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Aldo sacó su reloj.

—Si dentro de cinco minutos no ha venido nadie a darnos una explicación, voy a informarme.

No había terminado de hablar cuando el conde Solmanski, tan frío y solemne como siempre pero visiblemente contrariado, entró en la capilla. Se dirigió al altar, ocupó el lugar del oficiante y, después de disculparse en nombre de sir Eric y en el suyo propio, tranquilizó a los invitados sobre el estado de salud de su hija.

—Se encuentra mejor, pero está demasiado cansada para asistir a la misa, que debía ser cantada. Se trata de un detalle sin importancia, puesto que el matrimonio ya se ha celebrado. El intercambio de los anillos se hará más tarde en la intimidad, pero la fiesta tendrá lugar tal como nuestro anfitrión había previsto. Si tienen la bondad de acompañarme al castillo, todos necesitamos recuperar la atmósfera alegre que reinaba hace un rato.

El conde fue a ofrecer su brazo a una dama sentada en la primera fila. Era una inglesa de edad avanzada pero de gran porte, la duquesa de Danvers, íntima y vieja amiga de Ferrals. Tras ellos, con un entusiasmo en el que había una gran dosis de alivio, los invitados salieron comentando el suceso. Algunos se preguntaban si una boda tan chapucera era válida, ya que nadie había entendido lo que decía Anielka antes de perder el conocimiento. Aldo compartía esa opinión.

—¿De dónde se ha sacado Solmanski que su hija ya está casada? Aun suponiendo que el sacerdote haya entendido lo que Anielka ha dicho antes de desmayarse, el ritual no ha llegado hasta el final. En Venecia no sería válido.

—Yo no soy experto en la materia, pero a Ferrals eso le tiene sin cuidado —dijo Adalbert—. Él es protestante.

—¿Y qué?

—Amigo mío, sir Eric ha montado este decorado teatral y accedido a esta ceremonia sólo para complacer a su prometida, que exigía que la casaran según el rito católico, pero para él lo único que cuenta es la discreta bendición que un pastor les dio anoche después de la boda civil y antes de la cena.

—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso estaba usted presente?

—No. Me lo contó Sigismond antes de ahogarse en las viejas botellas de su cuñado.

—¿Y me lo dice ahora?

—Ya estaba bastante nervioso sin saberlo. Además, como después iba a haber una bendición católica, ese episodio no tenía tanto interés. Sin embargo, después de lo que acabamos de presenciar, las cosas se presentan de un modo diferente… y quizás explican un desmayo tan inesperado.

Morosini se detuvo en medio del paseo y obligó a su amigo a hacer lo mismo asiéndolo del brazo. Había recordado de pronto la expresión de sufrimiento de Anielka mientras se dirigía al altar.

—Dígame la verdad, Adal. ¿Eso es todo lo que el joven Solmanski le contó?

—¡Pues claro que es todo! Además, después de la cena era absolutamente incapaz de articular dos palabras con sentido. ¿Qué está imaginando?

—¿Por qué no lo peor? Pese al fasto de que se rodea y al título de barón que le concedió el rey Jorge V, Ferrals es un advenedizo, un patán capaz de todo…, incluso de haber ejercido anoche sus derechos de esposo. ¡Como se haya atrevido a hacer eso…!

Presa de una cólera tan súbita como una tromba de agua bajo los trópicos, se volvió hacia el castillo, ahora iluminado, como si fuera a abalanzarse para tomarlo por asalto. Vidal-Pellicorne sintió miedo de la violencia que percibía bajo la apariencia despreocupada y refinada de ese gran señor italiano.

—No siga por ahí —dijo, asiéndolo por los hombros—. Es inconcebible, ¿no se da cuenta? Piense en el padre. Jamás habría consentido que su hija fuese tratada de ese modo… Por favor, Aldo, cálmese. No es el momento de organizar un escándalo. Tenemos mejores cosas que hacer.

Aldo trató de sonreír.

—Tiene razón. Olvídelo, amigo. Ya va siendo hora de que este día acabe, porque estoy volviéndome loco.

—Aguantará hasta el final. Yo confío en usted. Además, se me ha ocurrido una idea.

