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—Aceptaré cualquier cosa para estar a tu lado —suspiró ella, apoyando el sombrero en el cuello de Aldo.

—Dame dos o tres días para pensar y ver cómo podemos hacer las cosas para que salgan bien. No dudes de que por ti seré capaz de las mayores audacias, de enfrentarme a todo con valor…, pero ¿estás segura de que nunca lo lamentarás? Vas a renunciar a una vida de reina.

—¿Para ser princesa? Es casi igual.

—Si te echaras atrás en el último momento, me harías mucho daño —dijo Morosini en un tono repentinamente grave. Pero ella se puso de puntillas para acercar los labios a los de él.

Tras dirigirle una sonrisa y un saludo al estilo oriental, con la mano sobre el corazón, Morosini ya se alejaba cuando ella lo llamó:

—¡Aldo!

—¿Sí, Anielka?

—Otra cosa: si no estás allí la noche de la boda, si tengo que soportar los abusos de sir Eric, no volveré a verte en toda mi vida —dijo con una gravedad que a Aldo le impresionó—. Porque, si me fallas querrá decir que no me amas como yo te amo a ti. Y entonces te odiaré.

Aldo permaneció un instante inmóvil, como si quisiera grabar en su memoria la bella imagen que ofrecía la joven. Luego, sin decir nada, se inclinó y salió del invernáculo.

De regreso hacia la calle Alfred-de-Vigny se esforzó en ordenar sus pensamientos, pero su agitación persistía. Todavía respiraba el fresco y delicioso perfume de Anielka, todavía notaba contra sus labios la suavidad de los de ella. No es que albergara la menor duda sobre sus propios sentimientos: estaba dispuesto a arriesgarlo todo por esa criatura, a cometer las peores locuras para poder adorarla a placer. Sin embargo, no sería realmente libre hasta que hubiera cumplido la misión que le había encargado Simon Aronov.

«Si no hubiera quedado con Vidal-Pellicorne dentro de un rato, iría a su casa ahora mismo. Necesito urgentemente planear bien las cosas con él. Para dar este golpe sin provocar un cataclismo, no estará de más que seamos dos.»

Encontró a la señora Sommières en compañía de Marie-Angéline. Como de costumbre, la marquesa bebía champán en su invernadero escuchando distraídamente a su dama de compañía leerle una de esas sublimes frases de Marcel Proust que dejan al lector sin aliento porque ocupan más de una página entre un punto y otro.

—¡Ah, por fin llegas! —dijo con satisfacción—. Tengo la impresión de que hace siglos que no te he visto. Supongo que cenarás con nosotras.

—Por desgracia, no, tía Amélie —dijo él, besando su hermosa mano arrugada—. Me espera un amigo.

—¿Otra vez? Con lo que me hubiera gustado que me contaras tu entrevista con ese bribón de Ferrals… ¿Quieres una copa?

—No, gracias. Sólo he venido a darle un beso. Tengo que ir a cambiarme.

—Tú te lo pierdes. Dile a Cyprien que mande que te preparen ese maldito coche de gasolina que apesta y que jamás podrá compararse con un bonito coche irlandés de tiro.

—Me disgusta rechazar tus presentes, pero no es necesario. El amigo en cuestión vive en el barrio, en la calle Jouffroy. Iré a pie cruzando el parque.

—Como quieras, pero si no vuelves demasiado tarde ven a charlar un rato. Recibir un beso tuyo está convirtiéndose en una costumbre que aprecio infinitamente. Plan-Crépin, deje al divino Marcel y vaya a decir que no tarden en servir la cena. Tengo un poco de hambre, pero no me apetece estar mucho rato a la mesa.

La marquesa había terminado de cenar cuando Morosini salió de casa para dirigirse a la entrada de la avenida Van-Dyck rodeando la mansión Ferrals, cuyas ventanas, como de costumbre, estaban potentemente iluminadas. Aldo envió mentalmente un beso a la dama que ocupaba sus pensamientos y se adentró entre los árboles del parque Monceau con la intención de disfrutar de uno de esos paseos nocturnos tan queridos a los corazones enamorados.

