenísima República. Los lienzos representaban a hombres vestidos con gran magnificencia que formaban el cortejo del retrato más imponente, el de un dux con coraza y manto púrpura, corno de oro en la cabeza y orgullo en el fondo de los ojos: Francesco Morosini el Peloponesio, cuatro veces general del Mar contra los turcos, muerto en 1694 en Nauplia mientras estaba al mando supremo de la flota veneciana.

Aunque otros dos dux habían distinguido a la familia —uno, Marino, de 1249 a 1253, y el otro, Michele, víctima de la peste en 1382 tras sólo cuatro meses de reinado—, este era el más grande de los Morosini, un hombre excepcional en el que el poder se aliaba a la prudencia y que había escrito una de las páginas más gloriosas de la historia de Venecia, una página que fue la última. En el otro extremo del portego, frente al retrato del dux, se alzaba el fano, la triple linterna que indicaba el grado de general en la nave de Francesco en la batalla de Negroponto.

Aldo permaneció un rato ante la efigie de su gran antepasado. Siempre le había gustado ese rostro pálido y fino enmarcado en cabellos blancos, con bigote y perilla en torno a una boca delicada, así como esos profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo unas cejas fruncidas por la impaciencia. El pintor debía de haber tenido cierta dificultad en conseguir una inmovilidad prolongada.

El recién llegado pensó que, frente a tanto esplendor, debía de presentar un aspecto lamentable con su viejo uniforme raído. La mirada grave parecía buscar la suya para pedirle cuentas de sus hazañas guerreras, a decir verdad, bastante escasas. Entonces, movido por una fuerza venida de lejos y como lo hubiera hecho ante el dux vivo, hincó un instante la rodilla al tiempo que murmuraba:

—No he desmerecido. Serenísimo Señor. Sigo siendo uno de los vuestros.

A continuación, se levantó y subió corriendo al segundo piso sin detenerse en la habitación de su madre. El notario no tardaría en llegar y no era momento de dejarse invadir por la melancolía.

Aunque sintió placer al recuperar su entorno de antes, no se recreó mucho en él, acuciado por la prisa de librarse de sus ropas de prisionero. Con todo, se entretuvo en poner el clavel de la joven florista en un estrecho jarrón irisado y colocarlo en su mesita de noche. Luego, tras desnudarse en un santiamén, se apresuró a sumergirse con deleite en la bañera, llena de un agua perfumada con lavanda y gloriosamente caliente.

Antes le gustaba recrearse en la bañera humeante leyendo el correo. Era un lugar mágico y propicio a la reflexión, pero esta vez se limitó a frotarse enérgicamente después de haberse embadurnado de jabón hasta la punta de los cabellos. Cuando hubo acabado, el agua estaba gris y era poco apropiada para ponerse a pensar. Salió rápidamente, quitó el tapón, se secó, se roció de agua de lavanda inglesa y luego, envuelto en un albornoz que le pareció el súmmum del confort, se afeitó, encendió un cigarrillo y volvió a su habitación.