No tuvo tiempo de decir más.

—¿Se puede saber qué hacen aquí? —dijo de pronto una voz alegre—. Todo el mundo ha entrado. ¿La gente se dispone a sentarse a la mesa y ustedes se quedan aquí charlando?

Fiel a su costumbre, Dianora Kledermann efectuó una de esas apariciones cuyo secreto parecía poseer. Se había cambiado de ropa, o más bien se había quitado buena parte de ella. Ahora llevaba un vestido de lamé plateado que la desnudaba suntuosamente y con ambigüedad, dejando al descubierto su espalda y sus hombros y cubriendo a duras penas sus magníficos pechos. Unos largos pendientes de diamantes y zafiros temblaban a ambos lados de su cuello, cuya armoniosa línea no era rota por ninguna joya. En cambio, sus antebrazos desaparecían bajo pulseras compuestas de las mismas piedras. Un solo anillo: un enorme solitario en la mano que sostenía un gran abanico de plumas de avestruz blancas. Estaba impresionante y la mirada de los dos hombres se lo dijo con claridad. Sin embargo, fue a Adalbert a quien ella dirigió una seductora sonrisa.

—¿Tiene la bondad de precedernos, señor Vidal-Pellicorne? Desearía decirle unas palabras en privado a nuestro amigo.

—¿Qué podría negarle, señora, a una sirena que se ha tomado la molestia de aprenderse mi apellido de memoria?

—¿Y bien? —dijo Morosini, a quien ese apartado no hacía ninguna gracia—. ¿De qué quieres hablarme?

—De esto.

En un segundo, sus brazos centelleantes rodearon el cuello de Aldo mientras su boca, a la vez fresca y perfumada, aspiraba la de él. Fue tan inesperado, y también tan refrescante —un auténtico bálsamo para sus nervios crispados— que este no reaccionó. Degustó el beso como hubiera saboreado una copa de champán. Tras lo cual, apartó a la joven.

—¿Eso es todo? —dijo en tono un tanto burlón.

—Por el momento, sí, pero más tarde tendrás mucho más. Mira a nuestro alrededor. Es un lugar de ensueño y hace una noche divina. Será nuestra cuando Ferrals se haya llevado a su palomita para enseñarle lo que es el amor.

Era lo último que había que decir.

—¿Es que sólo te interesa lo que pasa en una cama? —saltó Morosini—. No me imagino a ese zorro viejo como iniciador.

—Ah, saldrá del paso honorablemente. No es un maestro como tú, pero no carece de talento.

—No puedo creerlo. ¿Te has acostado con él? —preguntó Aldo, atónito.

—Mmm… sí. Justo antes de conocer a Moritz. Incluso por un momento pensé en casarme con él, pero decididamente los cañones no me gustan. Son demasiado ruidosos. Además, Eric no es un verdadero señor, mientras que mi esposo sí lo es.

—En tal caso, no sé por qué tienes tanto empeño en engañarlo. Entremos de una vez. Tengo hambre.

Y asiendo a Dianora por la muñeca, la llevó a paso de carga hasta el castillo.

—¡Caray, yo creía que me querías! —protestó ella.

—Yo también…, en los tiempos en que era joven e ingenuo.

Quizá sir Eric no era un verdadero señor, pero poseía una gran fortuna y sabía utilizarla. Durante la ceremonia, y pese al hecho de que se había visto acortada, su ejército de sirvientes había obrado otro milagro vegetaclass="underline" había convertido la sucesión de salones —con excepción de uno— en una sala de banquetes en forma de jardín exótico, donde naranjos plantados en grandes tiestos de porcelana china se alineaban a lo largo de las paredes cubiertas de emparrados verdes, a los que se aferraba una infinidad de bejucos floridos que llegaban hasta las grandes arañas de cristal. Obeliscos tallados en hielo garantizaban la frescura de esa vegetación, en medio de la cual mesas redondas con manteles de encaje, vajilla lisa, cristalería preciosa y grandes candelabros de corladura en los que ardían largas velas esperaban a los invitados, que maîtres con librea verde guiaban hasta sus sitios. Todo ello para agradar a una joven esposa a la que entusiasmaban los jardines.