Caminaba a su paso rápido y despreocupado, aspirando los aromas primaverales de aquella noche de mayo, cuando recibió un golpe en la nuca, otro en una sien, y se desplomó sin hacer ruido sobre la tierra de la alameda.

Se oyó entonces una risa peculiar, aguda y cruel.

7

Las sorpresas de una venta en el hotel Drouot

Aldo tenía la impresión de que una apisonadora le había pasado por encima. Con excepción de las piernas, no había una sola pulgada del cuerpo que no le doliera, y por si eso fuera poco, un pérfido verdugo se las ingeniaba para aumentar su sufrimiento.

—Unas costillas rotas, nada más. En esta casa parece una manía —refunfuñó una voz asmática—. En cualquier caso, es una suerte que usted estuviera allí, señorita.

—Dios lo ha querido así, porque venía de la iglesia —contestó Marie-Angéline—. Me puse a gritar y esos canallas huyeron.

—Yo me inclino a pensar que este caballero le debe la vida. Se diría que se habían propuesto matarlo a golpes. Miren, parece que vuelve en sí.

Efectivamente, Aldo se esforzaba en levantar los párpados, que le pesaban una tonelada. Entonces vio, aureolado por las luces de una araña, un rostro barbudo adornado con unos lentes que lo escrutaba mientras unas manos, sin duda pertenecientes al mismo personaje, se obstinaban en palparlo.

—¡Me hace daño! —se quejó.

—¡Vaya, qué delicado!

—No me extraña —gruñó la señora Sommières con su voz de contralto—. Debería intentar calmarlo, en vez de aumentar su dolor.

—Un poco de paciencia, amiga mía. Para las costillas, lo único que se puede hacer es aplicar un vendaje, pero para las otras contusiones voy a prepararle un bálsamo milagroso. No le durarán mucho los cardenales.

Aldo consiguió levantar la cabeza, que sonaba como la campana de una catedral. Reconoció su habitación y su cama, a cuyo alrededor se congregaba un numeroso y noble público: la marquesa estaba sentada en un sillón, Marie-Angéline en una silla, el médico iba de un lado para otro murmurando y Cyprien, de pie junto a la puerta, estaba ordenando a un criado que fuese a buscar vendas Velpeau —las más anchas— al botiquín.

Disipadas las últimas brumas, el paciente recordó de pronto lo que había pasado y adónde iba cuando había sido agredido.

—Tía Amélie —dijo—, quisiera telefonear.

—Vamos, muchacho, esto no es serio. ¿Acabas de salir del coma y tu primer pensamiento es para el teléfono? Harías mejor en pensar en los que te han dejado en este estado. ¿Tienes alguna idea?

—Ninguna —mintió, pues tenía una o dos—. Pero si quiero telefonear es porque tenía que cenar en casa de un amigo que debe de estar preocupado. ¿Qué hora es?

—Las diez y media, y olvídate de que te bajen a casa del portero. Cyprien se encargará de transmitir tu mensaje. Dale el número y ya está.

—Que busque a Adalbert Vidal-Pellicorne en una libreta con tapas de piel negra que llevo en un bolsillo de la americana. Hay que decirle lo que me ha sucedido, pero nada más.

—¿Qué más quieres que le digamos, si no sabemos nada? ¿Has oído, Cyprien?

El encargo fue ejecutado con rapidez y eficacia. El anciano mayordomo volvió para anunciar que «el amigo del príncipe» lo sentía muchísimo, le deseaba un pronto restablecimiento y pedía que le dijeran cuándo podría ir para informarse de su evolución.

—Mañana —dijo Aldo, pese a las protestas de las damas—. Necesito verlo urgentemente.

Al cabo de un rato, debidamente untado de árnica en espera del bálsamo milagroso y con el torso envuelto en más vendas que una momia de faraón, Aldo dio las gracias al médico por sus cuidados y a la señorita Plan-Crépin por su afortunada intervención, y estaba pensando en dormir cuando constató que, si bien la señora Sommières despedía a todo el mundo, ella no parecía dispuesta a levantarse del sillón.

—¿No va a acostarse, tía Amélie? —dijo en un tono que la invitaba a hacerlo—. Me parece que ya le he causado suficientes trastornos esta noche. Debe de estar cansada.