—¿Y a ti te gustan?
—No siempre, sólo algunas veces. Como hoy, por ejemplo: el romance de Ferrals me fascina. Esa máquina de hacer dinero dominada por la pasión tiene algo mágico… Bueno, ¿vamos o prefieres quedarte plantado en este salón hasta el día del juicio final?
En esta ocasión Aldo no tuvo más remedio que ofrecer su brazo si no quería ser grosero. Su compañera y él se sumaron a los invitados que estaban repartiéndose a ambos lados de una larga alfombra verde sobre la cual, al cabo de un instante, dos muchachas arrojarían pétalos de rosa. Una orquesta invisible tocó una marcha solemne: el cortejo de la novia se acercaba. Compuesto de niñas con vestidos de organdí que tendían entre ellas largas cintas de satén blanco, símbolos de pureza, anudadas a ramilletes redondos, era encantador, pero Aldo sólo vio a Anielka.
Cautivadora y pálida, fluida como un chorro de agua dentro de su largo vestido blanco centelleante de cuentas de cristal, con una pequeña y adorable corona de diamantes sobre su cabellera rubia, avanzaba del brazo de su padre con los ojos clavados en la punta de sus zapatos de satén blanco. Su aire triste y ausente hizo que a Aldo se le encogiera el corazón. Le costó mucho luchar contra el deseo de abalanzarse entre las niñas para llevarse a la mujer que amaba lejos de aquellos indiferentes que habían ido a disfrutar del espectáculo de una virgen de diecinueve años entregada a cambio de dinero contante y sonante a un coetáneo de su padre.
Fue todavía peor cuando pasó por delante de él y Aldo la vio alzar sus dulces párpados. Los enormes ojos de oro cargados de auténtica angustia se detuvieron un instante sobre los suyos antes de desviarse, con un destello de cólera, hacia su excesivamente bella compañía. Después volvieron a bajar la mirada. La larga cola brillante sobre la que espumeaba el denso vapor del velo de tul se alargó interminablemente hasta el reclinatorio de terciopelo verde junto al que esperaba el novio.
Tal como Ferrals había dispuesto, el sol poniente incendiaba el río real mientras comenzaba a celebrarse la solemne liturgia de la boda, cada palabra de la cual intensificaba la desazón de Morosini. «Deberíamos habernos llevado a Anielka anoche —pensó con rabia—. La boda civil no tenía importancia, pero la bendición de ahora…»
Sabía que lo que podía pasar poco después, en el corazón de la dulce noche de mayo, lo volvería loco. Se sentía como Otelo imaginando, con un realismo típicamente masculino, a Ferrals desnudando a Anielka y poseyéndola. La imagen apareció con tanta claridad en su mente que trató de apartarla.
—¡No! —masculló—. ¡Eso no!
Él codo de la señora Kledermann se clavó de pronto en sus costillas mientras la dama miraba con estupor e inquietud el semblante crispado de su compañero.
—¿Se puede saber qué te pasa? —susurró—. ¿Te encuentras mal?
Aldo se estremeció y se pasó una mano poco firme por la frente, repentinamente húmeda, pero se obligó a sonreír.
—Perdón. Estaba pensando en otra cosa.
—Creía que ibas a levantarte para poner un impedimento a la boda. Parecías un perro al que acaban de quitarle su hueso.
—¡Qué estupidez! —dijo él, prescindiendo de toda cortesía superflua—. Mi pensamiento estaba a cien leguas de aquí.
—Mucho mejor. En tal caso, no vale la pena que te enfades. Hemos llegado al meollo de la cuestión.
En efecto, el momento del «sí» había llegado. Allá, al fondo de la caracola de pétalos y de llamas, el sacerdote avanzó hacia los novios y sus manos extendidas los acercaron. Se hizo el silencio; todo el mundo estaba atento para captar los matices del juramento mutuo. El de sir. Eric, firmemente pronunciado, sonó como una campana de bronce. En lo que se refiere a Anielka, se la oyó balbucir unas palabras en una lengua incomprensible —sin duda polaco— y a continuación se desmayó con gracia mientras el oficiante pronunciaba confiadamente las palabras sacramentales.
