—Para él, por supuesto, pero no se preocupe, escogeré la pala para tartas.
En realidad, al día siguiente compró una pequeña figura romana de bronce del siglo I después de Jesucristo, que representaba al dios Vulcano forjando el rayo de Júpiter. Un símbolo perfecto para un fabricante de cañones. Además, habría sido mezquino escatimar con un hombre al que iba a quitarle a su joven esposa y una piedra que, con razón o sin ella, él consideraba ancestral.
—Lo malo —comentó Adalbert cuando se enteró del envío de la estatuilla— es que el pobre Vulcano, que estaba casado con Venus, no fue muy feliz en su matrimonio. ¿Lo había olvidado o lo ha hecho expresamente?
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Morosini con desenvoltura—. No se puede pensar en todo.
8
Una boda diferente
Dos días antes de la boda de sir Eric Ferrals con la encantadora condesa polaca de la que todo París hablaba, era imposible encontrar una habitación libre en los hoteles y las ventas situados entre Blois y Beaugency. Además de los invitados, demasiado numerosos para que fuera posible alojarlos en el castillo, estaba la prensa, nacional y local, ávida de imágenes y de cotilleos, por no hablar de la policía y de los curiosos, atraídos por una manifestación mundana que prometía ser fastuosa.
Aldo y Adalbert no tenían ese problema: estaban en primera línea desde la tarde del día 15. El primero fue albergado en una encantadora casa solariega de estilo renacimiento cerca de Mer por una antigua compañera de convento de tía Amélie y se trasladó al castillo en el «coche de petróleo» de la marquesa. El segundo, doblemente invitado por Ferrals y el joven Solmanski, efectuó en el castillo, donde iba a dormir, una ruidosa entrada montado en su pequeño Amilcar rojo. Gracias a ese bólido, que podía circular a ciento cinco kilómetros por hora pero cuyos frenos sólo accionaban las ruedas traseras, nadie permaneció ajeno a su llegada en todo el pueblo y poblaciones vecinas.
Quedaba un tercer personaje, al que el arqueólogo concedía una importancia capital porque debía encontrarse con Anielka y ponerla a buen recaudo durante el tiempo necesario para que no la encontraran. Este llevaba allí cinco días y se dedicaba a pescar lucios en la otra orilla del Loira en espera de interpretar su papel. Se llamaba Romuald Dupuy y era el hermano gemelo de Théobald, el fiel sirviente de Adalbert.
Un hermano tan gemelo que ni siquiera Vidal-Pellicorne acertaba a distinguirlos. Ambos profesaban por el arqueólogo la misma devoción desde que, durante la guerra, este había salvado la vida a Théobald arriesgando la suya. Para los gemelos era como si los hubiese salvado a los dos.
Desde hacía cinco días Romuald, que había llegado en motocicleta haciéndose pasar por periodista, se las había arreglado para alquilar a precio de oro una casita y una barca perteneciente a un pescador de la zona. Como una y otra se hallaban situadas casi enfrente del castillo, el emplazamiento le pareció ideal, y desde entonces mataba el tiempo sumergiendo el sedal y la plomada en el agua.
Desde su barca, protegida por sauces plateados, podía observar —a simple vista o con ayuda de unos gemelos— la larga construcción blanca de la que, en otros tiempos, los galanteadores de una amante real decían que era el palacio de Armida transportado por las nubes hasta la orilla del Loira.
Rodeado de un parque inmenso y dispuesto como una ofrenda a los dioses sobre admirables jardines divididos en terrazas que descendían hasta el río por dos rampas majestuosas, el castillo, cuyas tonalidades cambiaban con el cielo, era de una belleza casi irreal. Bajo la rápida carrera de las nubes, siempre parecía a punto de echar a volar. Era un espectáculo cautivador por sus incesantes cambios.
