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—Déjate de monsergas. Me encuentro perfectamente. Y tú, si tenías suficientes fuerzas para ir hasta el teléfono, seguro que te quedan unas pocas para invertirlas en tu vieja tía. No vale la pena andarse por las ramas: ¿ha sido ese demonio de Ferrals el que te ha hecho esto?

—¿Cómo quiere que lo sepa? No vi ni a un alma. Me golpearon y perdí el conocimiento. Pero dígame qué hacía su dama de compañía en el parque a las nueve de la noche. Le he oído decir que volvía de la iglesia, pero no me parece que sea el camino más directo desde Saint-Augustin.

—Ni horas de venir de la iglesia. Plan-Crépin, muchacho, te estaba siguiendo por orden mía.

—¿La mandó tras de mí?… ¿Una señorita en el parque en plena noche? ¿Por qué no a Cyprien?

—Demasiado viejo. Y además, incapaz de moverse con menos majestuosidad que si escoltara a un miembro de la realeza. Plan-Crépin no es lo mismo: como todas las beatas, pasa inadvertida; sabe andar de puntillas y a pesar de su aspecto es más ágil que un gato. A todo eso hay que añadir que su curiosidad permanece siempre despierta. Desde que se ha enterado de que fuiste a casa de Ferrals, está inquieta. He preferido atribuirme el mérito de mandarla yo, pero de todas formas ella te habría seguido el rastro.

—¡Señor! —gimió Aldo—. Jamás hubiera imaginado que había ido a parar a una sucursal del Servicio de Inteligencia. Espero que por lo menos no hayan avisado a la policía.

—No. Pero tengo un viejo amigo que fue una de las glorias de la policía judicial a principios de siglo y que quizá podría…

—¡Por el amor de Dios, tía Amélie, no haga nada! Quiero saldar esta cuenta igual que las otras: yo mismo.

—Entonces dime que pasó en casa del vendedor de cañones. Cuando alguien mata a la gente a centenares, no tiene reparos en mandar eliminar a una persona molesta en un parque solitario.

—Es posible, pero yo no lo creo —dijo Aldo, recordando la risa agria y discordante que había saludado su caída. La voz cálida y musical de sir Eric no podía emitir semejante sonido. Un esbirro quizá, pero esa risa expresaba odio, crueldad, y un asesino a sueldo no tenía ninguna razón para detestarlo personalmente.

Dejó el análisis de esa cuestión para más tarde, cuando le doliera menos la cabeza, y contó su entrevista con Ferrals. Lo que más llamó la atención de la anciana fue la historia trágica de la Estrella Azul, y no ocultó que le había impresionado.

—Siempre he pensado —susurró— que esa piedra no traía suerte. Desde el siglo XVII se produjo un drama tras otro en la familia Montlaure hasta la extinción de la línea masculina. Por eso la heredó tu madre. Yo hubiese querido que se deshiciese de ella, pero le tenía mucho cariño aunque nunca la llevó. Tu madre no creía en la maldición, seguramente porque ignoraba, como todos nosotros, lo que acabas de contarme.

—Pero ¿tú crees que esa historia es cierta? Pese a la pasión y al tono sincero de Ferrals cuando me la contó, me cuesta creer que uno de mis antepasados fuera capaz…

De repente, la marquesa se echó a reír.

—¿No te da vergüenza ser tan ingenuo a tu edad? Tus antepasados, los míos, como los de prácticamente todo el mundo, no eran más que hombres sometidos a la codicia y a las bajezas propias de la naturaleza humana. Y no irás a decirme que en Venecia, donde se perpetraron terribles venganzas y donde el aqua Tofana circulaba como el vino joven en la época de la vendimia, era diferente. Hay que coger lo que uno encuentra en su cuna cuando viene al mundo, querido Aldo, incluidos los antepasados. De todas formas, no creo que nuestro vecino haya querido eliminarte; no tiene ningún motivo para hacerlo, puesto que gana en todos los frentes.

—Es más o menos lo que yo pienso.