La hermosa ceremonia se estaba yendo al traste. En medio de un concierto de exclamaciones que hizo callar al órgano y los violines, Ferrals se había precipitado hacia su joven esposa para sujetarla al tiempo que llamaba a voz en grito a un médico. Un miembro del Instituto que lucía en el chaqué el distintivo de la Legión de Honor fue a prestar su ayuda, acompañado de una dama engalanada con encajes malva que chillaba gesticulando. Unos minutos más tarde, un robusto lacayo se llevaba a la joven al castillo, seguido del esposo, del médico, de la mujer del médico y del conde Solmanski.
—¡No se muevan! —ordenó sir Eric a sus invitados—. Enseguida volveremos. No es más que un ligero mareo.
En medio de la consternación general, Dianora se permitió una risita insolente.
—¡Qué divertido! —dijo, haciendo como si aplaudiera—. Esto sí que se sale de lo normal. Me recuerda una velada en la Scala de Milán en que la diva fue víctima del primer mareo del embarazo en el escenario. Por suerte, pudo volver y continuar la interpretación. Tenía mal color, pero, como cantaba La Traviata, le quedaba tan bien que tuvo un éxito arrollador. Apuesto a que nuestra novia también lo tendrá.
—¿No te da vergüenza? —gruñó Morosini, furioso—. Esa pobre chica está enferma y a ti te divierte. Me entran ganas de ir a ver…
La mano de la joven asió su brazo y lo apretó con una fuerza sorprendente.
—¡Estate quieto! —susurró entre dientes—. Nadie entendería tu solicitud, y el marido menos aún. No sabía que eras tan sensible al encanto juvenil, querido.
—Yo soy sensible a todo el sufrimiento.
—Aquí hay bastante gente para ocuparse de este. Además, voy a ir yo a informarme.
—¿Con qué derecho?
—Uno: soy una mujer. Dos: soy una amiga de la familia. Y tres: tengo una habitación en el castillo y resulta que no llevo encima pañuelo para llorar contigo. Espérame aquí.
Recogiendo con una mano la muselina azul y quitándose con la otra la capelina, la joven abandonó su sitio y se dirigió al castillo. Vidal-Pellicorne aprovechó la circunstancia para reunirse con su amigo. Él, que estaba siempre seguro de sí mismo, parecía preocupado.
—No entiendo nada —dijo sin pensar en bajar la voz, pues a su alrededor todo el mundo hablaba animadamente—. Ese desvanecimiento no estaba previsto en el programa. Por lo menos en este momento.
—¿Había decidido que sufriría una indisposición?
—Sí, durante la cena. Debía encontrarse mal y decir que se iba a descansar hasta la hora de la partida. Ferrals no podría quedarse con ella; tiene invitados demasiado importantes y debe atenderlos. Durante los fuegos artificiales, Anielka, ayudada por Wanda, que nos apoya, debía vestirse como una doncella y, evitando la terraza, bajar hasta el río, donde la esperaría Romuald. Me pregunto qué ha podido pasar. ¿Me entendería mal?
—¿Y si estuviera realmente enferma? Cuando ha llegado para la ceremonia, estaba pálida y triste.
—Quizá tenga razón. Hay algo que no encaja. Hasta ahora, experimentaba una alegría infantil al pensar en la aventura de esta noche. Además, empiezo a creer que lo ama.
—Es la única noticia buena del día. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Nada. Nos han pedido que esperemos. Pues esperaremos. Entre tanto pensaré en la continuación de las operaciones. Verá, yo contaba con el intermedio de la cena para ocuparme de la mesa de las joyas y tengo que idear otra cosa.
Mientras Vidal-Pellicorne se abismaba en sus pensamientos, Aldo se esforzaba en mantener la calma, aunque no le resultaba fácil, pues la paciencia no era su virtud dominante. Intuía una catástrofe y la atmósfera de la capilla artificial no contribuía a apaciguarlo. Se percibía cierto malestar, como si aquellas personas fueran náufragos abandonados en una isla desierta. La música ya no sonaba; el sacerdote había desaparecido y las damas de honor, sentadas en los peldaños del altar o incluso sobre la alfombra, jugaban con las flores y las cintas. Algunas empezaban a llorar, mientras que los asistentes que se conocían se interrogaban con la mirada: ¿debían quedarse?, ¿debían irse? La espera se eternizaba y, poco a poco, la paciencia cedió el paso a cierta agitación, sobre todo por parte de las personalidades oficiales, ministros y embajadores. Se oían fragmentos de frases: «¡Es inconcebible!… Un desvanecimiento no dura tanto… Por lo menos podrían preocuparse por nosotros… Yo jamás había visto nada parecido, ¿y usted?…»