Выбрать главу

—En ese caso, señor, no tengo nada más que decirle aparte de buenas noches. Discúlpeme por haberlo molestado.

Mina colgó con una energía reprobadora. Aldo hizo lo mismo, pero más suavemente, pues le pareció inútil desfogarse con el aparato del portero. De todas formas, no estaba contento, pero era consigo mismo con quien estaba enfadado. ¿Qué le pasaba? Podría haber ido desde Venecia para asistir a esa prestigiosa venta, y de no ser por Mina, la habría olvidado. ¡Y todo porque estaba perdiendo la cabeza por una chica demasiado bonita!

Mientras subía a su habitación, se hacía severos reproches. ¿Estaba dispuesto a sacrificar por Anielka un oficio que le encantaba e incluso la noble tarea que acababa de aceptar? Querer a Anielka era delicioso, pero tenía que conseguir que funcionara todo junto. La venta del día siguiente, al sumergirlo en su elemento, le sentaría de maravilla. Más aun teniendo en cuenta que prometía ser apasionante: el joyero de esa gran dama rusa que acababa de morir albergaba, entre otras maravillas, dos «lágrimas» de diamante que habían pertenecido a la emperatriz Isabel de Rusia. Los coleccionistas iban a matarse unos a otros y la puja sería de lo más excitante.

Antes de volver a acostarse, Morosini le dijo a Cyprien:

—Tenga la bondad de enviar al chófer mañana por la mañana, temprano, a casa del señor Vauxbrun para pedirle que me preste el catálogo de la venta Apraxina. Que le diga también que estaré en el hotel Drouot para la apertura de las salas.

Una multitud llenaba la sala más grande del Hotel des Ventes cuando Morosini se reunió con Gilles Vauxbrun, que se había desvivido por conseguirle una silla de la primera fila.

—Si tienes intención de comprar —le susurró, cediéndole el sitio conquistado en reñida lucha—, te deseo mucho valor. Además de Chaumet, que codicia las diademas para su colección, y de algunos de sus colegas de la calle de la Paix y de la Quinta Avenida, están el Aga Kan, Carlos de Beistegui y el barón Edmond de Rothschild. Todos quieren las lágrimas de la zarina.

—¿No te quedas?

—No. Yo voy a ocuparme de dos canapés Regencia que van a vender aquí al lado. Si quieres, nos vemos a la salida.

—De acuerdo. El primero que acabe que espere al otro. ¿Comes conmigo?

—Con la condición de que cambies de maquillaje; este no te ha quedado muy bien —dijo el anticuario haciendo una mueca sardónica.

Mientras Vauxbrun se abría paso hacia la salida entre una multitud de sombreros femeninos abundantemente floridos, Aldo observó a la concurrencia y localizó a las personalidades señaladas por su amigo, aunque el resto de los aficionados no eran personas corrientes. Había también algunas mujeres famosas, que habían ido por curiosidad y para ser vistas; actrices como Eve Francis, la gran Julia Bartet, Marthe Chenal y Frangoise Rosay, entre las más conocidas, rivalizaban en elegancia con la cantante Mary Garden. También muchos extranjeros, y por supuesto rusos, algunos de los cuales sólo habían ido movidos por una especie de piedad. Entre ellos, la alta figura de Félix Yussupov, el ejecutor de Rasputín, que había sido y seguía siendo uno de los hombres más apuestos de su tiempo. Convertido en corredor de muebles antiguos, no estaba allí para comprar sino para acompañar a una mujer guapísima, la princesa Paley, hija de un gran duque, que había ido a derramar una lágrima sobre las de Isabel.

El tasador, el señor Lair-Dubreuil, asistido por los señores Falkenberg y Linzaler, iba a anunciar con su mazo el comienzo de la venta cuando se produjo un revuelo entre la muchedumbre. Morosini vio avanzar hacia unos asientos de primera fila, que dos jóvenes se apresuraban a dejar libres, un extravagante sombrero dorado envuelto en un mar de tul negro con pintas de oro, bajo el que aparecía el rostro lívido —debido a un curioso maquillaje blanco veteado de verde— y los ojos ardientes de la marquesa Casati. Fiel a su particularísima forma de vestir y a su pasión por el orientalismo, llevaba unos amplios pantalones dorados de sultana bajo una capa de terciopelo negro.

«¿Luisa Casati aquí? —pensó Morosini, abatido—. Va a costarme lo indecible librarme de ella.»