Sus sospechas se dirigían más hacia Sigismond, aunque le costaba creer que ese mocoso fuera capaz de tender una emboscada cuya preparación debía de haber exigido una atenta vigilancia. Y surgía entonces una pregunta: ¿habían descubierto su cita con Anielka, de la que no había dicho ni una palabra a la señora Sommières, los habían espiado? En tal caso, Ferrals volvía al primer plano: si estaba tan enamorado como afirmaba, sus celos debían de ser terribles.

Pese a los pensamientos contradictorios que se agolpaban en su dolorida cabeza, Morosini acabó por dormirse, vencido por el calmante que el doctor había hecho que su sirviente le llevara en cuanto hubo llegado a su consulta. Debía de contener algo capaz de anestesiar a un caballo, porque cuando, a última hora de la mañana, emergió por fin de un sueño profundísimo, estaba aproximadamente tan vivo como un plato de risi e bisi frío, además de tener grandes dificultades para hilvanar dos ideas. Sin embargo, ni le pasó por la mente quedarse en la cama; había que desdramatizar lo antes posible la situación, y si Vidal-Pellicorne iba a verlo, tal como esperaba, debía encontrarlo levantado. O, por lo menos, sentado y vestido.

Después de haber pedido café cargado y, a ser posible, aromático, con la ayuda de un Cyprien reprobador consiguió llevar a cabo la doble operación de lavarse y vestirse, no sin que la visión de su rostro en el espejo del cuarto de baño le arrancara uno o dos suspiros. Si Anielka lo viera, quizá se acordara del joven Ladislas con una pizca de nostalgia.

No obstante, una vez listo, se encontró mejor y decidió instalarse en un saloncito de la planta baja.

Allí fue donde, a las tres en punto, el arqueólogo lo encontró fumando con fruición entre una copa de coñac y un cenicero lleno. Volutas de un gris azulado se desplazaban por la habitación, haciendo la atmósfera casi irrespirable.

Cyprien, que había anunciado a Adalbert, se apresuró a abrir una ventana mientras el visitante se sentaba en un sillón.

—¡Señor! —exclamó este—. ¡Esto parece un fumadero! ¿Acaso está intentando suicidarse por asfixia?

—En absoluto, pero cuando pienso siempre fumo mucho.

—¿Y ha encontrado al menos una respuesta a las preguntas que se hace?

—Ni una. No hago más que dar vueltas en redondo.

Vidal-Pellicorne se echó el mechón hacia atrás, se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas tras haber tirado de la raya del pantalón.

—Cuéntemelo todo. A lo mejor entre los dos vemos las cosas más claras. Pero, primero, ¿cómo está?

—Todo lo bien que se puede estar después de una paliza intensa. Parezco una galantina trufada, tengo un enorme chichón y la sien multicolor que ve, pero aparte de eso estoy bien. Las costillas se arreglarán solas. En cuanto a mi problema, lo que no consigo aclarar es a quién debo este sinsabor.

—Por lo que conozco a Ferrals, no lo veo en el papel del señor que reúne a sus criados para dar una tunda en toda regla. Para empezar, no tiene ninguna razón para odiarlo, y además de eso, me lo imagino más disparándole él mismo un tiro, y de cara. Tiene una idea muy firme de su propia grandeza.

—Sin duda, pero quizá sí tiene una buena razón: los celos.

Morosini hizo un relato completo de su conversación con sir Eric y de la del Parque Zoológico. Cuando hubo terminado, Adalbert se hallaba tan profundamente sumido en sus pensamientos que creyó que se había dormido. Al cabo de un instante, los párpados de su amigo se levantaron y mostraron una mirada viva.

—Temo haberme adelantado un poco al asegurarle que podía ayudarlo a resolver su problema —dijo con su voz cansina—. Está claro que a la luz de todo lo que acaba de contarme las cosas cambian de aspecto. Por cierto, esa bella criatura no carece de imaginación.

—Quizá tiene un poco más de la cuenta. Supongo que debe de encontrar su plan descabellado.

—Sí y no. Una mujer enamorada es capaz de todo, y puesto que al parecer esta lo está de usted…