Sin embargo, cuando, la mañana del día de la boda, Romuald se asomó a la ventana de su casa, creyó que estaba soñando: frente a él todo estaba blanco, como si hubiera nevado durante esa noche de mayo. Los jardines escalonados rebosaban de flores inmaculadas y, sobre las alfombras de césped, grandes pavos reales todavía más blancos se paseaban majestuosamente. Era delirante y sublime a la vez, y el observador invisible lo admiró con ojos de experto. Semejante milagro debía de haber exigido un ejército de jardineros trabajando a la velocidad del viento, pues el castillo había permanecido iluminado hasta tarde con motivo de la recepción que había seguido a la boda civil. Lo que no había dejado mucho tiempo a los magos del plantador y el rastrillo antes de que se hiciera de día. Y Romuald, repentinamente pensativo, se dijo que debía de ser muy bella la mujer por la que un hombre, sin duda perdidamente enamorado, desplegaba tantas maravillas.
El ceremonial establecido por sir Eric era sorprendente: la boda religiosa se celebraría durante la puesta de sol en una capilla improvisada, un edificio construido para la ocasión al final de la larga terraza, delante de un pequeño templo dedicado al culto de la Antigüedad, y decorado con grandes rosales trepadores, hiedra, mirtos, azucenas y lilas blancas. A continuación habría una cena en el castillo, seguida de unos deslumbrantes fuegos artificiales, tras lo cual, escoltada por porteadores de antorchas y músicos tocando la trompa, la pareja iría en una calesa adornada con flores, digna de la Bella Durmiente del Bosque, al lugar secreto donde se consumaría el misterio nupcial.
—Esperemos que haga bueno —había comentado Morosini cuando Vidal-Pellicorne le había detallado el programa, que lo irritaba prodigiosamente—. Si llueve, todo ese gran despliegue será ridículo. Suponiendo que no lo sea ya.
—Dios no se atrevería a hacerle eso al gran sir Eric Ferrals —había contestado Adalbert con una sonrisa de fauno—. De todas formas, ese ajetreo nos será muy úticlass="underline" bastará con que nuestra joven novia aproveche un cambio de vestido para confundirse entre la multitud de invitados. Después no tendrá más que bajar hasta la orilla del río, donde Romuald la esperará con su barca para transportarla al otro lado.
—No me gusta mucho la idea de hacerle cruzar el Loira en plena noche. Es un río bastante peligroso.
—Confíe en Romuald. Es un hombre que siempre estudia el terreno, ya se trate de plantar lechugas o de atravesar un campo de minas.
Pese a esas garantías, el corazón de Aldo latía a un ritmo inusitado cuando detuvo el coche en el patio principal y, después de haberse quitado el guardapolvo y la gorra, lo dejó en manos de uno de los sirvientes encargados de aparcar los automóviles en la explanada contigua a las verjas.
El ornamento central de ese patio contiguo a las verjas, por lo demás bonito y armonioso, hizo sonreír a Morosini y lo ayudó a relajarse. Era una gran estatua de mármol que representaba al emperador Augusto. No cabía duda, estaba en casa de Ferrals.
—Esta estatua y los numerosos bustos de césares y otras divinidades diseminados por los jardines fue lo que decidió a nuestro inglés internacional a comprar este castillo —dijo detrás de Aldo la voz cansina de Vidal-Pellicorne, que estaba fumando un cigarrillo en la escalinata—. Al principio le parecía un poco modesto y hubiera preferido Chambord.
El veneciano se volvió con expresión divertida.
—¿Nos conocemos?
—¿Acaso ha olvidado, príncipe, aquella agradable velada que pasamos en Cubat? —pregonó el arqueólogo, que añadió en voz más baja—: Yo creo que ahora podemos declararnos conocidos. Eso simplificará las cosas. Además, nada nos impide simpatizar.
Acompañado del conde Solmanski, sir Eric recibía a sus invitados en uno de los salones cuyos grandes espejos habían reflejado los satenes nacarados y la gracia exquisita de madame de Pompadour. Mientras que el saludo del polaco se redujo a una breve inclinación del busto y un vago estiramiento de labios, el novio tendió a Morosini una mano ancha y franca que este no estrechó sin una ligera vacilación, súbitamente incómodo ante ese recibimiento inesperado.