Apenas le sorprendió ver, tras la estela de la reina de Venecia, la elegante y fina silueta de lady Saint Albans, vestida con un conjunto de Redfern de crespón de China azul cielo y blanco, mucho más discreto, y un sombrero a juego. Su contrariedad se vio incrementada, pues no guardaba un buen recuerdo de la visita que le había hecho la bella Mary. «Parece que esas dos se han vuelto inseparables —rezongó—. ¡Quiera Dios que no me vean!»

Pero ese deseo era tan piadoso como absurdo: el pequeño monóculo con diamantes engastados de Luisa Casati ya apuntaba a la concurrencia a la manera del periscopio de un submarino. No tardó en localizar a Aldo, y una mano negra y dorada se levantó para hacerle señas. La suerte quiso que en ese preciso instante el señor Lair-Dubreuil reclamara la atención de la sala: la venta iba a empezar.

El primer rato pasó sin pena ni gloria. Una pulsera de veintisiete brillantes, un par de pendientes formados cada uno por una esmeralda rectangular rodeada de brillantes, un anillo compuesto de dos preciosos diamantes, un collar de ciento cincuenta y cinco perlas y un broche adornado con tres esmeraldas se vendieron sin dificultad a precios elevados, aunque la fiebre de la puja aún no había hecho su aparición. Esas piezas eran magníficas, pero recientes: se esperaban las joyas históricas.

El primer estremecimiento recorrió al público con el aderezo de oro, topacios y turquesas recomendado por Mina. Constituido por un collar, dos pulseras, unos pendientes y una pequeña y deliciosa diadema, era un conjunto muy atrayente que el zar Alejandro I había regalado a una de las bisabuelas de la princesa Apraxina a cambio de algunos favores.

«Mina debe de estar loca —se dijo Morosini—. Es demasiado bonito para la señora Rapalli. ¡Va a cumplir setenta años y es horrorosa!»

Sin embargo, enseguida se reprochó ese juicio poco caritativo. El hecho de que Rapalli fuera un nuevo rico no le impedía adorar a su mujer, que de hecho era una anciana encantadora. Conociéndola, seguro que nunca llevaría ese aderezo principesco entero, pero, al verlo como una prueba de amor de su esposo, lo convertiría en un precioso tesoro que contemplaría con tanta devoción como si fuera una imagen de la Virgen. Un destino más envidiable para unas joyas de esa clase, según Morosini, que ser exhibidas en la cabeza de una cortesana de moda en orgías organizadas en reservados del Café de París o de La Perouse. Precisamente el protector de una de esas damas estaba pujando con ardor, y de pronto, Aldo entró en la batalla. Batalla que ganó sin grandes dificultades, lo que le valió los aplausos frenéticos de Luisa Casati y de la colonia rusa, rápidamente informada acerca del ilustre apellido del comprador.

La sala estaba despertando. Tan sólo un pequeño círculo de habituales permanecía al margen del tumulto. Eran personas de edad avanzada que iban casi todos los días como si se tratara de un espectáculo. Permanecían en un rincón de la sala sin preocuparse de los aficionados ricos. Unos consultaban el catálogo, otros se limitaban a contemplar las piezas todavía sin vender. Entre esas personas había un hombre mayor —al menos a juzgar por sus cabellos blancos— que no se movía y parecía perdido en un sueño. Aldo sólo veía de él un perfil impreciso entre el borde de un viejo sombrero abollado y una chaqueta gris gastada, pero cuyo corte indicaba que había conocido días mejores.

El personaje permanecía tan inmóvil que se hubiera podido creer que estaba muerto. Había algo en él que intrigaba a Morosini, una vaga reminiscencia tan lejana que no lograba precisarla. Le habría gustado verle la cara, pero desde su sitio era prácticamente imposible.

La venta continuaba. Como no tenía intención de comprar nada más, Aldo seguía las pujas distraídamente, prefiriendo observar la sala en plena ebullición. Entre los más exaltados enseguida vio a lady Saint Albans. Transformada por su pasión puesta al desnudo, la joven inglesa parecía presa de una especie de furia incontrolable. En aquel momento competía con el Aga Kan por la posesión de un colgante italiano del siglo XVI, compuesto por una enorme perla barroca y piedras multicolores, y pujaba mientras retorcía, nerviosa, los guantes entre las manos.